Un cuerpo no es una casa
Y una casa no es un cuerpo
Pero no hay más cuerpo
Que el que te es casa
Ni más casa
Que la que te convierte en cuerpo
(María Antonia Massanet, La casa del poeta: versos para quedarse a vivir)
Sí, a ti también te parió un cuerpo, no uno cualquiera: un cuerpo de mujer. No el mío en concreto, pero sí desde estos mismos sudores, ardores, fluidos, desechos, carnes, jadeos, gritos, tetas, vientre, vagina… Sí, antes de parirte el cuerpo parió otro cuerpo en mí, en todas nosotras, un cuerpo embarazado. Un día te encuentras dialogando con la posibilidad de tener una hija o hijo, con el deseo de ser madre. Tal vez te resulta extraño articular las piezas que durante un tiempo fuiste almacenando sin mucho orden en el cajón desastre “hijos-hijas-madre”. Y entre balbuceos, después de un camino más o menos embarrado, con más o menos dificultades, llega el embarazo. Llegas a tu cuerpo embarazado.
Para algunas mujeres, la gestación es un pequeño e inevitable peaje, puede que unos meses anodinos, incómodos, extraños. Para otras, resulta una experiencia que resignifica todo lo vivido hasta ese momento, da sentido y reconocimiento a la existencia. Sea como sea, gestar nos devuelve a nuestra corporalidad con contundencia. De pronto, después de treinta y tantos años, tenemos un cuerpo, tropezamos, caemos en él. Las náuseas, la sensibilidad de nuestros pechos, su plenitud, el sueño, el insomnio, los calambres, su moverse dentro, el hambre, la sed, el deseo constante de orinar, las nuevas redondeces y su nuevo caminar, la abundancia húmeda del flujo vaginal, los vaivenes del deseo, las contracciones, las hemorroides, la línea de piel morena que sube desde el pubis, las tensiones lumbares, los pezones tostados…
Nuestro cuerpo, posible territorio de ninguneos tiempo atrás, pasa a ser inevitable. Todo transcurre en él, a través de él, incluso a veces, a pesar o por encima de él. Incómoda, plácida o inevitablemente, casi todo parte o se dirige al cuerpo. Escribe Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo): “Si hay un cuerpo que no puede rodearse o negarse, que nadie puede ignorar sin pecado y en el que sigue residiendo un nudo vital general, es el de los niños”. Yo sumaría el cuerpo de las mujeres embarazadas. La gestación puede, a algunas de nosotras, lanzarnos violentamente a nuestro cuerpo.
Inciso. Claro que es posible gestar estando lejos del cuerpo, igual que es posible follar estando muy lejos del cuerpo. Recuerdo la maravillosa escena de Annie Hall en la que Diane Keaton se desdobla, sale de su cuerpo y de la cama mientras hace el amor con Alvy. Se sienta en una silla y observa la escena. Ajena, lejana, extraña y fuera de sí. Esa que podríamos llegar a ser, que a veces somos, extranjeras en la cama, la casa, el cuerpo. La experiencia de ser y estar en el cuerpo dista, en cierta medida, del hecho de gobernar todas sus expresiones. Puedo cabrearme o fascinarme con mi nuevo ser, con las maneras en que ese cuerpo embarazado se revela ante mí, ante los otros y otras, pero difícilmente podré controlarlo por completo. Se abre una grieta por la que temo caer, no todo dependerá de mí. Y quizá, la red de expertas, teorías y manuales no sea suficiente para amortiguar el impacto.
El cuerpo que gesta es un cuerpo habitado, no solo por la propia mujer que se adentra en él desde un nuevo ser y estar, también está esa otra vida que arraiga y nos va ocupando mes a mes, nos trasciende, a veces a nuestro pesar, con todo lo que ello implica. Los cuidados que, bajo sugerencias o prescripciones, las mujeres vamos incorporando. Las vigilancias de expertos que, en mayor o menor medida, proscriben a las embarazadas aspectos de las mujeres que hasta entonces eran. Cuerpos que posiblemente nunca han sido tan observados, cuestionados, envidiados, atendidos o fiscalizados. Esta experiencia supone un cambio significativo para muchas de nosotras. La mujer embarazada, en cierta manera, habita un cuerpo vigilante, atendiendo a que todo marche bien, cuidarse bien, gestar bien y parir mejor. Resulta curioso cómo esos focos que iluminan el cuerpo gestante se apagan tras el parto, desterrando a las tinieblas los cuerpos de las mujeres (ya madres) que crían.
¿Dónde queda esa sublimación de la redondez del vientre materno? Dos, cinco, quince días después de parir, aseguro en mis carnes que es muy parecida a la de antes de hacerlo. Pero el vientre no es ya signo de una promesa: esa supuesta feminidad exaltada, sino la constatación de la decadencia de lo que creíste ser. Ya no eres una mujer embarazada, tampoco queda claro si eres la misma mujer de antes, tan solo mutas a mujer madre, una categoría a los márgenes. Un cuerpo en tránsito, hacia quién sabe dónde. ¿Cómo es posible que aquellos procesos que tienen su sentido en el cuerpo se nombren sin reconocer ese cuerpo concreto de esa mujer concreta? ¿Puede hablarse de lactancia sin reconocer el cuerpo, las tetas de las mujeres que amamantan? A veces el proceso se come al cuerpo y otras veces se come también nuestras tetas, las que hasta entonces eran. La ciencia, que casi todo lo nombra, nos deja un poco huérfanas para explicar esto. Dejo una propuesta: Fagomatenorcitosis.
Son muchas las mujeres que reconocen la carga de la responsabilidad en sus carnes. El embarazo pone mucho más peso que esos diez, quince, o veinte kilos de más. Hemos de ser capaces, hemos de estar comprometidas con el proceso. Descubrimos el lastre de ese trabajo, el deber y, muchas veces, la culpa. Y cuando el embarazo se desvía de lo esperado suelen llegar los cuestionamientos al cuerpo. Ese cuerpo incompetente que “debería haber descansado más, haber hecho menos ejercicio, haber prestado más atención a lo que comía, haber cogido menos peso, haber practicado más pilates, haber fumado menos… haber sido un cuerpo mejor”. El cuerpo gesta a un tiempo todas esas sospechas y también algunas certezas, como el gozo de saberse extraordinaria, hacedora de algo asombroso, por momentos hasta mágico: crear desde nuestro cuerpo otro cuerpo. Incluso sabiendo que todas las mujeres a lo largo de toda la historia estuvieron donde estamos ahora nosotras, seguimos embriagadas. Reconocemos la belleza de lo cotidiano, la fascinación ante lo corriente. Nuestro cuerpo. El cuerpo que te parió.
MIRIAM SOBRINO OLMEDO
Matrona y sexóloga, lleva más de diez años acompañando a mujeres y sus parejas en uno de sus proyectos biográficos más significativos, convertirse en madres y padres. Colaboradora en diversos medios con temas divulgativos sobre mujer, maternidad y sexualidad. Puedes contactar con ella aquí.
Un comentario
Maravillosas reflexiones!!! No dejan de sorprenderme las capacidades de nuestro cuerpo, su transformación, el cuerpo como cobijo de nuestras criaturas.
Al mismo tiempo me preocupa cómo se nos exige socialmente “volver a ser las mismas” tras el parto con rapidez y eficacia. Acaso queremos volver a ser las mismas? La maternidad puede atravesarnos sin dejarnos indiferentes?
Gracias por las reflexiones!!!