La poesía de María García Zambrano (Elda, 1973) no es complaciente ni falta que hace. Son versos que se escriben con el rojo de la sangre, desde el centro de la furia interna y con la necesidad de dar sentido a lo que no se entiende. De dejar de esperar lo que se espera, de bajar las revoluciones del motor de las expectativas y vivir, porque eso es lo que queda. María vuelca en su recientemente publicado poemario Esta ira (Vaso Roto, 2023) días y noches de hospital, amor y miedo ante la enfermedad de su hija, Martina, pero también esperanza. Martina, la pequeña Mirla de María, sufre una enfermedad rara, una encefalopatía epiléptica por mutación genética del gen kcnq2 que la ha hecho ser totalmente dependiente. Martina vive, también, por encima de todos los pronósticos: ya tiene diez años esta niña que, al nacer, tenía pocas probabilidades de sobrevivir.
Esta ira no es un canto a lo difícil que resulta ser madre: es un lamento hacia la soledad, la falta de empatía y el miedo. También es esperanza y es belleza en el dolor. Hacer preguntas a María no ha sido fácil, pero sus respuestas son perfectas. No estamos expuestas a la cara B de lo materno, a lo desconocido. A lo que nos asusta, precisamente, por lo desconocido que es, por lo lejos que lo tenemos o porque volvemos la vista para no verlo. Esta es una de las entrevistas más emotivas y honestas, menos indulgentes y más necesarias. Porque lo que no se nombra no existe. Por todas las Mirlas del mundo y también por sus madres. Gracias, María. Comencemos:
¿Qué edad tiene Martina en la actualidad?
Mi hija Martina, contra todo pronóstico, cumplió diez años el pasado mes de noviembre. Y digo contra todo pronóstico, porque según los especialistas, era muy improbable. Cuando nació tuvo muchas dificultades y desde el primer momento la sentenciaron… y ya tiene una década…
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la maternidad?
Es una pregunta difícil dadas las circunstancias, y no quiero caer en lugares comunes. Podría decir que mi maternidad, como la de otras muchas madres, es especial porque mi hija es totalmente dependiente, tiene una enfermedad rara, crónica, requiere de muchos cuidados y estar todo el tiempo alerta. Pero aún con toda la dificultad que entraña, si pienso en qué ha sido lo mejor de esta experiencia, sin duda me quedo con haber conocido a Martina. Lo físico ya me pareció brutal, haberla tenido dentro, la gestación fue un tiempo que viví de forma muy consciente, y feliz. Después llegó el nacimiento y en cuanto la vi, la amé, aunque me encontrara fata Y ese amor fue también algo muy animal que no sabría explicar (y caigo en un lugar común terrible, lo sé, pero es que así lo viví). En los primeros días, semanas, meses, ver su resistencia, su fortaleza, eso me conmovió. Con los años llegó su risa, su sentido del humor, también su fragilidad. Y, por supuesto, el amor que me ha hecho desarrollar, un amor muy puro, un amor sin expectativas. A veces duro de roer también, no lo niego, pero he visto cómo todo eso me ha transformado. Porque la maternidad no me ha impedido que sea la mujer que siempre he querido ser, todo lo contrario: estoy convencida de que me ha hecho más valiente, más capaz, más compasiva, más paciente, con más dignidad, quizás un poquito más sabia. Y, sobre todo, me ha dado un orgullo de mí misma que antes no tenía, incluso en mi debilidad. Y esto se lo debo a mi hija.
Y lo peor de la maternidad es haber multiplicado por mil el miedo, que siempre ha sido mi talón de Aquiles. Sobre todo, el miedo a que sufra y no poder aliviar su sufrimiento. El miedo a su muerte, que en el caso de Martina está ahí tan cercana. También ese miedo a mí misma, que está tan escondido, pensar constantemente en cómo me sentiré si su estado empeora, y la pregunta que más duele, cómo voy a vivir si le sucede algo. Hay un pensamiento que es muy común con una hija enferma: quién la cuidará si nos sucede algo a mi pareja y a mí. Por eso es mejor no hacer planes de futuro y vivir en un carpe diem continuo. Y eso es duro, y a veces te agarra la tristeza aquí, en las tripas…
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
Trabajo como profesora desde antes de ser madre, y la empresa pública respeta más la conciliación y te permite flexibilizar el horario cuando la circunstancia es “tan grave”. Es cierto que antes de nacer Martina podía dedicarles más tiempo a mis clases, elegir grupos de niveles altos, como segundos de bachillerato, hacer cursos de formación presenciales de cara a la especialización. Cuando llegó mi hija tuve que pedir media jornada por cuidado de hija con enfermedad grave, y coger cursos bajos, porque si falto y viene una sustituta es más fácil que coja el ritmo. La formación que hago es la estrictamente necesaria e intento que sea online, y no siempre son cursos que me interesan. El tiempo es más limitado y hay que rentabilizarlo. Y el cansancio, que es terrible porque es difícil dormir bien cuando tienes que estar tan alerta todo el tiempo, repercute en mi trabajo, y alguna vez he tenido que coger una baja por ansiedad.
¿Cómo fueron esos primeros compases de maternidad para ti y para tu hija?
El principio fue difícil, a veces doloroso y extrañísimo. Martina nació antes de tiempo, con 33 semanas, y fue una cesárea con complicaciones. A la semana de nacer y de estar en la UCI de un hospital más pequeño, una ambulancia la estaba llevando a La Paz, con pocas probabilidades de que sobreviviese. No sabían qué podía ser. No abría los ojos, no reaccionaba, su estado era crítico y pensaban que no sobreviviría. Estuvimos tres meses en el hospital y llegar a casa fue incluso más duro. Porque llegó una soledad y una incertidumbre para la que no estábamos preparadas ni mi pareja ni yo. Y en mi caso llegó esa sensación de abandono que me costaría mucho quitarme con el tiempo. Esas amigas que no te visitan o no te preguntan cómo te sientes, imagino que por miedo, esas tardes interminables, esos meses que se alargaron…
¿Cuál es la enfermedad de Martina y cómo es su día a día?
Martina tiene una encefalopatía epiléptica por mutación genética del gen kcnq2. Se trata de una enfermedad de las muy raras, de hecho, en España somos muy pocas familias. En cada criatura la mutación opera de distinta forma, y hay casos en los que el niño o la niña puede caminar, ver, coger cosas y otros que no. En el caso de Martina provoca un retraso cognitivo y psicomotor muy severo, con mucha hipotonía, problemas en la deglución, en la vista, problemas respiratorios que hacen que necesite oxígeno. En su día a día es totalmente dependiente para todo: ella no sostiene su cabecita y si se le cae hacia adelante no la puede levantar; no puede retirar su cabello de la cara, ni coger con sus manos el chupete. Tiene diez añitos pero es como un bebé recién nacido, aunque su conexión con el mundo no se pueda medir así. Y yo siento que entiende más de lo que parece, que ve más de lo que creemos. Responde a las caricias, a las voces, al cariño… sonríe y, a veces, se ríe a carcajadas cuando le haces cosquillas. Hay días que duerme todo el tiempo, y entonces parece que no está, y eso es incluso más duro, por lo menos para mí. Su día a día es una incertidumbre, pero, a la vez, es un regalo que apreciamos, porque no iba a tener un día a día.
¿Qué necesitarías o pedirías para que tu experiencia de crianza y cuidados se desarrollase en las mejores condiciones posibles?
Desde que nació Martina lo que eché en falta fue más apoyo por parte de personas cercanas, un apoyo humano, porque el institucional es el que es, y en este país cuando el hijo o la hija sufre una enfermedad muy grave existe una cobertura social, económica, y sobre todo médica buena (ahora Martina está en la Unidad de cuidados paliativos pediátricos del hospital Niño Jesús, en Madrid, el equipo es magnífico y el apoyo, a muchos niveles, está siendo vital). Pero hay un tipo de soporte que te pueden dar quienes te rodean, las amigas, las vecinas, la familia, que es muy importante, y que es el que eché en falta. Como ya dije, al principio me sentí muy abandonada porque en algunas situaciones notabas que era incómodo, que tenían miedo, que la situación les superaba, que quizás no querían comprometerse más de la cuenta. Incluso había familiares para quienes era imposible mirar a mi hija, y veías su lástima, y eso era insoportable. Mi madre ha sido de las pocas personas que todavía hoy, con sus 71 años, me sigue ahí, aun viviendo a muchos kilómetros. Y a nivel espiritual mi comunidad budista, que desde el principio me brindó aliento para superar momentos duros.
Por eso, a veces, me pregunto si es que no supimos pedirlo, o si en mi caso tenía unas expectativas muy altas, sobre todo para con las mujeres que me rodeaban, mis amigas, mis hermanas feministas. Han sido unos años muy duros en los que ha habido mucha soledad, y situaciones que ha llevado a la pareja a la extenuación, a la destrucción y a la enfermedad. Por ejemplo, el hecho de que casi nadie se brindara motu proprio a cuidar a Martina para que pudiésemos salir alguna noche y que hubiese que pedirlo. O que después de cada ingreso hospitalario volvieses a casa y no hubiera un plato caliente cuando sí teníamos familia cerca, amigas. Y, sobre todo, cuando algunos ingresos habían sido durísimos, de vida o muerte. Que no pudieses desahogarte con casi nadie (sin pagar), sino todo lo contrario. Al principio, recuerdo que en encuentros de amigas o familiares se sentaba alguien a tu lado y te contaba que su hija tenía esto o aquello, o que estaba fatal por tal cosa y tú escuchabas y te ibas a tu casa pensando, si yo te contara cómo fue la pasada noche con Martina, que vomitó y aspiró su propio vómito…
Pero ahora ya me he hecho a la idea de que la ayuda casi siempre va a ser pagada, sea la psicológica o la de los cuidados diarios. Y he dejado de esperar, lo que me ha dado mucha paz y ha hecho que me reconcilie conmigo y con las demás personas. Por eso estoy convencida de que para que mejoren las condiciones en las que se desarrolla la vida de una madre que cuida a una hija dependiente, es fundamental contar con el apoyo que de las personas que tienes cerca, no tanto de las instituciones, y aquí el feminismo tiene una asignatura pendiente.
Acabas de publicar el poemario Esta ira, en el que abordas el derecho a sentir ira ante una maternidad no normativa, que no es como se imaginaba. ¿Cómo es tu relación con la ira como motor de creación?
Mi ira no es hacia mi maternidad. Yo no me enfadé cuando nació mi hija, ni me frustré ni pienso en cómo hubiese sido si… En absoluto, y esto quiero aclararlo. Practico el budismo de Nichiren Daishonin desde hace veinte años, y según sus enseñanzas mi hija me ha elegido, y esta vida que vivimos ella y yo forma parte del karma que tenemos, y es el karma apropiado para nuestra transformación. Pensar en cómo hubiese sido si Martina no tuviese su alteración genética es despreciar a Martina, y eso nunca lo he hecho.
La ira vino después. La ira llegó cuando me encontré sola y hubo personas importantes que desaparecieron, y la sororidad se esfumó, y el feminismo fue una teoría porque no vinieron mis hermanas a decirme qué necesitas o cómo podemos ayudarte o cuéntanos qué sientes… Y ahí tuve que escribir. Y mi relación con esa ira fue terrible, porque no quería sentirla. No quería que la soledad me despertara ira. Quería acoger la soledad y comprender las situaciones que vivía, y comprender a las demás, y tener compasión… Pero al año de nacer Martina se despertó una ira atávica que me llevó a escribir. Escribir para responder a la pregunta, ¿qué hago ahora con esta ira?
Estos versos se mecen entre la vida y la muerte. Nada me parece más duro que el miedo, por eso me gustaría preguntarte, de madre a madre, cómo convives con él. Personalmente, me parece una proeza.
No lo sé. A veces le planto cara y soy valiente, o hago como si lo fuera, como aprendí de mi maestro, el filósofo japonés Daisaku Ikeda. Otras veces tengo tanto miedo que me tengo que meter debajo de las sábanas y me escondo para que no me encuentre. O escribo. Escribo como exorcismo. Esa es otra pregunta que me respondo con la escritura, la que me regaló Alejandra Pizarnik hace muchos años: Señor, qué haré con el miedo.
En los peores momentos que he vivido, asociados a las pérdidas de mis seres queridos, he sido consciente de que la belleza se manifestaba a mi alrededor con gran fulgor. ¿Te ha pasado a ti también? ¿Encuentras la belleza en el dolor, en ese miedo? ¿Será la rendija por la que pase la luz?
Absolutamente. He tenido raptos de belleza en el hospital y lo expreso en ese poema que empieza “cuanto sé de la belleza me ha sido entregado en el latido aún caliente de los metales”. Ese texto nació en la habitación de La Paz, escuchando el burbujeo del oxígeno, viendo cómo el sol se filtra y reverbera contra lo metálico de la cama articulada. La blancura de las sábanas, las luces. Ver a mi hija como una aparición bellísima, un ángel en medio de ese dolor y tener una epifanía. La belleza en los lugares más feos, cuando el olor es insoportable y, sin embargo, es posible disociarse y traspasar los líquidos, la piel… O es posible mirar de otro modo. Mirar a mi hija de otro modo. Mirar a tantas personas con diversidad, con enfermedades, con malformaciones, de otro modo… Mirar hasta ver esa belleza.
¿Has sentido que había pocos oídos para contar la historia de tu maternidad? ¿Crees que la sociedad da la espalda a las maternidades “que no son de revista”?
Totalmente. Damos la espalda a la enfermedad, a lo feo, al dolor, a lo que incomoda, a lo que no sigue las reglas, a lo que se sale de lo que creemos normal. Vamos ciegos y ciegas por el mundo sin ver que hoy es esa mujer con pañuelo, pero mañana puedo ser yo la que tiene cáncer, que nadie está libre de nada. Pero nuestra ignorancia es muy profunda. Mi hija me ha enseñado a mirar de otra manera, porque seguramente antes de ser madre de Martina yo era como esas madres que me miran de forma rara en la parada del autobús, y no se les ocurre decirme “qué pestañas tan preciosas tiene tu hija”, que las tiene. O esas que cuando su niña se acerca a Martina en el parque les tiran del brazo en vez de explicarles o de acercarse para que esa criatura, que seguramente tiene menos miedo y prejuicios que ellas, sepa que hay niñas bellísimas como la mía que no caminan, ni hablan, pero que igualmente les gusta que las acaricien y les hablen.
Hace poco veía el corto Cuerdas y les explicaba a alumnos y alumnas de una asignatura que se llama Educación para la felicidad, y con la que colaboro en un Máster en el grado de Magisterio, que ese trabajo hace mucho daño a niñas y niños como mi hija, porque no dignifica a personas con diferencias, sino que apela a la lástima, deja en el anonimato a una criatura y la borra (en todo el corto no sabemos cómo se llama el niño que va en silla de ruedas). Mi hija Martina es una niña con todos los derechos a ser mirada con amor y es una niña maravillosa. Y yo soy una madre orgullosa de mi hija con su alteración genética, sin necesidad de que me haga el pino puente o que saque un diez o que cante en el coro del Auditorio Nacional. Y merezco estar el Día de la madre con toda la felicidad que tengo, que no es poca. Porque no soy menos feliz que muchas madres que tienen hijos o hijas sin enfermedades raras, eso te lo puedo asegurar. Ni he dejado de realizarme como mujer. Y mi hija es una niña que puede enseñar mucho, que se comunica con su mirada, con sus sonidos. Y te puedes comunicar con ella con caricias y con la voz… Quizás mi hija pueda dar más de lo que la gente se imagina.
En tu poemario La hija, ¿con cuál de todas las madres que eres te sientes más cómoda? ¿Cuál es la que abrazas y cuál la que intentas alejar de ti?
Somos tantas madres según las circunstancias… Yo me siento bien cuando soy esa madre que sabe agradecer la vida, la suya y la de su hija, que tiene la sabiduría y la fortaleza para enfrentar los obstáculos que vienen. La madre que, por momentos, deja de tener miedo o le planta cara. La que ríe. E intento alejar de mí a la madre que duda de sí misma y de su capacidad. A esa madre que se vaya muy muy lejos.
Explica la poeta Julieta Valero en el epílogo de Esta ira que las mujeres estamos «desentrenadas para mostrar la ira». «Entonces» —se pregunta— «¿cómo decir, cómo articular una ira que no responde estrictamente a los hombres, sino a la vida misma, a su designio duro? ¿Y cómo ser capaz de hacer de su objeto precisamente a las hermanas, a las mujeres?» A esta dificilísima prueba del lenguaje se enfrenta María García Zambrano en su nuevo poemario. Una obra potente que reclama el derecho a expresar la ira y el dolor censurado de las maternidades no hegemónicas.
Como antídoto a la ira, Zambrano recurre al principio budista de que todo está en continuo cambio, que atraviesa la obra como un bálsamo y alcanza su máximo poder sanador en la cuarta y última parte: un canto esperanzador a la belleza que podemos encontrar incluso en los lugares más dolorosos.
3 respuestas
Gracias, María. Gracias, Mamagazine.
Como abuela de un niño con KCNQ2 me siento identificada con muchas cosas y sentimientos que espresa la madre de Martina aunque esa soledad terrible creo que mi hija no la ha sentido nunca, lo lamento mucho María porque es muy necesaria, muchísimo. Tengo la esperanza de que un día no muy lejano alguien encuentre una medicación que ayude a nuestros niños. Un gran abrazo María, a tí y a todas estas madres luchadoras.
Es una pena que las enfermedades “raras” por no ser un porcentaje muy alto, no sé les brinde más apoyo, más investigación…
y qué estos niños entre los que se encuentra mi nieto, no puedan avanzar más.
Se les quiere muchísimo, pero desde que nacen, el sufrimiento y el miedo de los padres es muy doloroso. Pero no hay que tirar nunca la toalla, y estar
allí donde haya un progreso
aunque sea mínimo.
Todos, los niños y los padres son unos campeones.