Cada vez abundan más los testimonios ficticios, reales, literarios o no de maternidades, de embarazos y de partos. Muchas mujeres, cada vez más, se atreven a compartir sus experiencias y no hay duda alguna de que estos relatos enriquecen, tranquilizan y crean una red tan necesaria como acogedora.
Lo extraño, de momento, es encontrar quien nos cuente lo que significa un embarazo o un parto desde la perspectiva del padre. Y es por eso que llama tanto la atención un libro como Irene y el aire, escrito por Alberto Olmos y basado en su propia experiencia. Solo encontré otro libro, en este 2020 pasado, que hiciese hincapié en lo que pasa por la cabeza y el corazón de un padre, pero lo escribió una mujer. Ese libro es Dulce introducción al caos y la autora es Marta Orriols. Seguro que puedo buscar mejor, pero seguro también que hay que escarbar mucho.
Alberto Olmos (Segovia, 1975) tiene dos hijos que nacieron casi el mismo día, con tres años de diferencia. Escribió este precioso libro desde un lado, al lado. Desde el sitio de quien acompaña y no quiere molestar demasiado. Desde ese sitio en el que no sabes si decir algo porque es obvio que no eres el protagonista, pero es innegable que tienes un papel y quieres interpretarlo con todas las de la ley. Este libro es una declaración de amor y de miedos, un testimonio necesario que ojalá sirva de estímulo para otros. Porque hay mucho que decir y cada vez es más fácil y, por suerte, da menos vergüenza. Alberto parte con la ventaja de quien tiene las musas al lado: no en vano, fue finalista del Premio Herralde con su primera novela, A bordo del naufragio, en 1998. Después ha publicado las novelas Trenes hacia Tokio, El talento de los demás, Tatami, El estatus (Premio Ojo Crítico RNE), Ejército enemigo y Alabanza, así como el libro de cuentos Guardar las formas y la recopilación de artículos Cuando el Vips era la mejor librería de la ciudad. Fue incluido en la antología Best European Fiction 2019 y elegido uno de los mejores narradores jóvenes en español por la revista Granta en 2010.
Además de escribir novelas, Alberto es un autor prolífico en nuestra prensa. Su labor le ha valido el Premio de periodismo David Gistau en su primera edición, quizá la más emotiva de cuantas vengan después.
Queremos saber más y queremos que el ejemplo de Alberto anime a otros padres a compartir sus inquietudes. Empezamos por aquí: por sus palabras. ¡Gracias, Alberto!
¿Cómo era tu trabajo antes de ser padre? ¿Y después? ¿Cómo ha afectado la paternidad a tu trabajo?
Visto ahora, mi trabajo era muy relajado antes de ser padre. Tenía mucho tiempo para leer, mayormente libros que luego comento en mis artículos o autores que luego entrevisto. Ese tiempo también valía para escribir más, ver más películas y tener cierta vida social. Ahora todas estas actividades han quedado reducidas, en algunos casos (vida social) a nada. Dedico 7 horas al día, las de la mañana, a cuidar del pequeño (antes, de la pequeña, cuando era pequeña), así que mi trabajo se concentra en la madrugada. Soy padre de día y escritor de noche.
¿Cuál es la huella de tus hijos en tu trabajo?
Por un lado, me han dado un tema: los hijos, los niños y la familia. Todo lo que gira en torno a los pequeños vuelve regularmente a mi columna. Por otro, también me los han quitado: algunos asuntos turbios, obscenos incluso, que eran muy de mi gusto al escribir ahora los noto muy lejanos, como de la adolescencia. No me veo escribiendo demasiado sobre sexo, por ejemplo, después de ser padre. Como mi propia columna y lo que escribo suele surgir de mi experiencia directa, inevitablemente mis hijos puede que salgan en mi trabajo incluso más de lo que quisiera. No me gusta la exposición o sobre-exposición de los menores de edad en las redes.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la paternidad?
Lo mejor y lo peor es que no hay marcha atrás. Ser padre -opino- no es una felicidad de 24 horas, sino una vida nueva que obviamente arroja muchos momentos encantadores y otros, por supuesto, un tanto extenuantes. El caso es que vivir esta vida no se lo recomiendo a nadie, pero desde la posición que ocupo sé que mi vida hubiera sido infinitamente más pobre sin conocer la paternidad, sin conocer a los desconocidos que son mis hijos.
No hay muchas voces masculinas hablando de temas como el embarazo, pero poco a poco se empiezan a oír. ¿Estás explorando un terreno virgen o has encontrado más referencias de hombres escribiendo sobre paternidad que hayan llamado tu atención?
Una de las motivaciones de narrar un embarazo y un parto era precisamente que me sentía escribiendo sobre un asunto casi secreto, sobre todo desde el punto de vista del padre. Hay algunos libros sobre situaciones dramáticas en los nacimientos, pero no conozco ninguno donde se trate el asunto cuando no es particularmente trágico. Ahora me sorprendo de que tantos escritores famosos tuvieran hijos y nunca hablaran de ellos; yo creo que ni les dedicaban los libros. Me parece increíble ser escritor y no hablar de tus hijos. Supongo que tiene que ver con que estos escritores tampoco pasaban mucho tiempo con ellos, la verdad.
¿La adolescencia termina cuando empieza la paternidad?
Tengo la impresión de que todo lo que antes podía incluso apasionarme ahora es un poco juvenil, grandes preocupaciones que se quedan en minucias frente al reto de alimentar y proteger y educar cada día, todos los días de tu vida -al menos durante 18 larguísimos años- a uno o varios seres vivos. No tiene uno tiempo -yo, al menos- para tonterías.
¿Qué papel te hubiera gustado jugar durante el embarazo de tu mujer y en el parto de tu hija? ¿Qué echas de menos como participante en ese proceso?
Ninguno en especial, recuerdo todo con bastante satisfacción. A lo mejor un lugar donde dormir en el hospital que no sea el suelo estaría bien. Poco más.
¿Por qué tuviste tanto miedo a la muerte en el momento en el que surge la vida?
Supongo que son los vaivenes emocionales de las expectativas: estás al borde de algo maravilloso, cada vez está más cerca, y la alegría la compensas recordando que todo puede salir mal, aunque sea por estadística. También puede ser que yo sea un cenizo, claro.