Charlando hace pocos días con Aroa Moreno (Madrid, 1981), sobre su recientemente publicado La bajamar (Literatura Random House), le conté que la lectura de este libro me había sugerido una imagen muy nítida: la de una ola inesperada, que te arrolla cuando estás mirando el horizonte a orillas del mar, que te voltea, que te tira, que te empapa y que también te asusta. Ella me contó que, cuando dio a leer el manuscrito a un amigo, este le dijo: “en alguna página tienes que permitir que el lector saque la cabeza del agua. Está muy oscuro ahí dentro, hay mucha angustia y tienes que poner algo para que el lector coja aire”. Porque enfrentarte a La bajamar es duro desde la portada: la imagen de esa niña secándose las lágrimas ya anticipa el interior.
Abrir las páginas de La bajamar y enfrentarme a su lectura no me angustió como pensaba que lo iba a hacer. Y eso que hay una madre que renuncia a su papel de madre, otra madre que deja a sus hijas en un barco sin saber dónde van a acabar cuando empieza la Guerra Civil, que pierde a su hijo en el mar; otra madre que esconde un secreto relacionado con el terrorismo y su propia maternidad. Y todas ellas son hija, madre, abuela y bisabuela, tejiendo un relato de relaciones, de lugares, de sentimientos, de memoria, de dolor y también de destellos de luz. La bajamar recorre, a lo largo de la vida de cuatro mujeres de la misma familia, casi un siglo de nuestra historia más reciente. Aroa, que es madre de un niño de casi seis años, ha encontrado una forma magistral de narrar una historia de la historia, de volcar inquietudes y desvelos, de agarrarse al pecho y dejarnos, a veces, sin respiración, pero mirando hacia arriba y sintiendo que no estamos tan lejos de la superficie y del oxígeno que necesitamos para respirar.
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Ha afectado la maternidad a tu forma de trabajar?
Justo antes de tener a mi hijo Pablo trabajaba desde casa como autónoma. Cuando nació hice un parón de un año y medio: me daba mucha angustia dejarle antes, tardó mucho en andar y esperé a que anduviese para llevarlo a la guardería. Entonces, volví a activar cosas de trabajo. Entre medias, había empezado a escribir La hija del comunista y la tenía sin acabar. La editorial Caballo de Troya elige un editor al año y era el turno de Lara Moreno, que conocía la novela. Lara me dijo que le encantaría publicar mi novela en primer lugar, durante su año de editora invitada. Mientras yo estaba embarazada, no pude escribir nada. Cuando nació mi hijo tenía unos tres o cuatro meses para acabarla. Aquel verano de 2016 lo recuerdo como un verano duro, sentía que no tenía la cabeza igual de clara que antes de ser madre —creo que ya la he recuperado—. Ahora madrugo mucho. Esta novela la escribí levantándome a las 5 de la mañana y aprovechando las primeras horas del día. Supongo que trabajo haciendo puzzles con nuestro tiempo, como todas.
¿Cuál es la huella de la maternidad en tu trabajo?
Necesitaba explorar de forma creativa todas las emociones positivas y negativas que la maternidad me había traído y me situó en un punto de vista como hija que no tenía antes: de pronto, me sentí como un eslabón entre mis padres y mi hijo, algo que antes no había visto de esta manera. Tras ser madre, comencé a mirar a mi madre, a mis dos abuelas y al resto de mujeres de la familia de otra manera. En esta novela no está mi hijo, no estoy yo, pero están un montón de emociones que me ha traído ser madre y de detalles que tienen que ver con los cuidados.
La hija del comunista te trajo un encuentro decisivo con Jesús María Cormán. ¿Cuál es el germen de La bajamar?
Si no me hubiese encontrado con Jesús María Cormán, yo no hubiera escrito La bajamar. Mi novela hubiera sido otra cosa diferente, otra novela. Fui a presentar La hija del comunista a un club de lectura en Donosti, organizado por el ayuntamiento en una especie de gruta. A la salida, se me acercó un hombre que quería hablar conmigo y contarme una historia que pensaba que, si alguien podía escribirla o hacer algo con ella, era yo. Había leído La hija del comunista y le había encantado. Me dio buen rollo y quedé con él. Me contó que su madre y sus tías habían sido niñas de la guerra. Que su abuela las había apuntado en los barcos que se llevaban a los niños del País Vasco en medio de los bombardeos para ponerlos a salvo. Me contó la historia de ellas en Bélgica, cómo lo recordaban, cómo habían afectado al resto de su vida esos pocos años que pasaron fuera. Cuando me lo contó, percibí que había algo en esa historia que era conmovedora, por algunos detalles que he puesto en la novela pero que no han quedado muy en primer plano. Yo estaba muy decidida a no volver a contar una historia que transcurriera de forma lineal desde el pasado hasta un presente: por mi propia maternidad, me apetecía explorar esas otras emociones de una mujer actual. Le dije que iba a hacer algo y él me pasó un montón de grabaciones —coincidió con la pandemia, yo no podía ver a su madre porque era una mujer muy mayor—. Me llenó de audios, de fotos familiares.
En un momento dado, me alejé un poco de él. No es que dejase de contestarle, pero decidí cortar un poco la comunicación para ponerme a escribir. Pasó un año, quizá, hasta que construí los personajes de Ruth, Adirane y Adriana. De vuelta a Donosti, un día, quedé con él y le llevé una edición en pruebas de la novela. Se quedó alucinado, algo asustado, porque no sabía nada de mí hacía tiempo. Fue un movimiento arriesgado el mío, el de escribir aislada, pero lo necesitaba para conseguir hacerlo desde el respeto por la gente que ha dejado en mis manos un testimonio de tanto valor y también conseguir la libertad de hacer lo que yo quisiera con ese testimonio. Hubiera sido muy complicado levantar esta historia teniéndolo tan cerca. Él es artista, es poeta, pinta… es un hombre muy apegado al arte. Supo comprender muy bien que yo hubiese tomado esa decisión. Leyó la novela, le gustó mucho. Ha sido muy, muy generoso. Tras publicar la novela, siento que tengo un amigo, con el que me une algo súper bonito que no tengo con nadie más.
Me ha llamado mucho la atención de La bajamar es lo mucho que se habla de temas tabúes. Por ejemplo, esas madres que, en un acto de generosidad, desprendimiento y amor, renuncian a sus hijos para ponerlos a salvo, metiéndolos en un barco sin tener claro su destino.
Cuando empecé con la crianza, me preguntaba si sería capaz de alejarme de mi hijo para salvarlo. ¿Hasta dónde llegaría para alejar a mi hijo de un peligro? En el caso de Luz, la bisabuela, que deja a sus dos hijas en el barco, no tiene otra opción para salvar sus vidas. Es un acto lleno de generosidad, de coraje y de amor. Me costaba mucho llegar hasta el hueso de esa emoción, de separarte de tu hijo para salvarlo, sin saber con quién se va a encontrar, cuándo va a volver, cuando ahora no somos capaces de separarnos casi dos horas de nuestras criaturas y de preguntarnos constantemente qué estarán haciendo, si han comido o no cuando no estamos con ellos. Entiendo totalmente la incertidumbre que se manejó en esa época. Hubo una imagen, cuando llegaron refugiados de Afganistán, seguramente recuerdas a una madre con su hijo alzado en los brazos, dándoselo a los soldados en el aeropuerto. Y pensé que éramos los mismos: la misma desesperación, el “voy a desprenderme de lo que más quiero para que tú lo salves, porque sus posibilidades de supervivencia son muchas más lejos de mí”.
En el caso de Adirane, me hacía otra pregunta todavía más profunda, a lo mejor menos peligrosa, pero una pregunta que tenía que ser respondida desde un lugar más profundo. Me refiero a si, como madre, sería capaz de alejar a mi hijo de mí para salvarlo de mí. No porque yo tenga la violencia de un bombardeo o el cerco de la violencia de los años 80 que vive la madre de Adirane, sino porque le proyecto una carga, una amargura, o pienso que hay alguien que lo puede hacer mejor que yo. Es una pregunta muy difícil de responderse.
Cuando pienso en cómo has creado ese personaje —Adirane—, imagino que habrá sido ciertamente doloroso. ¿Es Adirane víctima de las expectativas que genera la sociedad sobre la maternidad y no solamente víctima de sí misma?
Creo que hay gente que está sufriendo o insatisfecha, o a quien se exige una abnegación, una presencia o una alegría que no puede dar. La maternidad es algo transformador y, a su vez, esa transformación implica, a veces, algunas renuncias. Nunca he comprendido a las madres arrepentidas, por ejemplo. Me explota la cabeza de pensar que pudiera yo arrepentirme de haber tenido a mi hijo. Pero comprendo perfectamente a todas las madres que pasan por depresiones, tristezas, para las que la maternidad no era lo que ellas esperaban. No porque no se lo hayan contado, sino porque cada cuerpo, con su propia revolución sentimental, con sus armas, con su salud mental, se enfrenta a esto de una manera u otra. Y esto es algo grande.
Escribiendo la novela, pensaba con frecuencia si se quería igual a un niño en los años 30, en mitad de una guerra, que ahora en el estado de bienestar, donde parece que no pasa nada. Y llegué a la conclusión de que lo único que ha permanecido intacto a través de los años era el amor y la preocupación por los hijos. Todo lo demás va cambiando, pero siempre existe una exigencia muy intensa sobre las madres.
¿Tienen los secretos derecho a ser guardados?
Creo que sí. Cuando se guarda un secreto, muchas veces lo que se guarda es una culpa. Puedes guardar un secreto para no hacerte daño a ti o al otro. Hay que medir muy bien cuándo se pueden decir y cuándo no. Todos tenemos secretos: muchas veces no tienen nada que ver con lo épico, pero, ¿quién sabe todo lo que hemos hecho, o nos conoce en nuestra parte más profunda de nosotros mismos? Eso también son secretos.
En la novela, me gusta pensar que no solo hay secretos, sino mucho silencio y preguntas que no se hacen. Y eso casi me da más miedo: cuando no te atreves a hacer una pregunta porque eres incapaz de asumir la respuesta.
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