pedro simón los incomprendidos
©Carlos Ruiz

PEDRO SIMÓN: “LA CULPA ES UNA TRITURADORA QUE SIEMPRE ESTÁ AHÍ”

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Pedro Simón (Madrid, 1971) es escritor y periodista. Actualmente, trabaja en el diario El Mundo. Por su faceta de reportero, ha obtenido galardones como el Premio Ortega y Gasset 2015, el Premio al Mejor Periodista del Año de la APM en 2016 o el Rey de España de Periodismo en 2021. Sus reportajes de periodismo social son venerados por muchos de sus lectores. También lo son sus libros. Pedro se inició en la ficción con Peligro de derrumbe (La esfera de los libros) y en 2021 recibió el Premio Primavera de Novela por Los ingratos (Espasa). Vuelve a la ficción con Los incomprendidos (Espasa, 2022), la historia de una familia de clase media que aborda más temas de los que promete cualquier sinopsis que hayas podido leer sobre ella.

Javier y Celia son un matrimonio con dos hijos, Inés y Roberto. Han progresado y han dejado su piso en Carabanchel por un chalet en Boadilla. Es una historia contada, principalmente, a dos voces: la de Javier, el padre y la de Inés, la hija adolescente. Pero no son voces en alto: son voces que callan y se hablan por dentro. Voces que no se atreven a hablar de lo que les duele y que, al enmudecer, crean distancias y fríos. Es una historia esta, la de la familia nuclear y sus allegados, difícil de resumir: si lo intentas, te dejas muchos matices por los caminos. Es mejor recomendar su lectura sin dar más detalles, pues la construcción de esta historia está llena de vueltas a la esquina que no puedes dejar de mirar, pues las sombras que esconde son imprescindibles para comprender lo que pasa. Son, además de imprescindibles, pequeños vuelcos al corazón. En una mañana de frío y lluvia, la conversación con Pedro ha templado mi desayuno. Lo bonito de escribir sobre libros en esta revistas es tener la oportunidad de preguntar a sus autores y autoras sobre ellos, poder repasarlos con ellos a través de sus fragmentos.

Pedro, tienes dos hijos de 18 y 15 años. ¿Cómo era tu trabajo antes de ser padre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?

Si te soy sincero hace tanto tiempo, 18 años, que me cuesta recordar cómo era mi vida sin hijos. Pero sí sospecho que ponía muchos más huevos en la cesta del trabajo. Estoy casi seguro de que era así. Sé que ahora paso mucho más tiempo en casa y que las cosas que más me desvelan siempre tienen que ver con mis hijos.

¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la paternidad?

Lo mejor es que vuelves a recorrer el mundo con los ojos de un niño de cinco años, de doce, de dieciocho. Y lo peor, es que vuelves a recorrer el mundo con los ojos de un niño de cinco años, de doce, de dieciocho. Quizá las incomprensiones mutuas sean lo peor.

Me encantaría repasar, contigo, la historia de Los incomprendidos a través de algunos de sus fragmentos. Empezamos por este:

“La luz prendió el día en que Celia me dijo que estaba embarazada. No he vuelto a ver una explosión así”

Hay un poeta, Jesús Montiel, que dice que los hijos nos dan a luz. Me parece una frase muy brillante porque creo que tiene mucho de verdad. No digo que no haya otras luces: hay muchas luces y se puede tener mucha luz sin hijos, pero todos los que tenemos hijos entendemos este verso. En mi caso, Los incomprendidos tiene mucho que ver conmigo porque la literatura, si tiene que ver con algo, tiene que ver con desnudarse, con ponerte encima de una mesa, quitarte la ropa y que la gente vea tu ridículo cuerpo y tus ridículas heridas. Y eso tiene mucho que ver con ser madre o ser padre, porque no hay un parto tan grande —no me refiero solo a lo físico, que lo ignoro porque no me ha tocado, pero sospecho que es brutal—, me refiero a lo que comienza, que es algo para toda la vida. Siempre, siempre, hasta que te mueras, vas a medir tu felicidad y tu éxito en función de cómo les vaya a tus hijos. Y no me refiero a que ganen mucha pasta: me refiero a que sean tipos felices. Si profesionalmente estás bien, con tu pareja estás bien, de salud estás bien, pero tu hija o hijo con 19 o 23 años tiene ansiedad o lo está pasando fatal, vas a considerar que tu vida es un fracaso. Y al revés: si todo en tu vida está desajustado, pero ves a tus hijos con 27 o 30 años como gente empoderada, feliz, maravillosa, con mucha luz, pensarás que tu vida ha merecido la pena. Esto de ser padre es una maravillosa cabronada que tiene que ver con eso, en cómo, inconscientemente, todas las fichas de la felicidad las pones en la casilla del hijo.

“Hablo de que podrían tirarse un fin de semana entero yendo del móvil a Netflix, de Netflix al Instagram, del Instagram a YouTube. Saltando de rama en rama como aquella ardilla que cruzaba España sin tocar el suelo desde Gibraltar a Pirineos”

Es imposible tratar de escribir sobre padres e hijos preadolescentes o adolescentes, hoy en día, y que no aparezca este universo. A mí me da cierto pavor: tengo la sensación de que estamos en una especie de ensayo clínico mundial en la que nos han dado estos aparatos y están experimentando con nosotros, a ver qué pasa con nuestros cerebros y nuestro comportamiento en dos o tres décadas. Me interesaba introducir este tema porque tiene mucho que ver con nuestras relaciones, con el modo en que han cambiado. En un tiempo de incertidumbre tan grande como este, como no ha habido otro en la historia, porque hablamos de incertidumbre en lo climático, en lo alimentario, en lo geopolítico, en lo relacional, en lo sexual, en la cuestión de género, en lo tecnológico, en lo laboral…  Una de las cosas que más incertidumbre me genera es el modo relacional y, por proximidad, en cómo la falla tecnológica nos está afectado a los padres con los hijos. En la novela hay una adolescente, que ya de por sí suelen ser monosilábicos y sumado este asunto de la mirada del otro, que es lo que tiene mucho que ver con el móvil, que es ver cómo los demás te exigen constantemente felicidad y éxito, creo que hay un cóctel ahí que lo complica todo. Es mucho más complejo ser adolescente hoy que en los 80.

“Si mi padre y mi madre supieran lo que hace alguien de dieciséis años; mejor, si supieran lo que hago yo…”

Es maravilloso y es pavoroso a la vez tener 16 años. Estás haciendo parkour constantemente y no mides si llegas o no llegas, pero te tiras igual. Supongo que crecer tiene que ver con eso y seguramente ser padre tiene que ver con estar muy pendiente de la vida, también. Es algo que hemos visto siempre. Lo que sí sospecho es que los padres de ahora, entre la culpa con la que nos han educado y cómo hemos invertido la jerarquía en casa —como esta frase que dice el padre, que cuenta que somos esa generación que antes dejaba el mejor sitio en la mesa al padre y ahora se lo deja al hijo—; entre una cosa y la otra, creo que somos padres “muy intensitos” y que se nos olvidan, a veces, las cosas sencillas. Nuestros padres no tenían una pedagogía de los afectos y tampoco lo hicieron tan mal. 

“Cada mañana (mi padre) se subía a su desvencijada furgoneta gris llena de abolladuras, conducía hasta una venta de Toledo escuchando a Antonio Molina (no había otra cosa en el mundo que Antonio Molina), cargaba el vehículo hasta arriba de patatas, melones, tomates, repollos, embutidos, leche de pueblo, lo que fuera…”

Hay muchas cosas que nos califican: somos las cosas que hacemos, las que decimos, los libros que leemos, lo que comemos y, también, las cosas que no tiramos, ese trastero que tenemos ahí. Y es maravilloso que, en ese trastero, haya cosas de nuestros padres. Yo soy mucho esas cosas que no quiero tirar aunque no sean útiles. Esas cosas que tu pareja te invita a tirar, pero tú insistes en dejar ahí.

La escalera social también es algo que quería reflejar en este libro. Los que nacimos hace ya algún tiempo nos sentimos interpelados por todo, todo conspira para que subas por esa escalera. Luego tampoco sabes si subir esa escalera es mejorar, pero uno va subiendo. Javier, el padre, en el libro dice “lo malo de tener una casa más grande es que tocas a más metros para menos gente”. Si vives en un barrio obrero y te va bien, todo el mundo aspira a que des el salto y te vayas a vivir a esa otra zona, que no está demasiado lejos, pero que indica que has triunfado socialmente. A Javier, el padre de la novela, clase media, en un momento de su vida, los amigos le preguntan por qué siguen viviendo en Carabanchel.

La felicidad tiene que ver con el perfecto desorden. La felicidad es eso que a ti te pasa ahora, que abres un cajón de casa y hay un cromo; un calcetín debajo de la cama… Cuando viene el silencio, cuando viene el orden, significa que la gente ha ido desapareciendo de casa. Cuando todo está en su sitio, día tras día, sin que se haya movido ni un centímetro, ese orden horroroso… no nos damos cuenta de que estamos en mitad de la felicidad, que es caótica y tiene que ver con el ruido, el movimiento, el desorden.

“La adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de otros. No hace falta que tu padre te maltrate (es un suponer), ni que te deje el novio (no tengo), ni que se rían de ti en el instituto porque seas gorda o ridícula (no es así), no hace falta nada de eso para que a veces te sientas en el infierno”

Nosotros tuvimos la suerte de que la mirada del otro, a las cinco de la tarde, dejaba de existir cuando te ibas a casa. Y si era viernes, desaparecía hasta el lunes. Hoy, a veces, el mambo empieza a las cinco de la tarde en las redes sociales y, a la una de la madrugada de un sábado, te pueden estar triturando. Esa mirada del otro constante, exigente, supremacista en el sentido de que te demanda felicidad y éxito tiene que ser muy agotadora. Nosotros eso nos lo ahorramos. Si no ha habido un trauma, como es el caso de la familia de la novela, si no ha habido uno o dos traumas, los que sea, seguramente todo el mundo te diría que el momento más feliz de su vida tiene que ver, casi seguro, con su infancia o su adolescencia. Me atrevería a decir que ese friso entre los 15, 16, 17 años, seguramente la gente lo ubicaría en un día de verano, con un grupo de amigos, a la hora en la que cae el sol, en una piscina o en un río. Esa es la patria que nos cose a todos. Por eso duele especialmente que el ecosistema más propicio para ser feliz, que son esos años, a veces se malogre por circunstancias de la vida. Es una etapa que no vuelve, una etapa bestial de descubrimientos, de equivocarse, de compartir, de mirar hacia afuera, de salir de la cueva que es la casa.

“Las madres viven con el flemón de la culpa. Las madres casi siempre más que los padres, conozco a Celia. Culpa de parirlos o de no parirlos”

El libro habla de muchas cosas. Creo en las familias como en un terrario donde hay muchos bichitos, a la misma temperatura, el mismo grado de humedad, pero en el que cada bichito se comporta de forma diferente. Me interesa ese terrario como materia prima de observación única y bien conocida, porque yo tengo familia. Por eso trato de escribir de las cosas que interpelan a muchos, para que esa desnudez interpele a otro y todo el mundo piense que estoy escribiendo sobre lo suyo. Desde ese punto de vista, creo que el libro habla de muchas cosas. Una podría ser los silencios, cómo dejamos que las cosas no dichas van colonizando una casa como enredaderas que se meten por las grietas de un muro y amenazan con derribar las paredes del hogar familiar. Curiosamente, el hecho de hablar las cosas hace que el elefante azul aparezca en el salón, que los fantasmas se vayan y el exorcismo tenga lugar. Pero nos cuesta hablar por no sacar al muerto del armario, por no hacer daño al otro, por no volver atrás en el tiempo, por si acaso, por si…

Otro de los temas es la gestión del trauma: no envejecemos tanto porque nos caigan años encima, sino cuando dejamos que nos aplaste el dolor, de tal modo que a veces, en la novela, la adolescente parece mayor que, por ejemplo, su tía Clara, que también tiene su dolor y su mierda, pero lo gestiona de otro modo. En esta familia de la novela, los traumas no se gestionan nada bien: no se hablan, no se quiere, no se atreven…

Otro gran tema de la novela es la culpa. Es una cosa que siempre está ahí. Yo nací en los 70 y recuerdo que, en el colegio, me obligaban a decir “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Esto, con 7 años, es una especie de mantra yihadista que te van metiendo, que está siempre ahí. Comparto muchas sobremesas con amigas y amigos (sobre todo, amigas), y siempre se sienten culpables: si castigan a sus hijos o no, si les han gritado o no, si les han puesto una hora muy férrea para llegar a casa o si es muy laxa… hay culpa hasta del éxito social. La culpa es una trituradora y está siempre ahí. Los padres de la novela tienen su culpa, la hija se siente culpable por otras cosas. Tendemos a decir que los adolescentes están empanados, que no se enteran de nada, y yo quería dar voz a Inés en la novela, con esa especie de monólogo interior, para hacer que los adolescentes también sienten y también querrían ser más cariñosos, pero no saben cómo. Se sienten culpables, pero no lo saben gestionar ni manifestar. A mí me pasaba cuando era adolescente: que respondiera con un monosílabo o fuera poco afectivo no significaba que no tuviera dentro un mar interior, que no sintiera. Por eso he querido utilizar esas dos voces, la de Javier (el padre) y la de Inés (La hija adolescente). Es obvio que, como madres y padres, todos conectamos con Javier, como padre incomprendido por su hija. Pero Inés también tiene sus afectos, se siente culpable, le gustaría ser otra cosa, pero es lo que es.

“Si la escribiera yo, sería una novela agridulce. Hablaría de lo que nos cuesta nombrar, de lo que no tienes huevos a decir ni a desvelar. De un padre que a veces se agobia como un adolescente y necesita poner en un papel lo que no se atreve a contar”

Nos pasa un poco a todos esto. Al final, ese diario de la adolescencia que guardamos en un cajón, con una letra más o menos párvula y ridícula, lleno de cosas que ahora nos daría mucha vergüenza leer, parece que lo desempolvamos cuando tenemos la necesidad de hablar, de contar, de que nos escuchen, de que nos comprendan. ¿Quién comprende a todas esas madres y a todos esos padres que, cada mañana, a pesar de la bronca del día anterior, a pesar de la desesperanza, a pesar de todo, lo vuelven a intentar? Los hijos te dan a luz, por eso también lo intentas.

 

pedro simón los incomprendidos

 

Javier y Celia son un matrimonio de clase media con un hijo pequeño y una hija preadolescente. Él trabaja en una editorial y ella en un hospital; él arregla vidas de mentira y ella arregla vidas de verdad. Tratan de prosperar, se mudan a un barrio mejor, la cotidianidad. Podría ser la historia de muchos. Hasta que tiene lugar una excursión a Pirineos que lo cambia absolutamente todo.

Esta es la historia de un viaje al abismo que habla de otros muchos viajes. El viaje de la infancia a la convulsa adolescencia. El que va de la algarabía infantil al silencio más sepulcral. El de los padres que caminan detrás con su culpa y llegan tarde. El de los abuelos que fueron delante y a los que nadie escucha. El que hace alguien para salvar una vida. También es la historia de ese otro viaje al que todos tenemos miedo: el que habla de nuestro pasado más oscuro y secreto.

Los incomprendidos es una novela sobre la soledad familiar, la incomunicación entre padres e hijos, el horror de decir, pero también, y desde la primera página, sobre la esperanza.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.
Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.

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