Con gran placer y orgullo comunicamos que Maternar en el exilio, artículo de nuestra compañera y comadre Sara Martín, acaba de resultar ganador del áccesit del XXI Premio de Divulgación Feminista Carmen de Burgos, otorgado con motivo de las celebraciones del 8M por la Asociación de Estudios Históricos de la Mujer de la Universidad de Málaga. Para celebrarlo, hemos decidido sacarlo del papel y publicarlo en abierto, no sin antes invitarte a descubrir Madre, el quinto volumen de nuestra revista en papel, donde se publicó por primera vez. ¡Enhorabuena, Sara! Gracias por tu compromiso con la escritura y el bienestar de las mujeres.
«La ciudad está organizada para sostener y facilitar los roles de género tradicionales de los hombres, tomando las experiencias masculinas como la norma y mostrando poca consideración por la manera en que la ciudad puede obstruir los caminos de las mujeres e ignorar su experiencia cotidiana de la vida urbana. A esto es a lo que me refiero cuando digo “ciudad de hombres”», dice la filósofa Leslie Kern en su libro Ciudad Feminista (Bellaterra, 2021). Y es que la experiencia de sentirse exiliada en su propia ciudad la comparten todas aquellas personas que no cumplen el estándar de lo que se considera un ciudadano funcional. Personas discapacitadas, ancianas, mujeres —especialmente madres— y, por supuesto, criaturas, somos colectivos acostumbrados a sentir que la ciudad no fue pensada para nosotros, que estorbamos, molestamos y entorpecemos su ritmo natural. No puede dejar de sorprenderme que en una ciudad como Madrid no haya ni un solo espacio digno donde las criaturas puedan pasar una tarde de lluvia o frío —que son muchas en los meses de otoño e invierno— sin necesidad de consumir. Incluso en algunas ludotecas, más de una vez me han pedido por favor que mi hijo de tres años guarde silencio. La inmensa mayoría de los parques, incluso en los barrios más acomodados, están sucios, atestados de colillas, botellas rotas y basura; los columpios tardan meses en arreglarse y su diseño, triste, aparatoso y poco funcional, tiene la impronta evidente de quien no ha visto jugar a un niño en su vida. La desaparición de los bancos, de un tiempo a esta parte, ha cogido un ritmo disparatado. Son incontables las veces que he tenido que sentarme a dar de mamar a mi hijo en un portal, ya que los escasos bancos que encontré en las calles estaban rotos u ocupados por gente que los necesitaba más que yo. En las estrechas aceras cualquier persona mayor con un bastón molesta, una niña con su bici molesta, una madre con el carrito molesta. Cuando me convertí en madre tuve la sensación de venir de una ciudad donde me sentía acogida, cuyo nombre no recordaba, y haber sido exiliada a esta como castigo por el atrevimiento de reproducirme y la disidencia política y social que eso supone.
¿Dónde están las madres?
Cuando mi hijo Mün apenas tenía unos meses, en mis largos paseos por el centro de Madrid cargando con él en el portabebés, solía hacer recuento de las madres en mi misma situación con que me cruzaba en el transcurso de esas dos horas: a veces, una; en muchos casos, ninguna. Paseaban madres con niños mayores, empujando el carrito del pequeño, en medio de la gincana que supone recogerles del colegio e iniciar el periplo por las diferentes extraescolares; madres que arrastraban de la mano a criaturas de entre tres y cinco años, que volvían cansadas a casa con mochilas enormes. Pero madres recién estrenadas, con sus bebés de meses, tomado un café en una cafetería, curioseando en una librería o visitando un museo, era todo un acontecimiento. Parece que una se convierte en madre y ya no se interesa por la literatura, el cine o el arte; que solo piensa en bodies, pañales de tela y potitos ecológicos, que no necesita salir al mundo, ni socializar.
¿Cómo serían las ciudades si estuvieran diseñadas por madres?, se pregunta Kern. Ciudades donde viajar en metro con tu bebé y su carrito no fuera una auténtica pesadilla, donde los bordillos de las aceras estuvieran adaptados y caminar por ellas no pareciera una aventura virtual en la que vas evitando baldosas rotas y cacas de perro; donde no temieras que alguien aplastara a tu hija por un frenazo demasiado fuerte en el autobús, donde la gente no te mirara con una mezcla de odio y desprecio si comenzara a llorar de puro agobio y falta de oxígeno. La maternidad te coloca unas gafas o te quita una venda; el caso es que ahora no puedes dejar de ver, oler, sentir cómo es posible sobrevivir en esta colmena irrespirable donde continuamente nos pisamos las unas a las otras para alcanzar nuestros supuestos objetivos, planes y demás tareas que el sistema nos ha inculcado como importantes. Luego ves que eso es exactamente lo que hacemos: sobrevivir, subsistir, aguantar, soportar. Pero no puedes evitar pedir un poco más a la vida cuando observas a tu criatura en su plenitud saberse dueña y soberana de su cuerpo y sus sentidos.
Cuando nos quedamos embarazadas nuestro cuerpo ocupa más que nunca un espacio; ese cuerpo que había sido educado para replegarse, acostumbrado a cruzar las piernas y los brazos, a encogerse en la silla. Que la delgadez extrema en las mujeres sea el patrón imperante no es solo una cuestión de moda: una mujer por debajo de su peso corporal saludable no tiene la energía suficiente para cuestionar, proponer y crear su propio camino. La exuberancia del embarazo, en ocasiones, resulta incómoda a los ojos de los demás y de las propias mujeres. En los cuestionarios que he realizado a diferentes grupos de mujeres con respecto a los miedos del embarazo, la cuestión de la transformación física era una de las preocupaciones principales. Lo mismo sucede en el puerperio, cuando durante al menos 40 días sangramos debido a los loquios, los pechos chorrean leche y nuestro cuerpo aún está transitando el viaje del parto; cuando nos relegamos a la cueva, al espacio privado, por temor a una imagen que provoca rechazo a hombres y mujeres por igual. Yo no quiero disimular mi cara de madre, mis ojeras de madre, mi cuerpo de madre y muchísimo menos mi cerebro de madre para que se me tome en serio. Porque precisamente ahora, después de criar y parir un hijo y engendrar a otro que llevo en el vientre, es cuando puedo ver con mucha más claridad el entramado, la trampa, el atajo por el que no quiero continuar pasando. Es cierto que en una sociedad donde prima el individualismo, donde se niega que una crece en relación, la mayoría baja los ojos ante una madre y su cría como los bajan ante un inmigrante, una persona discapacitada o una persona mayor como si fuéramos a pedir limosna, como si se sintieran culpables de no hacerse cargo, como si no quisieran salir de ese edificio ficticio en el que nadie depende de nadie, ese mundo de placentas perdidas donde el vínculo es sinónimo de peligro, de debilidad.
Pese a que las bases y las estructuras las diseñan siempre otros, la realidad es que las ciudades las construimos todas a cada conversación que construye otra posible realidad, a cada gesto que toma las calles sin permiso y utiliza lo disponible sin leer las instrucciones de uso. Nosotras reinventamos la utilidad de las escaleras, de los bancos, ablandamos cada esquina, hacemos que pase el aire en los lugares asfixiantes. Cuando nos sentamos en una plaza al sol con nuestras comadres y nuestras criaturas, cuando reclamamos el espacio que ocupan nuestro cuerpo y nuestras palabras, cuando improvisamos un picnic en un banco, cuando amamantamos a nuestros hijo en el metro, cuando jugamos con ellos en la cola de la oficina de empleo, cuando nos besamos y abrazamos esperando el autobús, cuando les sujetamos mientras orinan en un árbol, cuando lloramos esperando en un semáforo o cuando nuestra hija patalea tirada en un acera explotando en su primera rabieta, estamos inventando también otra ciudad. Como asegura Kern, “hay pequeñas ciudades feministas que brotan en los barrios por todas partes: solo tenemos que aprender a verlas, a cuidarlas”.
Según el Programa de RTVE Objetivo Igualdad dedicado al urbanismo feminista, el 80% de la población española vive en núcleos urbanos de más de 85.000 habitantes, lo que hace necesario crear ciudades más habitables. La arquitecta Josenia Hervás dice que las mujeres son como un termómetro donde testar si las cosas son coherentes y la realidad es que nos sentimos totalmente excluidas en una ciudad que no nos tiene en cuenta ni nos hace partícipes. “Necesitamos que las mujeres se conviertan en un cuerpo político libre y eso está vinculado a la seguridad en el sentido más amplio”, subrayo en el libro Urbanismo Feminista del Col·lectiu Punt 6 (Virus, 2019). Pero ¿cómo podemos las madres sentirnos seguras en una ciudad? ¿De qué hablamos cuando hablamos de seguridad? “Los lugares no son neutros en escala alguna: nos condicionan (…), nos dicen cuáles son los comportamientos adecuados y cuáles no. Por lo tanto, su transformación con criterios de igualdad, de cuidados y de redes es imprescindible”, reflexiona esta cooperativa de arquitectas en el libro. No es casualidad que muchas mujeres sintamos la necesidad de apartarnos de la ciudad cuando nos convertimos en madres. Quizá desplazarnos a un barrio menos céntrico con más zonas verdes, menos ruidoso o más económico. Mudarnos a los alrededores dentro de la misma comunidad, desplazarnos de provincia o incluso cambiar de país. Una podría pensar que ese deseo parte de la necesidad de que sus hijos crezcan en entornos más amables, menos contaminados, donde puedan desarrollarse con confianza y libertad; pero si ahondamos un poco, aunque parezca el más evidente, no creo que ese sea el motivo principal: la verdadera razón es que somos nosotras las que nos sentimos excluidas. El cambio de perspectiva —si disponemos del tiempo suficiente para descubrirlo— viene implícito en la maternidad y no te permite continuar mirando hacia otro lado. La suciedad, el abuso, la falta de recursos y de humanidad en general que impera en las ciudades es como una bofetada diaria. Por eso, como señalan las autoras, el urbanismo feminista no consiste en hacer una burbuja para las mujeres en la ciudad, sino ciudades que permitan la convivencia y la vida en común de las personas en su diversidad. El modelo urbano es un reflejo del modelo social y, por tanto, al igual que en la sociedad el ámbito reproductivo y el productivo están separados, la invisibilización de las actividades no productivas es palpable en la ciudad.
Por supuesto, el urbanismo feminista va de la mano del ecofeminismo: no podemos continuar pensando la ciudad como un cajón desastre donde construir y destruir, donde todo es de usar y tirar, donde las zonas verdes son mínimas o periféricas, donde las aceras, carreteras y edificios se levantan a placer según los intereses del político de turno con sus diferentes contratas. Por eso nos duelen los huesos cuando vemos esos parques con cuatro bancos y un triste columpio y esas plazas con fuentes sin agua, adoquines levantados, atestadas de botellas rotas y colillas, que serán transformadas una y otra vez en aparcamientos y de nuevo plazas tristes y por fin terreno libre para atestar de bares y terrazas con precios imposibles, perpetuando una rueda absurda y desquiciante en la que nadie parece reparar.
Un concepto fundamental que introduce Urbanismo Feminista es el de “ciudad cuidadora” y trata de descentralizar la responsabilidad de las madres, convivir en un lugar donde nos sintamos sostenidas y donde el extenuante y no reconocido ni remunerado trabajo de cuidados se entienda como labor de la ciudadanía al completo. Para ello, la subjetividad y pluralidad de cuerpos, circunstancias y culturas debe ser central; se nos debe considerar como sujetos políticos múltiples e interdependientes. Se debe pensar un espacio, por tanto, lo suficientemente flexible y abierto como para poder adaptarse a esa multiplicidad de formas, pensamientos, creencia y afectos. Un espacio-mar, espacio-bosque, dúctil, abierto al cambio y al debate. Una ciudad que cuida pasa por priorizar a las personas con dificultades, a las excluidas, a las lentas, a las que viven en situaciones más precarias. Además, propicia espacios para lo colectivo, fomenta lo público frente a lo privado y nos hace partícipes de sus decisiones. Es asequible económicamente y no funciona en una dinámica de explotación y abuso. Para repensar la ciudad es necesario volver al cuerpo, descolonizarlo de ideas y ficciones limitantes, recuperar nuestra verdadera sabiduría, el auténtico poder que implica volver a habitarse sabiéndonos plurales, dependientes, cambiantes. En definitiva, un sujeto político en pleno derecho cuyo entorno debe potenciar esa libertad y no ser fuente de frustraciones y sinónimo de opresión como lo son para las criaturas y las madre las ciudades en las que actualmente más que vivir, a duras penas sobrevivimos.
Artículo originalmente incluido en Madre, quinto volumen de la revista MaMagazine en papel.