Dentro de mi piel suceden cosas que entiendo y cosas que no. Hay cosas que puedo esconder y cosas que no.
Dentro de mi piel se esconden un ejército de células, afluentes por los que circula la sangre, huesos que me sostienen, ligamentos rotos que me hacen tropezar una y otra vez.
Mi piel no esconde la emoción ante una canción y se eriza. Se eriza también con el frío, y tiembla. Cuando el corazón me late fuerte, fuerte, mis piernas flaquean y mi cuerpo puede no reaccionar con dignidad. Eso sucede cuando los fantasmas se vuelven reales. Las presencias que no están presentes, que se esconden bajo la piel, se manifiestan. Mi piel no disimula: no sabe.
Mi piel es una república laica que no tiene reina ni rey. No sé bien quién la preside ni quién dirige lo que le sucede dentro. Sé —ahora sé—, que dentro de mi piel hay células de mi madre, pero también células de mi hija y mi hijo. Que estoy hecha de la materia que alumbré y también de la que me alumbró a mí.
«Tenemos que ver con la piel» decía un cartel de una curtiduría que ya no existe, en ese Madrid que ya solo habitan los turistas y cuyos vecinos reclaman con pocas esperanzas. Y yo pienso en si la piel también tiene ojos y concluyo que sí. Que a través del roce de la piel también se ve. Que es una manera de ver lo invisible.
Lo que sucede dentro de la piel, sobre todo lo que sucede dentro de la piel de una mujer, está poco estudiado. En ocasiones, se compra y se vende. Lo que ocurre dentro de la piel de una mujer se legisla. Enhorabuena, vecinas francesas: el aborto, para vosotras, ya es un derecho constitucional. Brindo por la república laica de vuestra piel para adentro. Félicitations!
Esta es la carta con la que se abre Ver con la piel, el octavo volumen de nuestra revista en papel.