La escritora, periodista y documentalista Colombe Schneck (París, 1966) llegó hace pocos días a Madrid para presentar La trilogía de París (Lumen, 2024). Este libro contiene tres de sus novelas cortas más icónicas: Diecisiete años (2015), Dos pequeñas burguesas (2021) y La ternura del crol (2019). Estas tres novelas hablan de un embarazo indeseado que acaba en aborto, de una relación de amistad entre dos jóvenes mujeres acomodadas que acaba con el fallecimiento de una de sus integrantes y de una relación de amor que acaba en desamor. Schneck, a través del relato de varios episodios de su vida, dibuja el retrato de la burguesía parisina, de la vida de esas mujeres a las que le prometieron contradicciones —estudia lo que quieras y sé libre/dedícate con pasión al hogar, al amor, a tus hijos—.
Schneck presentó su libro en conversación con la crítica literaria y ensayista Mercedes Monmany en la sede del Institut Français de Madrid. Antes de eso, paseó por el Retiro y encontró una piscina poco congestionada para nadar —detalle que no pasará desapercibido para las lectoras y los lectores de esta trilogía—. Y después, mantuvo conversaciones con la prensa sobre este desembarco literario en España —se prevé su publicación en otros siete países en este 2024—. Periodista polémica y valiente, plantó cara al también escritor francés Yann Moix cuando aseguró que no le sería posible amar a una mujer de más de 50 años, pese a tener él la misma edad. Schneck, en ese momento, publicó (y borró más tarde) una fotografía de su trasero en la que decía: «Voilá, las nalgas de una mujer de 52 años … qué imbécil eres, no sabes lo que te estás perdiendo».
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
Antes de ser madre no podía imaginar mi vida sin hijos, no sé si había una especie de norma que venía del exterior o realmente era yo la que deseaba tenerlos. Me hizo muy feliz tener hijos, aunque tal vez implicase el fin de algo o perder libertad. Sin embargo, este fue el periodo en el que yo comencé a escribir. Soy madre, pero no solo madre: es algo que siempre digo a mis hijos. Está bien ser consciente de que no debes sentirte culpable por decir que no eres solo una madre, por querer encontrar tu propio espacio y no estar siempre ahí. También eso es riqueza, pero va vinculada a cierta culpabilidad que está siempre dirigida contra las madres que solo se dedican a ello, y parece que ellas mismas también deben justificarse.
Por supuesto, he cometido muchos errores como madre, pero ahora que mis hijos son jóvenes adultos, que puedo “escapar” un poco más de sus cuidados, sigo sintiendo que me necesitan. Tenemos una buena relación. Para mí, ser madre de jóvenes adultos es muy interesante, pues yo no tuve esta relación con mis padres —mi padre estuvo más presente que mi madre hasta su fallecimiento—. Que te miren con afecto, pero sin urgencia, y saber que están ahí para ti es algo muy interesante. Hay que buscar un equilibrio entre ser madre y trabajar, un equilibrio que busco constantemente. Siempre tengo una sensación de desequilibrio. Por ejemplo, ahora estoy respondiendo a tus preguntas, pero hace cinco minutos estaba hablando por teléfono con mi hija, pensando en todas las cosas que debo gestionar… y lo hago como puedo, básicamente.
Esta trilogía comienza con Diecisiete años. Cuenta que Annie Ernaux, gran homenajeada en este relato, dijo haber buscado en las bibliotecas obras en las que la protagonista quisiera abortar, pero no las encontró. ¿Crees que ella puso la primera piedra para que el aborto se considerase un tema a abordar en la literatura?
Para mí, sí. Cuando publicó El acontecimiento en 2000, —nombró al aborto como el acontecimiento de su vida, un evento que atraviesa la vida y la muerte—, fue considerado su peor libro, no tuvo una buena acogida literaria. Por supuesto, nada comparable a sus libros anteriores, que fueron grandes éxitos, ya que la gente consideraba este tema, el del aborto, como algo horroroso —por supuesto, ella no estaba de acuerdo—. Escribí Diecisiete años gracias a ella, tras escucharla en una entrevista decir que las mujeres que abortaban y no hablaban de ese aborto por vergüenza, al ocultarlo podían contribuir a que el derecho al aborto desapareciese. Me sentí señalada por su dedo: tenía que escribir y lo hice. Es cierto que mi libro ha tenido una acogida distinta, tuvo bastante éxito. Me llevó un tiempo darme cuenta de que el aborto es un pilar de nuestra democracia. Hay muchos países en los que el aborto es legal —aunque algunos sigan manteniendo excepciones—, pero consideramos aun así que las mujeres son inferiores. Tenemos democracias muy grandes, pero siempre hay que regular sobre el cuerpo de las mujeres, cosa que no se hace con el cuerpo de los hombres. Parece que hay que tomar decisiones sobre el cuerpo de las mujeres, como si las mujeres no supiéramos hacerlo. No se regula sobre la próstata de los hombres, pero sí sobre el cuerpo de las mujeres por el hecho de tener un útero. Un montón de poderes religiosos, sociales y políticos, directamente, van a legislar, poner reglas, pensar o debatir lo que las mujeres pueden hacer o no. Por esta razón creo que el aborto es un tema fundamental.
Aun siendo un hecho traumático e incómodo, el aborto es, en ocasiones, un hecho liberador.
Es una decisión complicada que ninguna mujer desea tomar. Las condiciones políticas, sociales y religiosas siempre están ahí para evitar que abortes de manera fácil, para que no puedas hacerlo en las mejores condiciones, pero como todas las decisiones importantes en la vida, es una decisión que tiene consecuencias. Durante mucho tiempo pensé en este hijo que no tuve y en la libertad que disfruté gracias a no tenerlo: fui estudiante, trabajé, viajé. Más tarde, fui una madre feliz. Tengo una deuda con esta ley que permitió el aborto, pero también con ese bebé que no nació. Hace mucho tiempo, pensaba en este niño sin nombre ni apellidos que no nació, pero lo veía como una especie de deuda con la persona que fui, las decisiones que tomé, lo que me llevó por un camino y no por otro. Estamos hablando de un derecho.
En Dos pequeñas burguesas escribes sobre la relación entrañable entre dos amigas que maduran juntas. Abres esta historia con una cita de Emmanuel Farhi que dice que «uno de los mayores peligros en la vida es la familia en la que se nace». Las dos jóvenes han nacido en el seno de dos familias acomodadas, con acceso a privilegios de clase. Sin embargo, cuando comienzan a trabajar, tropiezan con el sexismo, con el machismo, algo con lo que no habían contado y que no depende de la clase social.
Este tema de las clases sociales también está ausente en la literatura, por eso me interesaba. En Francia —no sé si en España es igual—, el sinónimo de burgués es vulgar, inculto, preocupado por el dinero. Una forma fea de ser. Una mujer burguesa es una frígida, una mujer mezquina obsesionada por un bolso. Y una pequeña burguesa es lo peor de todo. Me interesaba hablar sobre esto porque vengo de ahí —como muchos escritores—, pero es un tema del que no se habla. Es algo de lo que la gente intenta desvincularse rápidamente, y yo quería contar de una forma muy preciosa qué significaba: he crecido con esta educación, con una posición material aventajada que me ha permitido tener el poder de elegir. He trabajado, he tenido independencia económica… pensé que era una persona libre. Vivía en una situación en la que toda la sociedad me decía que debía ser madre y esposa, y estaba totalmente obsesionada por el tema de los hijos, por su educación y su bienestar. También cuidar de la casa, de mi marido… todas esas cosas que se esperaban de mí. Aunque tuviera un buen trabajo, me decían que lo que contaba era el cuidado del hogar y de los hijos. Y a pesar de que no lo digan claramente, hay como una especie de atmósfera general, una norma que, siglo tras siglo, te dice que tu lugar es la cocina o la habitación de los niños. Yo acepté ese rol para no sentirme culpable. Escapar de eso es muy complicado, es una aventura. Ser madre y, a la vez, tener una vida profesional, amorosa y social es muy difícil.
Llegarán tarde al colegio. les gritan a sus hijos, quién lo diría de esas dos burguesas en sus bonitos pisos amueblados con cómodas de Conran Shop, pulidas, sólidas, con cajones silenciosos que se cierran con un ligero clic, sin esfuerzo. Ellas mismas se niegan a admitir su malestar. Se sienten siempre culpables, el niño está constipado porque no lo han abrigado bien, el niño tiene piojos porque ellas no han tenido cuidado. A veces el amor vuelve, sus maridos les regalan tulipanes de muchos colores, sortijas de oro, viajan a Venecia…
La culpa también aparece en este relato, en un párrafo en el que muchas mujeres —de nuevo, desde el privilegio— pueden sentirse identificadas. Son esas mujeres que limpian su casa antes de que aparezca la mujer de la limpieza que han contratado, por ejemplo. O esas mujeres que se niegan a admitir el malestar que les causa maternidad: se sienten culpables de no hacerlo suficientemente bien con sus hijos, se sienten culpables por necesitar ayuda. ¿Es posible dejar la culpa de lado en la maternidad?
Para mí, la culpabilidad es una gran lucha. Escribo sobre aquellas cosas que se esconden, de lo que puede causar vergüenza o de lo que me molesta. Es cierto que tengo una persona que viene a limpiar en mi casa y escribo sobre esto porque es una cosa que me hace sentir un poco incómoda. Decidí escribir sobre ello porque me encontré a una mujer que venía a limpiar y me ayudaba mucho —igual que mi madre pagó a gente para que se ocupase de nosotros—. Es extraño tener a alguien a quien quieres y, a la vez, pagas. Es un tema que causa burla entre mucha gente, pero cuando conocí a esta mujer —es de Bolivia—, me contó que tuvo que trabajar durante varios años para poder traer aquí a su hijo. Consideramos que estas cosas son cosas que no importan mucho, que no son trascendentes o que son cosas de mujeres: el cuidado de los hijos, la limpieza de la casa, el aborto. Para mí son cosas muy importantes y por eso escribo sobre ellas. En cierta manera, es una manera de luchar contra esa culpa que está siempre escondida, que no se ve, pero que incomoda.
Escribes que la amistad «es un vínculo sin modelo, sin normas», comparándolo con las relaciones amorosas. En el libro, tus padres y sus coetáneos ya asumen las teorías de la liberación sexual, de la apertura de las parejas. ¿Por qué crees que las relaciones amorosas observan tantas reglas y son tan exigentes?
Los poderes político, social, económico y religioso fijan reglas sobre la pareja marital, para controlar su productividad. Son relaciones con un montón de desafíos. Sin embargo, estos poderes no tienen interés en las relaciones de amistad porque no son productivas. En una amistad, puedes pasar varios años sin ver a tus amigos, por mil motivos, y seguir siendo amigos. Pero no puedes pasar varios años sin ver a tu pareja, pues no sería una pareja. Veo más interesantes y fuertes las relaciones de amistad que las de amor. En una ruptura amorosa, el dolor y el sufrimiento son enormes. Acabas consolándote y olvidas porque en el amor no hay ficción en ese sentido. La realidad de la amistad es algo más instintivo y razonable que la relación de amor.
La ternura del crol, que cierra esta trilogía, tiene mucho que ver con deseo y también con algo que atraviesa a los tres relatos: la relación con el padre y la madre: con la pérdida prematura del padre, con esa madre poco afectiva.
Creo que no hubiese sido escritora si mi padre estuviera vivo —murió cuando yo tenía 23 años—. Quería mostrar la verdad de sus padres cuando escribí L’Increvable Monsieur Sncheck (2006, Premio Murat), una historia que él no me contó y que para mí era importante. Quise, durante mucho tiempo, escribir sobre mi madre, mi padre, mi abuelo… no hubiese podido hacerlo con tanta libertad y sinceridad si hubiera estado vivo.
Una adolescente de buena familia debe hacer frente a un embarazo indeseado. Una amiga muere, tras toda una vida de camaradería. Una mujer se enamora a los cincuenta, pero siente las mismas angustias que la han acompañado desde siempre. La trilogía de París retrata una ciudad en la que, después de mayo del 68, las niñas ricas y liberales creen haberlo conseguido todo, aunque continúan dedicando su tiempo a fantasear sobre qué hombres las amarán. Una urbe en la que la alta burguesía, a pesar de ser cosmopolita, chic y despreocupada, se afana en esconder bajo la alfombra sus miedos y su aburrimiento. Pero, sobre todo, esta trilogía recorre de manera elegante y muy personal tres acontecimientos que jalonan la vida de Colombe Schneck y que podrían reflejar a su vez la de cualquier mujer: un aborto, que marcará la relación con la sexualidad y el propio cuerpo; una amistad, que definirá el vínculo que se establece entre dos iguales, y un amor, o la eterna búsqueda de unión con el otro.
La inteligencia brilla con tanta frescura que abruma: irreverente, profunda, conmovedora, icónica e irónica, Colombe Schneck escribe con la hiriente vitalidad de las más grandes autoras francesas.