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LOS DIEZ MANDAMIENTOS DE MI FAMILIA

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Uno de los recuerdos que me vienen de mi infancia es cuando me hicieron dibujar a mi familia. No entendía por qué era tan relevante hacer dicha tarea. Ahora, siendo ya adulta, comprendo que no es más que un mensaje implícito de que la familia es lo primero, lo central, lo único que rodea tu vida. Como una forma de adoctrinamiento temprano donde mamamos desde bien pequeñas que la lealtad a la familia prevalece por encima de todo, incluso de tu propio ser. La familia es lo primero. ¿Quién no ha escuchado esa frase en su casa? ¿O al vecino? ¿O incluso a algún que otro partido político? Como si todas las familias tuvieran el mismo protagonismo e importancia que los de la realeza.

Pero es curioso cómo, al igual que “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” característico del despotismo ilustrado del siglo XVIII, en nuestra sociedad actual sigue sucediendo lo mismo. La familia es el centro, pero sin realmente serlo. Porque tanto las instituciones como la sociedad nos abandonan en el momento en el que nos convertimos en una nueva. Si nos centramos en la etapa perinatal, el núcleo somos nosotras, las mujeres. Desde el tratamiento de fertilidad, como durante el embarazo, todo son cuidados, atención y seguimiento. Pero cuando parimos a nuestras criaturas, el foco puesto en nosotras se desvanece. Nos sentimos desamparadas, completamente ignoradas y solas. ¿Dónde están las ayudas a las familias? ¿Dónde está la conciliación? ¿Dónde queda el poner a las familias en el centro? No están. Es utopía. Junto a esa soledad se entrelaza lo que Diana Oliver, en su libro Maternidades precarias, expresa con palabras tan desoladoras: «de repente, tomas conciencia de que has acabado asumiendo los fracasos de la sociedad como propios». Somos las mujeres quienes asumimos esa carga. O mejor dicho, sobre quienes recae todo ese peso.

Y esa mochila tan pesada nos conecta irremediablemente con nuestra propia madre. La que estaba ahí para todo y para todos. La que llegaba a todo a costa de su propia salud mental y emocional. Porque el padre proveía, pero no estaba. Cayendo en la trampa de que quien verdaderamente está, se lleva todos los premios de la tómbola, es decir, el cargo de conciencia de que la madre, haga lo que haga, siempre será a la primera que haya que hacer testificar. Pero yo no quiero llegar a todo. Me niego. Porque supone también invitar a esa culpa que se arrima a nosotras como el arguero que nos lanzábamos jugando a que se pegara a la ropa y tan difícil era de quitar.

Cual eco, comienzan a resonar en nuestra cabeza frases de nuestra madre: “yo en mi época tenía más hijos que tú y no me quejaba tanto” tan invalidantes, tan culpabilizadoras y tan tóxicas. Porque, tal y como relata Nuria Labari en La mejor madre del mundo, «ser madre es dar a luz a mujeres que te habitan sin tu permiso». Supone perpetuar un rol y un lugar en la familia que nuestras ancestras también asumieron. La madre, quien se encargaba de que la familia permaneciese unida, ataba cada uno de los lazos que unía a los distintos miembros que la componían. Todos juntos. Siempre. Porque, recordemos, la familia es y debe ser lo primero. Sentimos, por lo tanto, que tenemos la obligación de servirle lealtad y honrarla.

Tanto es así que, cuando ocurren casos de abuso sexual infantil, resulta que más de uno en la familia era conocedor del delito, además de cómplice. Pero claro, la explicación a semejante barbaridad residía (y reside) en que los trapos sucios se lavan en casa. Esa justificación es muy dañina porque la víctima lo que aprende es que su familia no está ahí cuando más la necesita. Chocando con el mensaje que nos han lanzado desde bien pequeñas de que la familia es lo primero. Porque nos damos cuenta de que es solo así cuando abarca a su totalidad, pero no al referirnos al individuo en concreto. Y de repente, esa madre que idolatrábamos se convierte en alguien que, muy a nuestro pesar, no es de fiar. Porque ella también conocía el pecado. No solo no podemos esperar que nos proteja, sino que es ella, la que nos ha dado la vida, una de las personas que duda del relato de su hija. Convirtiéndose así en una madre tóxica. Es la madre que genera malestar en sus hijos porque no tiene en cuenta sus necesidades, invalida sus sentimientos, les niega amor, usan el chantaje emocional y culpabilizan a la criatura de todo. Porque ella siempre tiene la razón. Ese desamparo sufrido en la infancia tiene consecuencias muy dañinas en la autoestima que provocan una herida difícil de sanar en la edad adulta.

Gran parte del sufrimiento de las mujeres, ahora madres, viene del conflicto interno generado por la inercia de continuar con esa actitud y comportamiento, y el deseo de huir de ese legado. Lo que nos lleva a un malestar donde la ambivalencia nos invade constantemente y no encontramos nuestro lugar como madre. Pero esa cadena también se puede romper. En ocasiones, sucede que la muerte de nuestra madre libera esa presión de tener que priorizar a la familia por encima de nuestra persona. Porque la familia también se puede elegir. Aquí, desde este lugar, decido que no quiero eso para mis hijos. Es lo que nos moviliza y nos impulsa para producir un cambio. Y es que no somos la madre que tuvimos. Ahora, somos conscientes de que podemos sanar esa herida y ese dolor a través de nuestras criaturas. Abrir los ojos supone saber que no deseamos ser ese tipo de madre. Quizás no nos hayamos dado cuenta, pero el hecho de preocuparnos de si lo estamos haciendo bien implica que ya estamos ofreciendo ese cuidado.

Para mí, la familia se compone de estos diez mandamientos:

La familia no daña, cuida.

La familia no es impuesta, puede ser elegida.

La familia no es a quien debemos nada, es quien otorga sin esperar nada a cambio.

La familia no ata, da alas.

La familia no es donde los secretos albergan, es donde la confianza reina.

La familia no carga, libera.

La familia no es jerarquía, es horizontalidad.

La familia no abandona, protege.

La familia no es perfección, es humildad.

La familia no es unidireccional, es multidireccional.

Mi familia es amor. Todo esto es la razón por la que el posparto se convierte en una aventura para la cual nada ni nadie nos podría haber preparado. Es un camino que abre las puertas a sombras del pasado que a veces oscurecen las luces del presente. También donde las luces más pequeñas son capaces de irradiar la luz más cegadora y a su vez, salvadora. Navegar esa montaña rusa de emociones no es tarea fácil, más aún si el contexto social no ofrece un chaleco salvavidas que nos impida hundirnos. Por eso es tan importante rodearnos de mujeres. De comadres y de amigas que comprendan que cuando parimos parte de nuestro mundo interior se rompe, pero que gracias a ellas encontramos la manera de recomponer todos esos pedacitos de nuestro ser. Porque solo las mujeres salvan a las mujeres.

Al igual que esas amigas pueden no ser las mismas que tenías antes de ser madre, te aseguro que hay otras muchas mujeres maravillosas que te quedan por conocer en este camino. De la misma manera que tu familia de origen no siempre te ofrece el apoyo que necesitas, también puedes encontrarlo en la que estás construyendo. Porque nuestras criaturas, siendo tan pequeñas, son, a veces, quienes nos devuelven esa fuerza que un día tuvimos, pero que en algún lugar perdimos. También albergan en su interior, como un diamante en bruto, la capacidad de enseñarnos un idioma que olvidamos que sabíamos. El amor.

Como madre, solo deseo que mis hijas sepan y tengan la certeza de que en mi corazón y en todo mi ser, pueden encontrar el refugio siempre que lo necesiten. Que gracias a ellas, he podido recolocar el puzzle que, en algún momento, se desordenó.

 

Diana Crego

Psicóloga perinatal, Madre de H y A y también de Mi Tribu Perinatal.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.

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