Nadie se va a atrever a hacerlo, pero si me preguntaran si en algún momento desde que soy madre me he arrepentido de serlo —empezamos fuerte—, diría que todos los días encuentro mi momentito para hacerlo. Te cuento: la casa en silencio, hora de su siesta y de mi café. Mínimo hora y media por delante. Enciendo el ordenador, leo antes algunos párrafos que, como un viaje de ácido, me transportan a esa habitación para mí sola. Alucino leyendo a otras personas y ya noto subir los efectos del café por el cielo de la boca. Rápida tengo que moldear las palabras líquidas, que si no se me derraman de los dedos fundiendo las luces del teclado y las mías, de paso. Ay, qué bien sabe cuando se abre a chorro la escritura y cómo jode si hay un llantus-interruptus que te deja a medias con el subidón del negro sobre blanco. Ahí es cuando me arrepiento. Ruego el perdón de la sala. Se avecina mala madre, lo sé y lo llevo bien.
Es un cuchillo de doble filo el tema del arrepentimiento y la maternidad. De ambos lados. Si soy madre y me arrepiento, no lo puedo decir; si acaso a la psicóloga le confieso mis arrebatos, que me diagnostique depresión posparto y por lo menos ya sé que, dentro de la norma algo tengo y bueno, patología de por medio: no se me juzgará tanto en la plaza del pueblo. Pero y si aún no soy madre, a lo mejor debo planteármelo por si del arroz me paso al socarrat directo y entonces me arrepiento tarde de no haberlo sido. ¿Qué nos pasa pasados los treinta, treinta y cinco, que nos avienta de repente un mamporrero interno a procrear como vacas en celo o al menos a contemplarlo? Dejamos atrás la investigación, con ensayo y mucho error, del empotrador perfecto para adentrarnos en un nuevo campo, el del engendrador que nos redima de la culpa de haber siquiera pensado, siquiera por la tangente, que nuestro útero se escaquearía de hacer sus deberes.
—Maestro, es que mis ganas de ser madre se las ha comido el perro.
—¡¡Ohh!! —exclamó la sala, horrorizada—.
—¡Excusas! Y también razones para tener que seguir las mujeres defendiéndonos públicamente en el ágora y a corazón abierto de algo tan íntimo como es simplemente quiero o no quiero. Creo que se entiende. Dicho esto, hizo mutis por el foro.
Mi otra mitad del día sin arrepentimientos, cuando no me lamento por tener los pechotes lecheros ya de capa caída, como pechugas de pollo colgando de un tenderete, mis niveles de dopamina son normales tirando a buenos, pero siempre tengo la sensación de tener un pie fuera del tiesto cuando intento identificarme como madre. He asumido, o estoy empezando a hacerlo, que los grandes cambios siempre llevan consigo un anexo con el título “¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho?” o “¿Y si hubiera escogido lo otro?”. Este fenómeno se confunde a menudo con el ya nuestro-amigo-el-arrepentimiento cuando en realidad lo que hay es un canguelo por la responsabilidad que supone haber apostado por algo tan fuerte y sus derivados. Yo soy yo y mis circunstancias, sí, pero tener un hijo es… repetid todas conmigo…para-siempre. Para mí, que lo único para-siempre que tengo son mis tatuajes y mi contrato de permanencia con Vodafone, es la proposición más romántica que me han hecho nunca. Muchas otras expatriadas se alarman con mi nivel de compromiso, cuando este último depende mucho de las ofertas de Ryanair. ¿Cómo casa eso con nuestro tiempo?, ¿cómo casa con ser madre? Fácil de contestar: no casa. Tener un hijo hoy día, decidir tenerlo digo, es lo más arriesgado y antisistema que se puede hacer a fecha de hoy. Es más punki que una folklórica —con “k”— haciéndole un corte de manga a Sid Vicious. Hubo un momento, no muy lejano, en el que mi cuerpo decidió por mí, sin estar yo presente, que era ya la hora de renunciar a disponer de mi tiempo y libertad. Era la hora de estar preocupada y de tener miedo para el resto de mis días, solo que yo esto aún no lo sabía. Perdón entonces, su señoría, si a veces flaqueo. No se puede ser madre un día y al siguiente decir “ah vale, era esto” y deshacer el entuerto, nunca mejor dicho. Este sentimiento, a veces, de querer volver por donde se ha venido, pesa mucho en una primeriza sin experiencia que además aún tiene las maletas hechas en la puerta. De repente, casi el mismo día que me lo planteé, me quedé embarazada, y así, de repente, tuve a mi hija en medio de una mudanza de país cuando lo que se espera de una madre es que rezume quietud y sosiego, que lo tenga todo listo y calentito a la llegada del retoño. Se espera que ofrezca al cachorro un cobijo tranquilo y organizado expresamente, las toallas bien dobladas, las cortinas elegidas a conciencia. Yo tenía al pollito, pero no tenía el nido.
Maternar en medio de ninguna parte
¿Cómo puedo ofrecer seguridad y estabilidad a un bebé si ni siquiera tengo un país fijo de residencia? Ya veo llegar derrapando a mi ansiedad dando un triple salto mortal con epidural. Pasé mi embarazo en Grecia, di a luz en España y estoy criando a mi bebé en República Checa, y todo esto marinado con una crisis de los casi-cuarenta y una innecesaria consciencia de dónde se sitúa mi suelo pélvico. Más que punk, heavy metal, y no te creas que mi identidad no se emborracha con tanta turbulencia. Cuando viajas como turista a otro país siempre dejas espacio en la maleta para traerte un poco de ese lugar contigo de vuelta. Es exótico, fresco, hasta sexy, juegas a ser infiel a tu identidad. Pero cuando vas al extranjero para quedarte, la maleta va estofada de cosas que te recuerdan a ti. Echa un tufo a tu casa sin ventilar tan reconfortante como lo es el propio pis de un gato en su cojín.
Vivir en el extranjero te hace crecer una quinta extremidad que no quiere soltar las riendas del lugar de origen. Tus brazos y pies hacen vida fuera, pero no se acaba de sentar cabeza porque siempre me estoy yendo. La idea de volver es una constante: en el próximo despido me voy, en el próximo desengaño… Construyes mejores amigos, algunos nativos también de tu mismo idioma, pero ellos también se están constantemente yendo y, cuando se vuelven, no se van: desaparecen. No son despedidas, son desarraigos. Lo único que permanece es vivir en el día a día, no por mantra vital ni ningún carpe diem si no por pura supervivencia y por falta de una perspectiva segura de futuro. Se crea una coraza contra el desapego. Mi generación, la nacida a principios de los 80, no fue educada para irse fuera. Se supone que aspirábamos a firmar una hipoteca, a echar raíces en los préstamos bancarios y no a buscar wifi en los aeropuertos. Si viviendo fuera incluso conservar un amigo ya es toda una proeza… la pregunta no es cómo, sino ¿dónde soy madre? Lo cual ya viene para la mayoría dado por defecto si vives en tu país de nacimiento.
Las expatriadas estamos por todas partes. No es que sea contagioso, es que justo de eso se trata, de estar en una tierra que no te pertenece y que no sabes cómo te acogerá después de tener un hijo. Y hay patrias que son peores madres que otras. En mi caso, Grecia consideró que ya tenía bastante prole con su propio linaje, que no hizo hueco para un bebé extranjero en la cuna de Occidente. La famosa hospitalidad del Egeo era territorio aséptico para mi paritorio ibérico. De nada sirvieron mis siete años cotizando para ellos. Un tercio de mi salario en impuestos para decirme a la cara que mi perfil o no era lo suficientemente griego o yo no lo suficientemente máter para ellos, que arrojaron mi derecho, permiso y paga de maternidad por el mismísimo agujero negro de Esparta. Mi propia guerra de Troya contra su burocracia y con la diosa Atenea, la de agarrados bolsillos, soplando en mi contra acabaron con mi naufragio y conmigo en bancarrota. Esto así narrado como un canto de la Odisea, le sonó a cuento chino a mi amiga italiana cuya maternidad ha quedado convalidada en Europa del Norte. Las dos tuvimos la misma idea: aunque vivíamos y trabajábamos fuera, quisimos dar a luz en nuestros respectivos países, para poder —qué menos— entender qué estaba pasando en nuestro parto, perdón por el atrevimiento, para luego volver a nuestros países de acogida, cada una al suyo y seguir produciendo para las arcas ajenas. Oh, dioses, esa manía que tienen ahora las feministas de controlar cada fisura y contracción de su vagina la llevó a la ruina. Ay, ¡a la ruina por controlar su vagina! Sin embargo, mucho más al norte del Olimpo, mi amiga de la Toscana no encontró kein problem en traer a un niño al mismo continente pero un poco más arriba. De hecho, sus impuestos le fueron devueltos con creces para criar a su legítimo niño europeo. Las dos sentadas en una cafetería de Centroeuropa, en territorio neutro, ella con su vástago en regla y yo con mi pequeña bastarda medio griega-medio nada, habiendo madrugado las dos lo mismo para la mal llamada Unión Europea. Después de tantos años, Grecia se pasaba mi carrera por el arco de Adriano pero claro, mi bastardita no entiende de fronteras: se las sabe todas con el hambre y pide teta sea donde sea.
Es curioso el tema de la identidad relacionada con la maternidad. Se trata en términos de pérdida, pero el problema es que no hay una ruptura real con lo que se era: no es que me reencarne en otra persona al ser madre, el conflicto es precisamente que sigo siendo la misma pero no me ubico. Soy el gato con el mismo cojín pero sin mi esencia. Eso que dicen de “soy otra persona desde que soy madre” ojalá fuera tan fácil como mudar la piel y retomar el vuelo. No me he reencarnado al ser madre ni la episiotomía ha sido un puerta a otra dimensión como en Stranger things. Soy la misma que no hacía planes a largo plazo por si se iba pero ahora estoy con un bebé sin saber a dónde ir. Mientras yo pensaba en todo esto, mi ansiedad se iba construyendo un circuito de Fórmula 1 con mis estrías colganderas, mi falta de sueño, cumplir los cuarenta y la culpa, ya no por ser torpe como toda madre primeriza, si no por no tener dónde serlo. Y entonces, después de un tiempo con mi identidad huérfana, de venir acostumbrada a un país crudamente mediterráneo siempre en plena efervescencia, a chocarme con la Europa del norte y su muro frío e infranqueable habitado por caminantes blancos muy bien educados. Yo en tierra de nadie, pidiendo a mi ansiedad que pare los motores, las piruetas; porque me he dado cuenta de que no hay una forma de ser madre y que yo no tengo que ser de ninguna forma en concreto para mi hija.
Estoy empezando a sentir otra vez que ocupo un espacio, que tengo mi sitio y es gracias a ella. Mi identidad, mi casa, el cojín con mis feromonas no están en un sello del pasaporte sino donde esté ella. Atenas es ruinosa, un desastre de ciudad, maravillosamente caótica, como un ángel exterminador que te succiona hacia su centro con intensidad para bien y para mal; pero me da igual, es casa si estoy con ella. Praga es la bellísima top model novia de tu amigo que no se rebaja a hablar contigo y que nunca podrás tener, pero que no puedes dejar de admirar. Pero es casa porque está ella. Y mi querida España es el cocido de mi abuela. Me encanta para algún que otro domingo, con una larga sobremesa pero que sienta mal al estómago si lo comiera a diario y también podría estar si ella se queda. Me he dado cuenta de que, muy lejos de robarme mi identidad, lo que me ha hecho ser madre es devolverme a quien yo era. Después de un letargo de no parar de estar para aquí y para allá, con mi identidad sobreviviendo a cachitos con los choques culturales y los cambios de hora, tengo más claro que nunca y con más fuerza que mi hija está construyendo un nuevo territorio en el que me quiero quedar y que me da una estabilidad y seguridad que espero contagiarle de vuelta.
Nieves Roldán Español
Nacida a principios de los 80, de esa generación entre MySpace y los petazetas, el chat de Terra y los polo flash de peseta. He trabajado en el departamento de comunicación de una escuela de circo, como diseñadora gráfica freelance, en una gestoría cultural y como redactora para diferentes revistas culturales, entre otras cosas. Como mamá de Ayla, he pasado mi embarazo en Atenas y ahora vivo en Praga criando como puedo como mamá expatriada. Me puedes encontrar aquí.