Hace 57 años, Martin Luther King nos contó que tenía un sueño. Para celebrarlo, miles de personas se reunieron ayer, como pasó en 1963, para denunciar el racismo y defender la libertad, para dar la espalda a la violencia. Esta vez, bajo el lema “Quita tu rodilla de nuestros cuellos”, clamando para que termine, de una vez por todas, la brutalidad policial contra la comunidad negra en Estados Unidos.
Mientras leía la noticia esta mañana, sentada en la terraza de Doña Hipólita, pensé que yo también tenía un sueño. No uno solo: varios. En otros momentos de mi vida, si me decían que pidiese un deseo tenía que pensar qué quería. Es lo que sucede cuando tienes todo lo que necesitas. Que no es que tengas todo, sino que tienes todo lo que necesitas. Importante el matiz. Hoy me he sorprendido diciéndome a mí misma que yo también tenía sueños. Sueños de los que se sueñan por la noche y sueños de los que se hacen realidad.
Mi madre está enferma, lleva meses luchando contra un linfoma. Ella, su cuerpo y un tremendo equipo de médicos que hacen todo lo humanamente posible por curarla en el Hospital Royo Villanova de Zaragoza. Diagnosticada a principios de año, vamos ya por el tercer tratamiento -los dos primeros no dieron el resultado deseado-. La buena noticia es que, si este no funciona, todavía quedan algunos más en la cartera. Lo que nos quita a veces el ánimo es el lugar de donde venimos: venimos de perder a mi padre, hace poco más de un año, a causa de una leucemia. Paradojas de la vida… este año, el mismo 16 de julio en que él se fue, estábamos acompañando a mi madre, ingresada una planta más arriba, encima de la habitación donde se apagó la vida de mi padre un año antes.
Esta noche pasada tuve un sueño. De los que pasan cuando duermes. Un sueño que esperaba con ganas. Caminaba por los alrededores de casa de mis padres y vi la puerta abierta del garaje de la finca contigua. Ahí estaba aparcado el coche de mi padre, que yo iba a utilizar. Entré en el garaje y, enfrente del coche, encontré sentados a Elena, gran amiga de mi familia, mi primera cuidadora -mis padres trabajaban a turnos y necesitaban ayuda externa para mi crianza- y a mi padre. Con su pelo blanco, con sus kilos de más. Con su sonrisa y, si no recuerdo mal, con la guayabera que le trajo mi tío de Colombia puesta. Esa guayabera. Al entrar en el garaje, claro, yo no daba crédito. Le pregunté a mi padre que qué hacía allí. Tenía muy buen aspecto. Le dije que si era verdad que estaba ahí. Me dijo que sí, que si no lo veía. Me senté a su lado, alucinando, entre Elena y él. Nos dimos la mano. Y me dirán que solo era un sueño, pero para mí ha pasado de verdad. He sentido su mano, he recordado su tacto. Me he fijado en las manchitas marrones que tenía en el dorso, en sus uñas perfectas. Me he despertado por la mañana muy feliz. Qué bien que has venido a verme, papi, porque lo necesitaba tanto…
He llamado a mi madre para saber cómo había pasado la noche en el hospital. Acababa de vomitar y no tenía muchas ganas de hablar conmigo, así que no le he contado lo que había soñado. Se lo diré después, cuando vaya a pasar la tarde con ella. Yo, como siempre que ella está mal, me he venido abajo. Y he decidido concederme una tregua. He ido a la Basílica de Nuestra Señora del Pilar -ya sabéis que hay un número importante de maños más ateos que Lenin, pero a la Virgen del Pilar que no nos la toque nadie-, he puesto velas para las abuelas -esto les hace mucha ilusión-, he vuelto a ver el pilar desnudo de la Virgen -parece ser que no hay mantos que valgan en tiempos de pandemia-, he hecho una foto a las velas que he encendido -para mandárselas a las abuelas- y he salido a tomar un desayuno.
He charlado con la camarera rubia, con la que siempre cruzo alguna palabra. He retomado la lectura de Despojos de Rachel Cusk, magistral obra sobre la ruptura de su matrimonio, un libro de esos que te soplan desde sus páginas una bocanada de viento gélido. He pensado que estaba haciendo bien. Que distraerme haciendo estas cosas que me gustan harían que me sintiese mejor. He ido al baño. He llorado. Me he lavado las manos y he pensado que, además del sueño que había vivido por la noche, ahora tengo un par de sueños más que quiero que se hagan realidad. Pero no de noche, sino de día, a plena luz.
Sueño con el momento en el que los médicos nos digan que mi madre se ha curado. Que ha costado, que ha sido muy duro, más de lo que todos imaginábamos. Pero que se ha curado. Sueño con acompañarla a su viaje soñado, a Praga, Viena y Budapest. Lo deseo tanto que espero que el universo conspire para que se haga realidad. Sin prisas, pero que suceda.
Y sueño también con ser la editora que quiero ser. Tras una semana de bastante bajón, viendo a mi madre otra vez en el hospital, ingresada, recibiendo su quimio, he podido dedicar más tiempo a mi hija literaria, MaMagazine. He sacado adelante dos entrevistas maravillosas: una a la pediatra Lucía Galán Bertrand -Lucía, mi pediatra- y otra a la periodista Cristina De Stefano, que ha escrito una maravillosa biografía sobre Maria Montessori. Y tengo que decir que estoy tremendamente orgullosa del trabajo que estoy haciendo. El coste personal, incluso el económico, al llevar este proyecto adelante es bastante alto. Pero la satisfacción es enorme cuando las personas a las que entrevistas te dicen cosas como “esta es una de las entrevistas más bonitas, personales y sinceras que me han hecho hasta el momento”; cuando, entre los comentarios de la gente, lees un “preciosa entrevista” o cuando alguien a quien quieres te dice “enhorabuena, has conseguido otorgar personalidad propia a tu revista”.
Porque quizá no lo parezca, pero esta revista tiene a una sola persona detrás, a la única persona a la que he sido capaz de convencer para enrolarse en este viaje, que es a mí misma. Pero no estoy sola: conmigo colaboran grandes profesionales, docentes, artistas, editoriales, poetas, psicólogas y, sobre todo, amigas y amigos de gran talento que me prestan sus palabras. Me acompañan en este sueño, me dan alas para volar. Tenemos que llegar alto, compañeras y compañeros. Yo quiero cumplir este sueño. Sobre todo, egoístamente, porque es MI sueño. En segundo lugar, porque creo que una publicación que se dedique a cuidar la maternidad es necesaria. Y en tercer lugar, por mi madre. Porque sin ella nada de esto hubiera sido posible ni tendría sentido.
Por eso, aunque parezca egoísta -qué narices, lo es-, sé que no cabe la comparación entre los sueños que tenía Martin Luther King. Pero al escuchar hoy, por enésima vez, ese “I have a dream” no he podido evitar pensar que yo también los tengo. Y que voy a luchar todo lo que pueda por alcanzar los míos. Y, por supuesto, también los suyos. Porque no tengo dudas de que con esos sueños y con los míos, ganamos todos.
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