Me preguntaba estos días qué tenía la nueva serie de Filmin Autodefensa que me ponía de tan mala hostia y creo haberlo descubierto: que dos descerebradas veinteañeras hayan venido a enseñarme cosas que a muchas mujeres, no solo a mí, nos achicharran el alma. Como en una sesión de hipnosis o un psicoanálisis exprés. Se reían el otro día mis amigos en una cena en mi casa cuando yo, toda enfadada, recordaba gracias a Autodefensa que a mí me habían colocado para cuidar en el bachillerato a un compañero sordo (me decían “Pero, ¿gordo como el del capítulo?”. Que no: sordo). Lo cierto es que era un amor y llegó a estudiar Derecho, supongo que en gran parte por mi traducción simultánea, pero yo también lo hubiera acuchillado en los columpios porque en ese momento de mi vida tenía que ir a buscar a mi padre a los bares borracho y no sé por qué, por ser mujer tenía que cuidarlo yo en lugar de que alguien me cuidara a mí. Esta era la primera verdad de las niñatas: que hay que revisar nuestras vidas para que no le caiga encima un gordo a tu hija. Entiendo que se entiende que aquí denuncio el mal reparto de los cuidados y no el de los kilos.
Otra de las verdades que abrasa a las fiesteras está emparentada con la anterior y sucede en el que para mí es el mejor capítulo, Brilla Brillante. Belén dice que lleva toda una vida subiendo los egos de los hombres de los que se enamora y les quiere pedir perdón porque era todo mentira. Miré hacia atrás y me di cuenta de cómo los hombres con quienes yo había estado gozaron de toda una plusvalía en sus vidas gracias a mi incondicionalidad, algo que a todos, por el conocido efecto Pigmalión, les había hecho mejorar. O incluso triunfar. Esto en sí mismo no es malo, lógicamente: lo malo es que esa operación siempre se hace a costa del propio ego y del propio triunfo y que, para cuando ellos lo han visto y han reaccionado (muchos de nuestros compañeros y amantes son ya así, menos mal), ya no da tiempo. Después de esta segunda, epifanía me dan ganas de acuchillar a todos mis ex, aunque sea de chill.
Más allá del consentimiento y en relación con el deseo, las drogatas vuelven a dar en el clavo y quemarnos: ¿cuántas mujeres no hemos sentido que echar un polvo es como ir a misa, que ya sabes todo lo que va a pasar? Yo tampoco es que tenga nada que reprocharles a ellos, porque me siento igualmente responsable de saberme de memoria el ritual y no estar dispuesta a cambiar ni una palabra del sacramento sexual. Pero el caso es que otra vez están ahí las descerebradas escupiéndole a tus fantasías de madurez que, por mucha superioridad con que las mires, en mil cosas son mucho más conscientes y más libres.
El capítulo Volver a casa, en el que Berta le pregunta a su psicóloga si todo su odio y deseo de venganza no será porque la violaron de pequeña y está traumatizada —sin ningún fundamento o recuerdo, como mera hipótesis—, resume muy bien todo el contenido de los diez capítulos de Autodefensa, que bien podría haberse llamado Autolesión. La autodestrucción, la ansiedad bestial (España tendría que haber visto el tercer capítulo por Navidad en lugar del discurso del rey), el sexo consentido, pero sin deseo, la humillación a los hombres, el empoderamiento autolítico, el feminismo analfabeto-amazónico, solo pueden cobrar sentido bajo un relato mítico en el que el origen sea una violación, haya o no tenido lugar, como en todas las teorías del contrato social, y en el que Berta y Belén sean una versión Z de Filomela y Procne. Filomela y Procne, dos hermanas que se vengan de la violación con amputación de lengua incluida a una de ellas, son capaces de inmolar para ello a su propia prole y acaban convertidas, vaya tela, en un ruiseñor y una golondrina. El otro origen pensable, el de la voluntad de voluntad, la soberanía, la emancipación, el placer sin culpa, el punto de vista feminista, en resumen, simplemente no existe.