Empezamos la cuenta atrás para la celebración de San Valentín. El día de las flores, los bombones, los regalos y las cenas románticas. Una celebración del amor, dicen. Una fiesta que aterrizó en nuestro país por mediación de las antiguas Galerías Preciados, con el objetivo de incentivar el consumo. Pues yo, qué queréis que os diga, aboliría esta fiesta. Obviamente no la celebro, porque no entiendo bien qué hay que celebrar.
Converso desde hace meses sobre el modelo de amor y es que no lo entiendo. Pero cómo entenderlo, si yo no creo en la definición de “amor” que ofrece la RAE en sus cuatro primeras acepciones:
1. m. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.
2. m. Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear.
3. m. Sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien o algo.
4. m. Tendencia a la unión sexual.
¿Partiendo de su propia insuficiencia? ¿Y qué pasa con el amor propio? ¿Que el amor nos completa? ¿A quiénes?
Sigo sin entenderlo. Yo defino el amor como un sentimiento de libertad, inevitable, no excluyente, generoso, que nos hace ser mejores. El amor como algo que empieza por una misma, una capacidad propia. El sujeto primero del amor debe ser, siempre, una misma. La que sabe quererse, sabe querer y sabe recibir el amor de los demás.
Por eso, cuando escucho hablar de poliamor, creo que es una palabra inventada para cubrir las carencias de una palabra mal definida: la palabra amor. Amor como filosofía de vida, amor en las antípodas de los celos y las posesiones. Amar por amar, sin esperar nada a cambio. ¿No es eso amar? ¿Y la monogamia, entonces? ¿No es una limitación del amor?
El problema surge cuando una decide vivir el amor de una manera libre, no ajustada a las normas ni a las definiciones. Este problema lo han detectado, sufrido y analizado muchas mujeres y hace muchos años. La fórmula del matrimonio tradicional cada vez funciona menos. A las cifras me remito. También a las conversaciones que tengo, que son muchas y con una conclusión común: “estoy harta”.
Estamos hartas de lo doméstico, de la crianza, de guardar las apariencias. Hartas de las exigencias, del desequilibrio, de la carga mental. Estamos hartas de cobrar menos, de trabajar más. Hartas de los cuidados. Hartas de cargar con la carga mental. De hacer las listas de la compra, de acudir al pediatra y de saber qué materiales necesitan los niños para el disfraz de carnaval. Saberlo, comprarlo y hacer el disfraz. Siempre hay muchos pasos ocultos, pero que hay que dar para llegar a alguna parte.
¿Hablamos del deseo? ¿Hablamos de fingir orgasmos? ¿O de por qué otorgamos más importancia a la fidelidad conyugal que a asumir las tareas domésticas en igualdad? ¿Hablamos de la culpa? ¿Hablamos?
Esto no se arregla con flores ni con buenas intenciones. Esto se arregla desaprendiendo. Esto se arregla deconstruyendo. Esto se arregla sin prejuicios, con generosidad, con amor del bueno, del de verdad. De ese que busca ayudar al otro, que da sin esperar a cambio, de ese amor que nos hace mejores, sin limitaciones. El amor que yo quiero me quiere con mis defectos, me cubre la espalda, me empuja para que llegue más alto, es feliz con mi crecimiento, no tiene miedo a perderme y, por eso, no necesita acotarme.
La decepción reina entre muchas de las mujeres de mi entorno, atrapadas en “lo doméstico”, en la maternidad y en la crianza. Nosotras, las que soñamos con los príncipes azules de las películas. Que nos creímos las canciones de amor. Joder, cómo duele despertar de ese sueño. Por fortuna, el debate sobre la equidad de las relaciones, sobre la caída necesaria del amor romántico y sobre la construcción de relaciones más sanas, equitativas, respetuosas y satisfactorias ya está encima de la mesa. Y las voces cada vez son más fuertes. De esta, no creo que nos tapen más. Habrá sordos, como siempre, pero el grito ya está en el cielo.