Parece ser que, con la desaparición de los reportes de víctimas de Covid ha desaparecido, también, el miedo a la enfermedad. Y qué bonito es vivir en primavera y sin miedo, la verdad. Volvemos a vernos las caras y volvemos a recuperar las entrevistas presenciales, con todo lo que eso conlleva: un saludo, una sonrisa, un abrazo. Fue el 27 de abril, día en el que mi madre hubiera cumplido setenta años, el día en que me cité con la escritora Berta Vias Mahou (Madrid, 1961) para charlar sobre su recién publicado libro La voz de entonces (Lumen, 2022). Este libro no se tituló así en un inicio: se iba a llamar Las voces del Rif y su portada contenía la imagen de un soldado. Tras una reunión con sus editoras, Berta decidió cambiar el titulo por el actual. La imagen del soldado pasó a formar parte de las imágenes que acompañan a cada una de las historias y la de la abuela de la autora, María del Carmen, una foto preciosa hecha en 1947 por Amer, se convirtió en la de la portada.
María del Carmen es una de las protagonistas de los seis relatos incluidos e hilados en La voz de entonces. María del Carmen es la madre de Mari Carmen, que se quiere casar con un hombre que no es del gusto de su madre. María del Carmen, viuda, a la que rondaba un viudo que se conformaba solo con verla en la acera de su calle. María del Carmen, portada del libro en vez del soldado, abuela de Berta. Junto a ella, en estas páginas, están Isidora, Pepita, Catalina, Vicenta, Julieta, Elba y Jara, entre otras. Un ramillete de mujeres con sus alegrías y sus congojas. Con sus maridos, con sus hijos. Con sus pérdidas. La historia de una familia que discurre en distintos territorios, en distintos continentes. Y la maestría de Berta para dar forma a la memoria.
Llegué a la entrevista con Berta en ese día de recuerdos, de esperar señales. Y Berta me atendió con calidez y empatía. Hablamos mucho sobre las pérdidas, sobre las huellas de los que nos anteceden. Berta me abrazó el corazón y sentimos que, en vez de una simple entrevista, éramos dos amigas hablando de algunas cosas que te resultan igual de fáciles de hablar con alguien que conoces mucho que con alguien que es un perfecto desconocido. Escuchar a Berta es todo un privilegio, pero verla hablar todavía lo es más. Sus ojos recogen la luz de quienes la antecedieron y sus expresiones son tímidas, sinceras y acogedoras. Así que desde aquí te digo que, por supuesto, la leas. Y también que, si tienes la oportunidad de escucharla o verla, en las presentaciones de su libro o en cualquier otra ocasión, de ninguna manera la pierdas. Ya me contarás.
¿En qué momento o de qué manera estas historias han llegado a ti? Imagino una cena familiar en la que surgen las anécdotas…
Realmente, tiene que ver con la muerte de mi madre. Ella es la que estaba en casa y la que siempre ha prevalecido sobre mi padre porque ella contaba infinidad de historias de su familia. De la familia de mi padre sabía poco: lo que me contó mi abuela en alguna ocasión. Mi padre era una persona tímida y reservada, muy bromista y muy inteligente, pero a los orígenes no les daba mucha importancia. A raíz de la muerte de mi madre, mi padre empezó a venir a comer a mi casa con su hermana mayor, que tiene una memoria espectacular y, en esas comidas familiares, empezaron a surgir anécdotas. Yo sabía que mi padre había estado en Puerto Rico pero no sabía hasta qué punto era fuerte la conexión. También con Cuba, donde nació mi abuelo. Era una memoria en sombras, no tenía datos. Casualmente, mi primo Juan, el hijo de esta hermana de mi padre, que es muy aficionado a la genealogía, empezó a rellenar conmigo el árbol genealógico y a investigar en archivos. Empecé a escribir sobre una madre que no tenía nada que ver con mi familia: déspota, antojadiza, voluble… me llamó tanto la atención que decidí escribir sobre ella. Después pensé en seguir escribiendo sobre otras madres al escuchar aquellas anécdotas en las que, curiosamente, siempre había alguna madre en el centro, pues ante la pérdida de un hijo la que se queda en casa sola, afrontando la pérdida, es la madre. El padre, tradicionalmente, no tenía más remedio que trabajar. Y pensé en seguir escribiendo sobre madres, construyendo seis historias en las que cuatro eran de mi familia y dos no lo eran, pero estaban unidas por un hilo muy sutil. Cuando mandé el libro a la editorial, las editoras María Fasce y Carolina Reoyo me dijeron si las podía unir todavía un poquito más. Así que decidí quitar los relatos de esas dos madres que no eran de mi familia y escribí dos nuevas historias. Desde ahí construí una historia que va desde 1857 hasta 1978.
Elegiste, para este libro, la voz de las mujeres.
Es verdad que las mujeres están en el centro: las madres con los hijos, las madres que pierden a sus hijos. Los padres también recorren en segundo plano esta historia: son esos hombres que mueren pronto, dejando una familia, a veces, desasistida. El libro está dedicado a mi padre, que ha sido una figura importantísima en mi vida. Siempre digo que a mi hermana y a mí nos ha dado la luz. Mi madre era estupenda, fantástica, muy divertida y cariñosa pero mi padre nos ha dado una estabilidad que para mí es fundamental: la estabilidad intelectual. Siempre me he mirado más en el espejo de mi padre que en el de mi madre. Yo quería parecerme a él. Físicamente me parezco un montón a mi madre, pero yo buscaba parecerme más a mi padre. Me decían que tenía hasta los mismos gestos de mi madre y yo intentaba cambiarlos… Son cosas un poco inconscientes.
En tu dedicatoria dices que tu padre hizo todo lo posible para que este mundo fuera un poco mejor. ¿Qué hizo tu padre en ese sentido?
Mi padre era una persona extraordinariamente inteligente: por donde pasaba, quedaban sorprendidos. Sin embargo, no era nada egocéntrico, nada exigente, sino discreto y humilde. Sin decir nada, ayudaba y sostenía. Era una mano que estaba ahí. Cuando yo era niña su voz me ayudó a dormir. Yo tenía unas pesadillas terribles: siempre estaba pensando en la muerte. Me daba miedo ir a casa de mi abuela y que muriese porque era mayor, me parecía espantoso. Y eso que mi abuela era más joven que yo ahora. O me daba miedo que murieran mi hermana o mis padres… Curiosamente, no era mi madre la que venía a sentarse a mi lado, sino mi padre. Como mi hermana y yo solo nos llevamos once meses, yo me convertí en “la suya” y mi madre se ocupaba de mi hermana recién nacida. Yo era mucho más pesada que mi hermana y a mi padre le tocaba atenderme. Siempre ha sido una persona muy dispuesta a ayudar pero sin decir nada: lo hacía de una manera natural y yo he querido rendirle homenaje. En la familia casi todos hemos tenido la suerte de contar con unos padres extraordinarios.
Te apellidas Mahou con relación, entiendo.
Así es. No hay muchos Mahou en España. Aquí es un apellido raro. Es francés. Uno de mis tatarabuelos vino de Metz, una ciudad que está justo en la frontera con Alemania, para establecerse aquí, en España, donde se fundó la fábrica de cerveza. El apellido, por otro lado, debe de ser de origen árabe, algo que me gusta mucho…
Hay un libro tuyo anterior, La mirada de los Mahuad, en el que hablas de ellos. En ese libro hay un personaje, Elba, que aparece también en este último.
He trabajado mucho con anécdotas familiares. Lo que pasa es que siempre he jugado a la distancia y al ocultamiento. En el primer libro que publiqué en Acantilado, Los pozos de la nieve, narro anécdotas que me contaba mi madre sobre su familia, los Stauffer y los Loewe, que eran alemanes. Todo aquello nos sonaba muy exótico y a ella le gustaba contar. En ese libro el narrador es un hombre para tomar distancia: es mi familia y muchos de los nombres son reales. Otros los he cambiado para jugar un poco. En un momento dado hubo una persona de la familia que me dijo que no podía utilizar sus nombres. Pero, por ejemplo, Clara Stauffer, ¿por qué lo cambio? Son nombres con tanta fuerza… Entonces, decidí cambiar el de la persona que me había amenazado y dejar los otros. Siempre he jugado al ocultamiento y, en La mirada de los Mahuad, que son los Mahou, cuento una anécdota que me ocurrió en la Biblioteca Nacional. Estaba yo en la sala de Libros Raros y se me acercó una de las empleadas de la Biblioteca. Había visto mi carnet y me dijo que tenía la misma mirada que los Mahou. Yo nunca había pensado que mi mirada era la de los Mahou: es una mirada con mucha fuerza, muy penetrante, que no reconocía en la mía. En el libro cuento historias más relacionadas con mi infancia y mi juventud. Inventé un nombre que era Elba, digamos que mi hermana era Jara… Cuando avancé en este otro libro, La voz de entonces, hacia mi generación, se me planteó la duda de cómo escribirlo. Empecé a escribir en tercera persona, aproveché esos personajes y entronqué un libro con otro.
Me ha encantado el capítulo “Los domingos con la prima Julieta”.
Ahí hablo de un drama que se vivió en muchos lugares de España, pero que saltó a todos los periódicos hace unos años por unas investigaciones en un lugar concreto de Madrid: el que vivieron muchas madres solteras en la Maternidad de Nuestra Señora de la Almudena. Algo que mi hermana y yo vivimos de pequeñas porque casi todos los domingos íbamos allí a ver a nuestros primos, Julieta y Pepe. Ver a aquellas chicas tan jovencísimas, muchas de ellas un poquito mayores que nosotras, pero muy poquito, encerradas tras una verja, con unos babies que a nosotros nos parecían rarísimos, nos marcó muchísimo. A raíz de empezar a escribir este libro me puse a investigar. En plena pandemia, en cuanto se pudo salir de casa, cogí el Metro y fui a ver cómo estaba actualmente la Maternidad de Peñagrande. Me dio un vuelco al corazón: ahora es un instituto. Entré como con miedo —estaba abierto—. Muy amablemente me dieron permiso para echar un vistazo alrededor y comprobé que el exterior estaba igual.
En ese capítulo Julia, ante el embarazo precoz de su hija, dice: “Nuestra hija saldrá de casa siempre que quiera. Tendrá a su bebé cuando le toque dar a luz sin esconderse. Y todo el mundo sabrá que es suyo y de nadie más. No caerá sobre ella el peso de ningún castigo”.
Ahí se reflejan dos mentalidades en una misma época: para el padre de esta chica, cuando se entera de que está embarazada, en una sociedad todavía muy estricta —a principios de los 70— y siendo una persona más bien chapada a la antigua, es un palo. La madre viene de una familia diferente, más abierta y educada sin tanta presión de la educación religiosa, del qué dirán. Efectivamente, ves ahí a una niña embarazada y está claro que tienes que aceptarlo. Abortar era difícil, pero también había que respetar el deseo de la madre. La madre apoya a la hija sin reservas. El padre la apoya, al final, con su dolor y su vergüenza. La madre de esta niña embarazada tuvo la fuerza de no permitir que su hija se escondiese. Con actitudes así es como realmente las costumbres cambian: cuando la gente empieza a no tener miedo. No es lo ideal tener un hijo con 15 años, pero ha ocurrido y hay que aceptarlo.
También había un capítulo en el que se habla de una madre que había parido diez veces, pero cuyos hijos van muriendo y, al final, quedan cuatro.
Quizá hoy en día eso es una experiencia que no es la normal. Antiguamente, y eso es un tema que recorre el libro muy en segundo plano, es cierto que muchos niños morían al nacer o de pequeños, por enfermedades como el cólera. Pepita, que es la protagonista del segundo relato junto a Isidora, su madre, efectivamente no sabemos de qué murió pero, sin duda, era una enfermedad contagiosa porque así consta en el acta de defunción. No pudieron administrarle los sacramentos por la virulencia de la enfermedad. Es cierto que muchas madres tenían un montón de hijos porque sabían que muchos iban a morir. A veces tenían suerte y no morían, pero era lo más normal. En el caso de esta madre, la del tercer relato, mi bisabuela Vicenta, no sé exactamente cuántos hijos tuvo, pero tuvo bastantes. En todos los relatos hay canciones y ella canta la de los 10 negritos. Ella va haciendo ese recuento en forma de duelo y el lector se entera de todos los hijos que se le han ido muriendo. Sólo le quedan cuatro: dos chicas y dos chicos. Morían de enfermedades, en la guerra… Nosotros ya no estamos acostumbrados a eso: ahora se tienen menos hijos y es evidente el progreso brutal en Medicina, en higiene, en alimentación…
Tienes la misma fuerza en los ojos que la mujer de la portada de tu libro…
La foto estaba muy vieja y sucia. Mi marido, Antón Casariego, la ha limpiado y los ojos han quedado más claros, quizá, de lo que eran. Pero sí, tiene una fuerza tremenda la mirada.
¿Qué herencia reconoces en ti de las mujeres de tu familia?
Creo que, de alguna manera, casi todas las mujeres lo que tenemos es un instinto materno muy fuerte que, en mi caso, no se ha llegado a plasmar. Aunque no he tenido hijos, sí lo he sentido desde muy pequeña: tenía pasión por mi hermana y yo me sentía casi como una madre con ella. Siempre me han gustado los niños, muchísimo. Me ha costado aceptar el no tener hijos, no ha sido una decisión mía. Mi marido no quería tenerlos y yo acepté su decisión. Como me he identificado muchísimo más con mi padre siento que no me identifico tanto con todas estas mujeres de las que hablo. Ellas, desgraciadamente —menos Isidora que sí se puso a trabajar por una desgracia, que es la de perder a su marido—, son mujeres que no han tenido esa oportunidad. Me han educado, desde pequeña, sabiendo que podría estudiar y trabajar si era mi deseo. Quizá he sufrido más viendo el sufrimiento de todas esas madres solteras encerradas, de mujeres que se quedaban solas a las que entonces les debió de torturar la preocupación por cómo sacar adelante a sus hijos… Hay otra mujer en el libro que se casa con un asturiano, Juan Menéndez, que se va a América y no vuelve, dejándola sola con los hijos. La soledad de una madre separada, soltera o viuda.
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