entonces ocurre disfruto
Archivo personal de Irene Ferradas

ENTONCES, OCURRE: DISFRUTO

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Me hago un selfie de ascensor abrazada al libro de Eli y a un botellín de cerveza. Tengo en la foto una cara que mezcla el susto con la euforia, me muerdo un poco la lengua en una sonrisa que no se atreve a serlo y arqueo mucho las cejas rayándome la frente en siete. Doy un trago largo mientras caigo lento por las tripas de la tercera planta, la chica del espejo está preocupada y brillante, tal vez más brillante que preocupada. Mi hermana ha salido volada del trabajo para recogerme en el bar del cruce, el mismo en el que hace unos meses cogió en brazos por primera vez a su sobrina recién hecha. «Es tan bonita que parece de mentira», dijo. Me lanzo a su cuello y la besuqueo con la emoción de una fiesta, le ofrezco un trago —que rechaza porque ella también está contenta pero no desubicada— y empezamos a hablar a nuestra velocidad del rayo mientras conduce hacia el centro de la ciudad. Es muy emocionante ser amiga de mi hermana después de habernos pasado media vida compitiendo o peleadas. Una de las cosas que más me está gustando de hacerme mayor —bueno, del feminismo y de hacerme mayor— es que ya no miro a las otras como rivales. A Eva, a la que menos.

Llevo un abrigo nuevo con bolsillos amplios, la cartera en uno de ellos y en el otro el móvil y las llaves. Voy sin bolso. Me asombra muchísimo esta ligereza, estar sentada en el asiento del copiloto, no tener restos de pan ni de aguacate en los pantalones, llevar puestos unos pendientes grandes sin miedo a que unas manos diminutas me los arranquen. Vamos a la presentación en Madrid de Nosotras vinimos tarde, la novela en la que nuestra amiga Elisa Coll reflexiona (entre otras cosas) en torno al concepto de “casa” y propone la convivencia con amigas como una suerte de hogar no normativo, amoroso y revolucionario. Siento que mi época de compartir piso queda a años luz de este presente de señora, pienso que ojalá haber sido por entonces más generosa y haber sabido crear algo más sororo con mis compañeras (aunque alguna de ellas es hoy amiga, así que no lo debimos de hacer tan mal).

En la media hora de trayecto, Eva y yo charlamos sobre nuestras hijas. Sobre su trabajo. Nos da tiempo incluso a hablar un poco de sexo —no tanto a practicarlo últimamente—. Yo bebo con la prisa de una quinceañera que quiere emborracharse sin gastar demasiado, la cerveza cae en un cuerpo que ha perdido por completo la costumbre del alcohol. La ceremonia funciona. Noto mi permiso, casi mi aplauso: dale, Irene, ahora puedes. He dejado en casa un biberón con la leche que me he extraído para que mi chico pueda ofrecerle a nuestra hija ese sabor reconocible, tibio y mamífero que la nutra y la acompañe antes de dormirse. Lo he hecho bien, me digo, me merezco el chisporroteo alegre de este botellín, el paréntesis leve de dejar de ser profundamente cauta y responsable.

Google Maps dice que llegamos en cinco minutos. Las calles del centro me parecen un amasijo de celebraciones jóvenes y vibrantes. Es la primera vez que salgo de noche desde que soy madre. Es la primera vez que tengo ganas. Y es también la primera vez en la que será el pecho de mi chico y no este pecho la almohada de tambores sobre la que nuestra bebé descanse. Ojalá. Porque descansará, ¿no? ¿Y si no se duerme? ¿Y si se despierta y me busca, y no estoy para calmarla, y su cerebro de bebé se cree abandonado, y las palabras y los besos de su padre no consiguen explicarle que eso jamás, jamás ocurrirá, salvo que me muera, que entonces no sé, pero que ahora que existe me niego a morirme?

Me siento tan libre, me siento tan culpable… En el coche digo cosas como «me muero de ilusión por este plan» y también «siento que me falta un brazo». Mi hermana se ríe y suelta una mano del volante para estrecharme la pierna: a las dos nos atraviesa la misma contradicción, solo que ella lleva ya un par de años acostumbrándose. (Preguntita para las que nos sacan más ventaja: de la ambivalencia materna, ¿se sale?).

Llegamos algo tarde, así que propongo que nos quedemos atrás, pero Eva apenas se para a escucharme y ya está caminando con paso firme hacia los asientos libres de la segunda fila; yo la sigo porque si algo tenemos las Ferradas es determinación o, por lo menos, muchísimo talento aparentándola. Tengo una sonrisa descomunal en la cara, también tengo una punzada en el vientre que duele como el hambre (a lo mejor tengo hambre porque me he olvidado por completo de cenar) y que me obliga a mirar el móvil cada dos por tres, buscando que me den el parte. La pantalla se enciende con buenas noticias: la pequeña ha cenado brócoli y patatas, se ha tomado el bibe y se ha quedado frita en la mochila de porteo a las ocho y media. Al final de su mensaje, mi chico me anima a soltar el móvil y disfrutar. Dice que me lo merezco y, coño, tiene razón.

Entonces, ocurre: disfruto. Aparco a un lado la imagen de mi bebé dormida y por fin se me llenan los ojos de todo lo que está pasando en la presentación, los oídos se me empapan de historias. Llevo al menos media hora aquí, pero es ahora cuando llego. Eli llena la librería de ideas agudas y chistes inteligentes. Me lo paso muy bien admirándola. Eva ha comprado varios ejemplares que quiere regalar a sus amigas, así que al terminar hacemos la cola para llevárnoslos firmados y despedirnos de Eli. Ella se niega a que este abrazo sea de cierre: «Esperadme abajo, por favor, vamos a ir a un bar de aquí al lado y me muero de ganas de que me contéis cómo estáis, qué ilusión que hayáis venido»

¿Tengo permiso para estirar la noche?

Cada una maneja sus tiempos y cada proceso es válido, pero me llama la atención que haya sido a partir de que mi hija cumpliera 9 meses, cuando he empezado a sentirme cómoda haciendo planes sin ella. Nacemos crudas y frágiles porque las caderas de nuestras madres no resistirían sostener y parir a un animal más grande. Nacemos prematuras, incluso cuando lo hacemos a las 43 semanas, y durante los 9 meses posteriores —la llamada exterogestación— necesitamos del cuerpo de nuestra madre, de su protección húmeda y cálida, de su pecho o su mano alimentándonos; necesitamos su olor y su piel para sobrevivir. Mi hija creció dos kilos quinientos veinte gramos dentro de mí, y ha crecido muchos más a este otro lado de la piel. Tiene un padre funcional, presente y amoroso que la sostiene y la canta, la protege y la cuida desde la noche en la que nació, pero ha sido mi cuerpo el lugar sobre el que ha preferido pasar casi todas sus horas. Esto está cambiando (qué alivio, qué dolor).

En una de las páginas del libro que ha parido nuestra amiga, la narradora se retuerce de incredulidad: «Esta casa que compartimos es un sueño, el sueño que tiene absolutamente todo el mundo en nuestro entorno, incluidas nosotras. ¿Quién querría irse?». Pienso en mi hija abandonando suavemente la casa que soy. La mejor —en realidad la única— que ha conocido. Una de las cosas más difíciles de maternar (me avisaron, pero que te avisen solo sirve para anticipar la pena), es entender que tu criatura no es tuya, que no te pertenece, y que tu acompañamiento pasa por ver cómo cada día te necesita un poco menos (y celebrarlo).

«Venga, va. Una y nos vamos». Me giro hacia mi hermana con los mismos ojos chispeantes que la miraban a los siete años cuando nuestros padres nos dejaban jugar una hora más antes de acostarnos. Envío un WhatsApp a mi chico avisando de que me quedo más rato, pido unas disculpas que sé que no hacen falta y un tercer pulmón se hace hueco entre mis costillas cuando me confirma que están bien. El ritual que sigue me es bien familiar, aunque hoy se sienta inaugural: luces azules y naranjas, un grupo de gente que camina bloqueando la acera hasta una terraza y pide al camarero juntar varias mesas (Eli me agarra del brazo y dice «tú a mi lado»). Empezar a brindar sin darnos cuenta de que al fondo falta la Coca-Cola Zero y por aquí una sin alcohol. Asomarme entonces al reto —improbable— de averiguar con quiénes estoy sentada, y también al reto —difícil— de ponerle palabras a quién soy yo, quién soy ahora que he creado al ser más alucinante de la galaxia y sus dos ojos me miran y su voz me ha dado mi mejor nombre; quién soy ahora que apenas voy al teatro y apenas me lavo el pelo y apenas sé si es domingo o martes. Sigo torciendo el gesto ante la pregunta de «a qué te dedicas», pero me gusta mucho que “maternar” sea uno de los verbos que la responden.

Qué bien estar aquí, rodeada de adultas sin hijas que hablan de amar a las amigas, de los límites del género, de los pódcast que nos gustan o de robar en Mercadona. Reconozco que me sorprendo cuando la persona que tengo a mi derecha se arranca a hablar también de la importancia de un parto respetado, de lo salvaje que debe ser parir. Compruebo, conteniendo como puedo la lágrima y el impulso de preguntarle si quiere ser mi amiga, que la maternidad nos atraviesa a todas. No todas somos madres, pero todas somos hijas. Llevamos cerca de una hora en esta terraza cuando me descubro con las manos en las tetas. Es un gesto instintivo, automático, un llamado mamífero que reactiva el imán y todo mi cuerpo quiere correr hasta el cuerpo de mi cachorra, ofrecerle este alimento, acostarme a su lado y volverme una “C” para que quepa en mi curva, oler su pelo, besarla. El ascensor ruge urgente hacia arriba mientras aún noto en el cuerpo el último abrazo de mi hermana. Definitivamente, la chica del espejo está brillante. Saco las llaves con cuidado de no hacer mucho ruido, entro y me descalzo, atravieso el pasillo en penumbra intentando no tropezar con los dos gatos que vienen a saludarme ni con los juguetes desperdigados por el suelo. Detrás de la puerta del dormitorio adivino sus siluetas y lo entiendo: donde esté el buen amor, ahí es casa.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.
Irene Ferradas (Madrid, 1987) materna, escribe, gestiona e imparte proyectos formativos con perspectiva feminista y se enamora cada día un poco más de sus amigas. Está licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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