Escuchar a la escritura Margarita García Robayo es un gusto: una colombiana, de Cartagena de Indias, cuyo acento se entremezcla con el argentino —lleva 20 años viviendo en Buenos Aires—, con un discurso bien armado e inteligente. Nos encontramos en una plaza en Madrid para tomar un café con la compañía excepcional de otra escritora, Betsabé García, que está pasando unos días en la ciudad. Madre de dos hijos, lo materno lleva un tiempo atravesando su escritura hasta coronarse en El afuera (Anagrama, 2024), un ensayo que invita a mirar más allá de las paredes de la familia nuclear y a replantearse el uso del espacio público, tanto físico como metafórico. «Siento que ahora se instaló el tópico de la maternidad desde otro lugar, supongo que hacía falta el balance y no hablar de esa una experiencia romantizada, pero ahora abunda el relato de la parte grotesca, de lo feo, de lo que cuesta. Se sacó un poco ese filtro del deber ser de la maternidad y se pasó como un poco a un extremo contrario. Y yo siento que ahí, en ese hueco, se está perdiendo una lectura increíble. Es un tema filosófico, muy trascendental desde la experiencia, no desde lo pragmático. Hay algo ahí que para mí se está perdiendo en esa lectura», nos cuenta.
El afuera es, quizá, uno de los ensayos más aterrizados a pie de calle —literal— que he leído. Sin la estructura típica del ensayo académico, con gran carga de la observación y la vivencia personal, revela certeras reflexiones sobre crianza, clase social, arquitectura y vida.
Escribes que «existe la idea de que hay un modelo canónico de madres puesto en alguna vitrina, incluso, o sobre todo, cuando se trata de un modelo defectuoso». Y así es: la maternidad ni es un mito, ni es todo malo, ni es todo blanco, ni es todo negro. Hay una escala de grises tremenda y en esta escala hay una riqueza creativa potentísima.
Leí recientemente Coventry, de Rachel Cusk, en la que decía que su esposo descubrió —ella se casó de vuelta con un francés, artista y con hijos ya mayores—, que tres cuartas partes de sus conversaciones se daban sobre sus hijos respectivos, que no son sus hijos en común. De repente, se sentían como los CEO de una corporación. No hablaban tanto de cosas operativas, sino sobre la vida de sus hijos, sus elecciones. Cuando mis amigos con hijos y yo hablamos de ellos, nuestras conversaciones no tienen nada que ver con temas pragmáticos: hablamos de algo muy profundo, de lecciones de vida, de dónde pones tu mirada con respecto a las cosas que hacen. Te preguntas qué es lo que te importa tanto de un individuo que ni siquiera es tuyo, porque los hijos después pasan a ser otra cosa, digamos, personas independientes. Existe una mirada puesta ahí, como sujetos de experimentación; también como una los mira, los observa, cómo van a crecer, qué les pasará en el futuro… Cuando puedes socializar estos temas en una conversación, es fascinante porque está llena de singularidades que escapan a los estereotipos mencionados.
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
No solamente mi trabajo: mi vida entera es completamente distinta. No soy alguien que edulcora la experiencia: me costó mucho, vivo en otro país que no es el mío, no tuve ayuda. Ahora siento que es como medio soberbio lo que digo, pero creo que nunca esperé que esto me saliera tan bien. Siento que ser madre es algo que me sale bien, me pasa con tan pocas cosas en la vida…
Hay algo en la relación que se construye, que por ahora —porque obviamente eso va cambiando en la adolescencia— me resulta muy orgánico, muy natural. Lo cuento en el libro: es como si un día me hubiese levantado sabiendo chino sin estudiarlo. Es un lenguaje que desconocía y que, de repente, me sale fluido. Eso es lo que sentí con la maternidad a pesar de todas las dificultades.
En cuanto a mi trabajo, me pasó algo que creo nos pasa a todas: que se acortaron mucho los lapsos, se pusieron más apretados y contenidos. Ya no tengo la posibilidad de sentarme como antes, frente a mi computadora, y decir, bueno, voy a redondear esta idea durante las siguientes cuatro horas, a levantarme para hacer un café, sentarme y volver a pensar… y eso me entristece muchísimo. A diario hago un duelo porque no tengo ese espacio: las condiciones de producción son otras y el resultado es completamente distinto. Ahora, intento pensar mucho más en la forma de lo que voy a escribir antes de sentarme a escribirlo. Esto me obliga a tener una forma muy definida en la cabeza para que el trabajo de la escritura sea lo más rápido posible: escribo menos, pero pienso mucho más. Paso por un proceso de optimización que se refleja en mi escritura.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la maternidad?
Lo peor de todo es el constante estado de alerta, una sensación extrema de fragilidad, de vulnerabilidad. Algo que está latente de manera permanente y que, por lo que me han contado otras personas que tienen hijos más grandes, no se apaga nunca.
Lo mejor es todo lo demás: todo lo que a mí me pasa desde que soy madre, que tiene que ver con lo que les pasa a mis hijos y con lo que me pasa a mí con ellos. Es un vínculo que tiene que ver también con qué vínculo tuvo una con sus padres. Yo no tuve una un vínculo muy fluido: crecí con la sensación de que podía perfectamente prescindir de mi familia. En cierta medida, un poco me fui por eso, por tomar distancia. Yo no extraño, no tengo el chip del apego, por eso me sorprendí a mí misma cuando fui madre, porque no era lo que estaba buscando, no era una idea que me cautivara en el abstracto. Fue una sorpresa para mí sentirme tan cómoda de inmediato y poder ejercer todas esas labores que requiere esta condición de una manera tan natural. Lo que más disfruto es el vínculo que una puede establecer con otra persona, que es irreproducible en cualquier otro aspecto, es algo que no se parece a nada y que, al mismo tiempo, abarca y trasciende otras experiencias afectivas .
En este punto, no puedo pensarme, ni hacer las abstracciones que hago del mundo, ni mis observaciones, ni lo que escribo, ni lo que haga, separado de mi condición de madre. Sí existen otras características que me marcan y con las que estoy más habituada, que siempre o casi siempre han estado ahí, como la de ser inmigrante, como la de vivir en un lugar del que nunca me siento del todo parte, o como la de ser mujer —una nace siendo mujer y no se puede desprender de esa condición y sus características—. Y ahora se incorpora esta “nueva”, la de ser madre, y tampoco me puedo desprender de ella: son como huellas dactilares que te van quedando marcadas por todos lados.
Estas condiciones también se reflejan en lo que escribes, por ejemplo, en este nuevo libro, El afuera y en tu anterior libro, La encomienda (Anagrama, 2022).
La encomienda es una novela deliberadamente suelta, con un final muy abierto. Hay gente que termina de leerlo y se pregunta qué pasó realmente. A mí me gusta que el lector pueda elaborar sus propias hipótesis de lo que pasó. Cuando he ido a clubes de lectura y cosas así, siempre he encontrado a alguien que tiene una explicación. Una lectora hizo una lectura muy interesante: opinaba que lo que sucede a la protagonista le pasaba por el estado en que se encontraba. Ella creyó que lo que había dejado atrás —su pasado, su origen, su madre, sus taras—, de algún modo todas creemos eso porque eso significa, en parte, hacerse adulto. Pero todo se te viene de vuelta cuando estás embarazada. Es imposible amputar tu origen, tu pasado, tu vida, tus taras. Antes de que esta lectora me lo “explicara” yo no lo había pensado realmente de esa manera, pero es muy posible que así sea.
¿Cuál es el germen de El afuera?
Es como lo cuento ahí en el libro: me iba a mudar y encontré un montón de libretas de notas que había estado acumulando durante muchos años. Ahora, que perdí la letra y encontré estas libretas, descubrí que estaba obsesionada con algo, había un patrón en esas notas. Escribí sobre muchas cosas que estaban mal hechas del mundo, de afuera, del cotidiano: fui a un sitio y un niño se cayó en un hueco y se fracturo el cráneo, a una niña un perro le mordió un ojo en una plaza… De repente, sentí que todo lo de afuera me resultaba amenazante. Esas notas las tomé en el lapso de tiempo en que fui madre de mis dos hijos.
Empecé a descubrir ese patrón, traté de ordenar esas notas, intenté hacer una lectura de todo eso incorporando notas actuales y se me armó todo esto. En El afuera me refiero específicamente a un sector social en Latinoamérica, que es la clase media, pero que es perfectamente trasladable a cualquier otra geografía. Hay reflexiones ahí que puedes trasladar a España con relación, por ejemplo, a la inmigración y son perfectamente pertinentes: esta especie de sensación de que lo de afuera, lo externo, cuando te penetra, es un peligro, una amenaza. Tratando de ordenar estas notas que había tomado de manera disparatada, fui construyendo una especie de hipótesis. El punto de partida, lo que me disparó a tomar esas notas, fue haber sido madre, pero luego la necesidad de ordenarlas, de atribuirles un sentido más amplio y de darles forma, es otra. Otra de las consecuencias de ser padre o madre es que, de repente, la vista se te amplifica.
Ejerces tu “maternidad de clase media” en la ciudad de Buenos Aires.
Buenos Aires tiene una clase media mucho más ancha que en otros países de América Latina, que es más delgada porque hay más pobres, menos ricos y una clase media medio raquítica. En Buenos Aires, hasta hace poco tiempo, la clase media era la franja social con más población. Hay una cosa trágica ahí: esta clase media —ya que todavía la educación es pública y gratuita— es gente muy formada , pero con escasísimo poder adquisitivo. Siempre sienten, entonces, que están para más. La clase media es una clase media formada y frustrada, consciente de que sus expectativas nunca se van a cumplir.
En España sentimos que el ascensor social está averiado de un tiempo a esta parte.
En Argentina está pasando eso, en Colombia nunca existió. El ascensor social ascendente todavía no lo practicamos mucho en mi país.
Escribes: «Ese verano percibí un malestar que no era nuevo. Algo aquí se había estado macerando, podía olerlo, podía incluso anticiparme y esquivarlo. Cuando entraba a mi casa me quedaba clarísimo cuál era mi misión: procurarme un buen adentro, un adentro amable, almidonado, porque el afuera no lo era».
Este libro es como una Biblia de contradicciones. Yo sigo empeñándome en que con mis hijos salgamos y ocupemos el espacio público. Y siempre es agónico, pero yo sigo obligándome porque siento que es un síntoma de civilización, usar la ciudad que te tocó. Pero cuando llego a mi casa, respiro. Está claro que sufrimos de lo mismo, pero algunas personas nos empeñamos en ser “civilizadas”, aunque quizá algún día se nos pase porque es una tarea agotadora. Yo trato de hacerlo, pero cuando entro a mi casa siento un alivio inmediato. Cierro la puerta y digo, bueno, OK, estamos a salvo, ahora relajémonos.
Yo soy muy crítica y muy autocrítica también, pero a veces me parece necesario ponernos un manto de indulgencia, porque en Latinoamérica venimos de largos años de un abandono estatal del espacio público, y difícilmente encuentras lugares en los que sientas tranquilidad. Es muy difícil transitar una capital latinoamericana, por ejemplo, cuando vas en silla de ruedas o empujas un cochecito de bebé. Hay sectores que están como completamente detonados y no te das cuenta hasta que no te enfrentas con una limitación real como no poder dar zancadas para esquivar la basura o a los homeless o a los baches en la vereda. Cuando te toca hacer eso con niños, con ancianos, o con personas con movilidad reducida es como si descubrieras de pronto que hubo una guerra y nadie se dignó a levantar los escombros.
Hablando de los espacios, escribes sobre las casas de Le Corbusier, que son pequeñas y esbeltas: «Tienen lo mínimo indispensable para ser habitadas porque no pretenden cumplir la función social que tiene una plaza o en cine o un parque público». Tendemos a la vida nuclear, parece una obligación de la ordenación urbanística que habites tu casa y no pienses en el afuera.
Me encanta esta idea de la Ville Radieuse, la Ciudad Radiante de Le Corbusier. Hay una casa diseñada por Le Corbusier, que es la Casa Curutchet en La Plata, de la cual la gente dice que es todo chiquito, pero la explicación es que los cuartos se usan para lo necesario, que es dormir, que no necesitas mucho más espacio dentro. Después, tienes que poder mezclarte, confundir el afuera y el adentro, que no sean compartimentos estancos. Sí, ya sé que tampoco estám las condiciones dadas como para que dejes las puertas abiertas y te dejes confundir con el afuera, pero tampoco es una utopía, habría que encontrar el equilibrio.
«No me refiero a ser la madre de mis hijos, esa es la versión de mí misma con la que estoy más familiarizada, sino a la de ser madre. Supongo que a muchas les pasa. Casi todas las madres con las que me relaciono contradicen las virtudes y las caras que se esperan de ellas por la simple gracia de haber parido», escribes.
Una tiene una idea, estereotipada quizá, de lo que es ser una madre. Yo nunca me identifiqué con esa idea. O sea, nunca, nunca pensé que pudiera ser parte de este colectivo. Ser la madre de mis hijos es la versión de mí misma con la que no solamente estoy más familiarizada, sino que me siento como más cómoda.
Otro de los temas que abordas en tu libro es la culpa. «Mirar a mis hijos mientras dormían era mi modo de castigarme por la culpa que me daba esta tomada por una incapacidad pavorosa para gestionar mi vida esterilizada, pequeña y lujosa a salvo del afuera».
Este libro, ya desde las notas, reflexionaba sobre esta tendencia y, de repente, llega la pandemia. La pandemia lo que hizo fue constatarla: todos querían estar a salvo del afuera, encerrarse en sus casitas confortables y, en ese momento, lo podían hacer con todo el desparpajo y la impunidad y, además, la legitimidad, del mundo, porque fue como la puesta en escena de eso que veníamos construyendo hace tiempo de una manera muy drástica. Ahí sí, efectivamente, el afuera era una amenaza. Tenías que encerrarte obligatoriamente. Y era muy fuerte la idea de estar 24/7 con tu marido y tus hijos, compartiendo todo, todo el tiempo. Yo tampoco sabía muy bien cómo comunicarles a ellos lo que estaba pasando porque eran muy chicos. Me resultó muy duro ver cómo moría gente en las veredas en Guayaquil, cómo las llevaban en sacos y las tiraban en un lado porque no había donde poner tantos muertos. Después veía a mis hijos dormir en sus cuartitos, los miraba e imaginaba todas las posibilidades de lo que podía suceder. Quería llorar por otras tantas razones, pero lo ponía todo en ellos, pensaba que no los estaba cuidando bien. Porque hay una pandemia universal, pero la madre consigue igual echarse la culpa, claro.
Hay una frase que me han mencionado mucho porque a lo mejor es muy cruda, pero yo muchas veces he pensado que la maternidad tiene mucho que ver con la egolatría, ya sea en su costado narcisista o en su costado victimista. Una se siente superpoderosa de repente, te crees capaz de controlar todo. Crees que puedes poner a tus hijos a salvo de absolutamente todo y que nada los va a tocar porque tú eres su mamá y los vas a proteger. Eso es una falacia absoluta. Somos tan frágiles y tan vulnerables como todos los demás, quizá más, porque de buenas a primeras nos creció un talón de Aquiles. Hay una parte de la maternidad que te empodera y otra que hace que te sientas muy frágil. Esa parte victimista y la narcisista, tan extremas, están agarradas por la misma condición: la de ser madre.
Desvelas en El afuera un momento de crisis personal, pues nunca sentiste tan clara la «inutilidad de tu oficio» en ese contexto pandémico.
Así es: mi pareja es director de cine y yo tengo un oficio mucho más marginal, que es el de la escritura. Mi oficio siempre había estado, en cuestión de lo que ambos aportamos a la familia, por debajo del suyo. Es algo bastante reiterado, por lo menos en mi entorno que, en general, las mujeres aportamos menos que los hombres. Lo que pasa es que también es cierto que las mujeres nos ocupamos mucho más de la labor de cuidado de los hijos y eso nunca se valora lo suficiente, aunque lo digamos todo el tiempo.
La pandemia fue, otra vez, la constatación de que, en un mundo más pragmático (según muchos sería también un mundo más real), cada quien debía ocupa el rol que le tocaba, y no podías ni quejarte. Para la libertad no te dan las cuentas. Si alguien tiene que conservar su trabajo, su fuerza productiva, por la circunstancia en la que estamos, es el varón, el proveedor. O sea: tú ahora ni te quejes de que no tienes tiempo de escribir, porque no corresponde en este momento. Es muy cruel y muy realista al mismo tiempo.
Durante una mudanza, la autora descubre una libreta de apuntes que tuvo en la época en la que nacieron sus dos hijos. Esas notas del pasado se conectan con reflexiones del presente sobre la maternidad y el miedo al mundo exterior.
Este libro indaga en la familia de clase media que se construye como una isla —o una cárcel— para protegerse del resto; analiza cómo un conjunto de individuos mezquinos y miedosos, amparados en el instinto de preservar a sus seres queridos, se afianza y habita sus pequeños mundos privados, de espaldas al afuera.