Cuando empiezo a criar, dejo de poder crear. Hay una avalancha de cambios dentro y fuera de mí que me paralizan. No soy capaz de controlar nada: ni cumplir con horarios ni con lo que quiero hacer. Realmente, tampoco sé lo que quiero hacer. Mi hija llega al mundo después de años de espera y tratamientos de fertilidad, así que tenerla en mis brazos me hace feliz. También hay una pena intensa que late por debajo de la euforia hormonal, un dolor que queda despistado entre los cuidados del bebé y el cansancio descomunal. Un agujero para el que no dejo espacio. Es el duelo por mi propia muerte, pero como tantas otras cosas, lo pospongo: hay un ser que me necesita y quiero estar a la altura de lo que se espera de mí, así que tardaré casi un año en ser consciente de que la mujer que era no volverá. Y de que es preciso vivir esa pena.
En ese tiempo, entre tetas, pañales y un sueño constantemente interrumpido, trataré de buscarme: miraré la ropa de mi armario, leeré mis diarios, repasaré ideales. Pero nada de eso traerá de vuelta a la que era. No me reconozco. No reconozco mi cara, ni mi cuerpo, ni lo que me pasa por dentro. Me sumo en un largo periodo de sequía en muchos aspectos. Me siento mentalmente bloqueada, una mera espectadora, como si estuviera encerrada en una burbuja suspendida en el tiempo mientras la vida ocurre fuera, cerca de mí, pero sin tocarme. Tengo el cerebro secuestrado por las hormonas. Mi cuerpo, en cambio, está alerta; jamás estuvo tan afinado, tan perceptivo. Algo imperioso domina mi vida y no soy yo. Cada noche me despierto instantes antes de que mi hija pida teta y mis pechos producen tanta leche que empiezo a recogerla para donarla al Banco de Leche.
Es curioso que en el momento en el que más participo de la vida en sí misma, cuando tengo más clara mi función y la desempeño con absoluta eficiencia, yo me sienta tan inútil. Empiezo a dibujar para tratar de entender(me). Mancho libretas de cualquier manera, pero todo se queda en un intento frustrado de algo. También escupo frases en mi diario para ver si así coloco lo que llevo dentro y puedo averiguar qué me está pasando. Como no hay grandes resultados, me paralizo más. Me cuelgo de las rutinas que marca el bebé para tener una estructura, algo sólido, importante y necesario que me marque un camino. Mi amiga Alicia Reyero me anima a hacer su curso “Reconstruir la Ficción desde el Punto de Vista de Género”. Le digo “tengo un bebé de cuatro meses, Ali, no estoy para cursos, de hecho no estoy, estoy borrada, soy un cerebro de bebé encerrado en un cuerpo de 39 años”. Ella insiste, dice “igual te viene bien hacer cosas de adultos y creo que lo que puedas aportar será muy valioso. Tráete a Mia, una madre debe poder tener cerca a su bebé”. Acepto porque admiro a Alicia y porque es la primera vez que me proponen algo para mí que incluye a mi hija. También porque estoy aburrida y necesito ver que hay vida más allá de lo doméstico. Sobre todo acepto porque necesito sentir que no me quedo atrás en mis sueños y pienso que quizá haciendo cosas para mí, vuelvo a encontrarme.
En las clases dejo a mi hija en el suelo sobre una manta, con un par de sonajeros cerca. Cuando llora alguien la coge, la mece en sus brazos, juega con ella o me la pasa para que la amamante. Somos un montón de mujeres en una sala negra, iluminada, investigando lo que acabará convirtiéndose en un proyecto teatral sólido, pero aún no lo sabemos, aún andamos solo lanzando ideas locas sobre la mesa y jugando con ellas. Yo no lanzo nada en realidad: me limito a hacer lo que me dicen con un ojo puesto en mi bebé. A veces, me paso media clase dando de mamar y preguntándome qué coño pinto ahí, entre esas mujeres tan creativas y completas. Otras veces me cuelgo a mi hija de la mochila, me dejo una teta fuera al alcance de su boca y nos entregamos juntas a los ejercicios que se proponen. En todos esos meses no entiendo nada de lo que hacemos, pero a estas mujeres no parece molestarles mi presencia muda, el llanto de mi hija o la peste a mierda cuando se caga. Estas mujeres entretienen a mi bebé para que yo haga mi parte, me ayudan con el carrito y la duermen en sus brazos, así que yo estoy en paz con mi confusión, mis tetas chorreando y mis altibajos emocionales, pero acompañada.
El primer año de madre no soy capaz de comprender absolutamente nada de lo que me rodea, el mundo se me despliega como un lugar hostil en el que solo intento sobrevivir y criar a mi hija, pero una vez a la semana un grupo de señoras se adapta a nuestro ritmo lento y se para a escuchar mi confusión y eso, de pronto, es importante. Un día llamo a Alicia y le digo “tengo que dejarlo, soy un parásito, no aporto nada al grupo y solo entorpecemos”. Luego me pongo a llorar porque esa sensación de improductividad, de estar completamente estancada, de no generar, me ahoga y quiero salir corriendo y volver a ser la mujer hiperactiva que era. Alicia, sorprendida, contesta “querida, ahora mismo eres el uno de los seres más productivos del mundo. No tienes que hacer nada, solo vuestra presencia ya nos sirve de inspiración a las demás”. Es entonces cuando me relajo: mi tempo es el que marca la vida, es lo demás lo que va desacompasado. Maternar no es lo que me angustia, ni estar perdida. Me angustia no estar a la altura del ritmo que la sociedad impone. No solo no dejo el curso, sino que el acto de amamantar a mi hija acaba convirtiéndose en la guinda final de la muestra.
De aquellos meses de investigación nacerá el Comando Señoras, un proyecto de teatro de denuncia que pretende dar visibilidad a la figura de la señora, tan denostada tanto por machistas como por feministas. Mi hija no seguirá apareciendo en las obras de teatro del Comando, pero sí en las cápsulas audiovisuales y formará parte del público. Y junto a ella lo harán también más hijas e hijos, porque el proyecto apuesta por hacer las cosas desde un lugar en el que tanto la maternidad como cualquier otra etapa vital de la mujer no solo no nos limite, sino que nos empodere. Yo tardaré en abrirme a la nueva versión de mí misma y esta búsqueda sigue gobernando a día de hoy toda mi obra, tanto pictórica como escrita. Tras esa primera etapa de barbecho cerebral, irán cayendo los frutos maduros y generosos de ese tiempo de observación y me daré cuenta de lo necesario que es airear lo doméstico, sacar a la calle la maternidad: la teta, el llanto, el cansancio, el pañal, la crisis de identidad, las dudas, los miedos, la soledad. Hacerlo visible, devolver la crianza al lugar común de donde nunca debió salir, sacarlo de lo privado. Compartir los duelos, normalizarlos. Para criar es necesario parar, comprender. Es importante transitar la confusión propia, permitirnos no saber, permitirnos no llegar a todo, fracasar. Creo que esto es uno de los legados más valiosos para las siguientes generaciones.
Es en la pregunta donde está la vida, no en la respuesta. Compartamos las preguntas, compartamos la vida.
Elena Sánchez Escandell ilustra, actúa y escribe sin cesar. Es madre de Mia, de cuatro años. En su trabajo trata de plasmar los sentimientos más profundos y en ocasiones oscuros, de revelar lo oculto. La maternidad y el feminismo siempre presentes, junto a las dudas y los miedos. Forma parte del proyecto teatral Comando Señoras y del colectivo de ilustradoras Wild Wild Mamas.
2 respuestas
Una reflexión simplemente maravillosa