Nos encontramos a Natalia Litvinova (Bielorrusia, 1986) en una pequeña cafetería de Lavapiés, radiante en su viaje de presentación de Luciérnaga que, el pasado mes de junio, se hizo con el Premio Lumen. Es su primera novela, una brillante y luminosa primera novela. Natalia, que vive en Buenos Aires desde los diez años, es editora, poeta e imparte talleres de poesía. Ha publicado varios libros, entre ellos Todo ajeno (2013), Siguiente vitalidad (2016), Cesto de trenzas (2018), La nostalgia es un sello ardiente (2020) y Soñka, manos de oro (2022). Pedimos cafés y sonreímos, pues siempre es buena noticia que a una escritora le vaya bien, que su trabajo se vea reconocido. Que le permita viajar, tener la oportunidad de hablar de él con modestia o sin ella. Que converse, que conozca las lecturas que otras personas hacen de lo que ella ha escrito. Siempre es buena noticia que contar un pedazo de la vida de alguien, con sus fantasías, sus memorias, sus inventos y sus duelos, a veces, tiene premio.
Acogemos Luciérnaga con curiosidad, queremos saber lo que brilla dentro. Queremos saber de dónde viene, cuándo comenzó a imaginarse la historia que se cuenta en la mente de quien escribe. Cómo fueron los primeros compases de la escritura. Luciérnaga es un viaje con un ticket de solo ida que nunca tuvo la vuelta abierta. Es bonito saber, también, que comenzó a gestarse en este Madrid que ahora nos reúne. La autora se adelanta a la curiosidad y, en los últimos compases de su novela, contesta la pregunta que siempre hacemos cuando dice: «Escribo porque no puedo tejer piernas más fuertes para mi madre». Empezamos, pues, esta historia por el final: «Las primeras ideas para la novela surgieron hace diez años. Recuerdo estar en España, vine a Madrid para presentar mis dos primeros poemarios, Esteparia (2013) y Todo ajeno (2013). Tengo fotos de ese viaje: estoy en una mesa, al lado del ordenador y, entre libros y libretas, aparece el cuaderno en el que mi madre anotaba la información que yo le pedía. Nunca pensé que ese registro se iba a transformar en Luciérnaga, ni siquiera ese nombre habitaba mi cabeza. Hacía esas anotaciones porque era una cuestión vital, casi física, para mí. Escribimos porque no podemos no hacerlo. Escribir es una manera de entender. En la escritura, si una indaga, realmente hay algo. No cierra duelos, pero es una manera de entender, de encontrar metáforas. Esta frase que leíste: obviamente que escribir no es eso. Escribir es otra cosa: agarrar un lapicero, una birome. Pero escribir es encontrar metáforas a la vida, a la que nos duele, a lo que sentimos que no va a tener un fin. Por supuesto que esas piernas y mi madre son el cierre del libro, pero también el comienzo. La protagonista del primer capítulo es mi madre embarazada de mí, a punto de parir, en un bus llego de gente individualista. Hacía poco había terminado el socialismo, la Unión Soviética se estaba transformando. Ahí vemos a una madre que no solo tiene que ver con la escritura, no solo es la madre que le da historias a su hija, que le enseña la belleza y la poesía de la vida —hay muchos momentos en los que la hija ve hermosa a la madre—. No hay muchos adjetivos en la novela, pero casi todos se pegan a la madre. Es la observación de una niña hacia su madre, en su impresión directa. Esa madre del final no es tan vital ni hermosa: ahí ya se notan todas sus dolencias, su párkinson, esas piernas que no permiten apenas ir hacia delante o hacia atrás. A pesar de las dolencias, para mí, la belleza no tiene fin en la mujer». Cuenta Natalia que este último capítulo, titulado “El arenque”, no iba a ser el último, sino el primero: «Aunque hubiera sido un precioso inicio, la intuición y el trabajo de edición me hicieron encontrar su lugar. Este cierre es un comienzo, necesitaba que no tuviera el elemento trágico, pues la tragedia de Chernóbil está anunciada. Quería cerrar con ese no saber si la madre está por llorar o por sonreír. La novela enfrenta las dos cosas: las lágrimas y el humor».
Los juegos de la escritura de Litvinova en Luciérnaga son arriesgados, y es ahí donde se sugiere la influencia de su faceta como editora y también como poeta: no sigue un orden canónico vital, utiliza voces distintas, conviven la repetición y el silencio. Dividida en tres partes, la novela deja para el final la voz de la niña que fue, esa que estaba por nacer al inicio. Es la voz de la madre la que introduce el humor negro que hace sostenible la tensión de la tragedia —una infancia marcada por el desastre nuclear de Chernóbil, que sucedió en abril de 1986—, incluso cuando la familia tiene que migrar a Argentina —una promesa de miel que no lo fue tanto—. Es el desorden que se permite una persona que sabe bien lo que hace, que “desordena” a conciencia. «Era necesario que mi novela fuera un ejercicio arriesgado: vengo de la poesía. La poesía es puro juego, es una cosa lúdica. Puedes empezar por el final, por el medio… la poesía es salvaje y no le podemos pedir que no lo sea. Es mi primera novela, quería jugar. No quería hacerlo de una manera más clásica u ordenada. Yo soy bastante organizada, pero en la escritura busco lo contrario. Eso no significa que no haya mucho trabajo ahí dentro, todo el del mundo. Lo que tenía muy claro era que quería crear el mito de mi propio nacimiento. Me parece fascinante, pues no nos vemos nacer y, si no tenemos hijos, tampoco vemos el proceso de su crecimiento para pensar en que eso es lo que me ocurrió a mí también. Entonces, decidí recrear mi nacimiento, inventarlo. Charlé mucho con mi madre, consulté detalles, tomé algunos datos y lo demás fue volar. En mi cabeza, si yo trato de imaginar mi nacimiento en la Unión Soviética, tendría que haber sido algo así: algo que mostrase mi nacimiento y, a la vez, la muerte de un sistema, de un ideal. La poesía me permitió condensar, hacer cruzar un montón de temas de manera liviana en un solo texto», cuenta Natalia.
Lola Larumbe, como jurado del Premio Lumen, escribió que este relato «tiene que ver con perder tu primer hogar, con arrastrar maletas por los aeropuertos para llegar a un lugar que no conoces; con tener que formar otra vez un nuevo hogar, y siempre con la mirada puesta en ese grupo de mujeres migrantes, unas mujeres que han debido superar el miedo, la incertidumbre, en un país que se deshacía». Corrían los últimos años de la década de los 80 y se camina hacia el final de la URSS. Ahora, parece que la incertidumbre es la cuerda floja por la que camina la Argentina —el país que se deshace—, aunque quizá solo ahora se vea a más gente cruzar por ella y la incertidumbre sea algo que se tome junto al primer café de la mañana. «Es muy cíclico, tantas personas han dicho ya que la historia se repite… Cuando la protagonista llega a Buenos Aires, desde luego no es el paraíso. En la novela, la madre dice que le maquillaron la realidad en la Embajada de Argentina en Moscú: lo fácil que era ingresar, pues tiene una Constitución bastante amable con los migrantes, pues eso es hermoso. Pero no era un lugar seguro. Además la madre, que fue quien tomó la decisión de partir, no preparó a su familia para el cambio. Ella quería un futuro mejor para su familia, pero sus hijos no sabían más de cinco palabras al llegar. Aterrizan en un país complicado, con una cultura y un idioma distintos, sin familia. No saben habitar ese lugar. Ahí aparece otra crisis. Es una Argentina de los años 90, la de Menem, cercana al corralito del 2001 —la gran debacle—. Es verdad que ahora, desde el presente, una hace esta lectura. Lo que está pasando ahora, está pasando de nuevo. Ellos llegan en un momento en el que todo florece, una época de despilfarro. Tienen un conflicto con una familia a su llegada a Buenos Aires que es el punto álgido: si todo era simbólico, eso es ya lo real. La narradora no lo cuenta todo, pues no desconfía del lector. No hace falta revolver esa historia: las señales ya están ahí», explica la autora.
Esta historia es una historia de mujeres, de migrantes, de prisioneras, de luchadoras. Es una mirada de la hija a la madre, de la madre a la abuela, de la nieta a la abuela. De los hombres al margen. «Hace mucho tiempo que trabajo en mi poesía con figuras femeninas. Ya en Cesto de trenzas (2018) aparecen los hombres como figuras lastimadas por la guerra. Es la historia de una mujer que vive en el campo con su hermana y su hija, más adolescente que niña. Habla de cómo trabajan, sufren y aman esas mujeres. En La nostalgia es un sello ardiente (2020) hablo del vínculo entre dos amigas y la madre que envejece. Cuando llegué a Luciérnaga pensé que había cosas que quizá no quería fabular: hubo una ausencia de hombres en nuestra vida, las mujeres tienen que trabajar el doble cuando no está el hombre y eso es una realidad, no vivimos vidas sencillas. No quería hacer entrar en la novela a personajes masculinos: quería respetar cómo crecí, cómo eran las mujeres que me rodeaban. No solo está la presencia de mi amiga Catalina: también la de mi abuela Elena, que representa el mundo rural y solitario. Está la madre y también las amigas de la madre, que son mujeres completamente distintas a ella. No solo muestro a las mujeres en sus diferentes edades: también en sus distintas formas de ser», dice Natalia.
La segunda parte introduce el elemento fantástico, lo onírico, como nexo: «Quería hablar con mi abuela Catalina, a la que nunca conocí y de la que tengo muy pocas fotos. El archivo fotográfico no me acompañó a la hora de crear al personaje. Sabía qué ropas usaba en esa época, cuáles eran las dificultades de la vida para una mujer en un pueblo de la Unión Soviética, pero no conocía apenas más. ¿Dónde podía dialogar con una abuela que está muerta y que no conoció, la protagonista que está viva? La poesía me ayudó: esta abuela había atravesado una gran tragedia que la marcó, el trabajo forzado que tuvo que soportar durante muchos años. Su vida fue un pantano, y decidí asomarme al pantano. Una frase sacó a la otra… ¿Qué me impediría a mí crear un pantano en medio de la novela? ¿Por qué estaría mal, si mi novela no es clásica? Escribía para mí misma en ese momento, para divertirme, para encontrar qué vuelta de luz y de humor podía encontrar en la escritura, porque también sufrimos cuando escribimos sobre nuestras madres, es inevitable. Decidí jugar con el pantano, probé con un diálogo: qué preguntaría una nieta a una abuela que no conoce, qué le contestaría una abuela gruñona que la pasó mal en la vida. Jugando a hablar con mi abuela, hablé con ella. También fue clave no dudar de mí, ¿por qué no?», apunta la autora, conocedora de que los límites no existen en la creación.
La familia que llega Argentina desde Bielorrusia, la familia de Natalia, lo hace en un tiempo en que no había internet, en que las cartas tardaban en llegar y, en ocasiones, se abrían. Las llamadas telefónicas eran costosas. La comunicación fue difícil. La madre deja de contestar las cartas de la familia: «Hay una incomunicación decidida por parte de los mayores. Primero, porque les duele admitir el fracaso, pero tienen asumirlo porque no hay manera de volver, no hay plata. Deben encontrar el camino en Argentina. Cortan el vínculo para sobrevivir, porque no pueden lidiar con todo. Mi relación con Bielorrusia tiene que ver con este corte. A mis 18 años, decidí buscar a mis primos por internet. Muchos de mis tíos se fueron a Bulgaria, a Ucrania, dejaron Bielorrusia. Mi abuela Elena falleció hace unos años ya, pude verla por Zoom y ya estaba casi ciega. Fue muy fuerte encontrarme con mi familia a través de una máquina, pero yo para ellos ya era otra persona, y eso se notaba. Me crié como latinoamericana, tengo otra forma de ser, hablo mucho. Mi abuela, lo primero que me preguntó, era por qué sonreía tanto, antes de decirme “hola”. Esa rigidez tiene que ver por cómo fue moldeado su mundo, su estructura. No conservé amigos porque me fui muy pequeña. Es un país en dictadura, moderna, pero dictadura. Te expulsa y, cuando querés volver, debes tener cuidado. Tengo recuerdos hermosos de mi infancia que tienen que ver con la naturaleza. Pero desde la actualidad, es un país muy complejo en el que no sé si sería fácil vivir siendo una mujer bielorruso-argentina, con todas las libertades a la hora de pensar y hablar de un país democrático», cuenta Natalia cuando le pregunto por su relación con su país natal.
«Mi mamá nunca imaginó que terminaría apareciendo en la tapa de un libro, y está muy contenta. Ella siempre quiso hacer algo artístico, aunque la vida la llevó a ser ingeniera. Que su hija sea escritora y pueda contar la historia de su familia, aun con la ficción, abrazando esa historia, la enorgullece mucho. Hay mucha gente que va a sentir mucha ternura y admiración, que va a comprender a esa familia, real y ficticia, y que va a acompañar con sus propias historias. Ella está muy contenta, pero también muy vulnerable», contesta Natalia cuando le pregunto qué piensa su madre de esta historia que bien merecido tiene su premio: los viajes, la plata, el reconocimiento y la alegría para su autora y para las mujeres que la rodean (rodeamos).
La narradora de esta historia nace a pocos kilómetros de Chernóbil el año que explota la central nuclear y crece en un país atravesado por la confusión y la miseria. En la tierra de los «niños radiactivos», las frutas monstruosas de la Zona, los cielos rojos y los hombres alcohólicos, enfermos o desorientados, las mujeres resisten haciendo de la cotidianidad un refugio: la madre cuyo nacimiento no fue registrado por la persecución de Stalin, la abuela secuestrada por los nazis que regresa al final de la guerra y, acusada de traición, debe trabajar recogiendo turba junto a sus amigas del pantano, como la joven enamorada de Mayakovski o la que pesca con sus trenzas. Desde la Buenos Aires a la que emigró con su familia, Natalia Litvinova rompe el silencio de su madre para reconstruir en Luciérnaga toda una estirpe acallada.