Llego por primera vez a la escritura de Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981) con Soñar como sueñan los árboles (Alfaguara, 2024), una historia que, a priori, me da miedo abordar: la del robo de una niña pequeña, de buena familia, para acabar en brazos de una mujer que no consigue saciar su deseo de ser madre por medios naturales. Y, lejos de sentir angustia, lo que descubro es una voz muy personal, una escritura ágil y un árbol lleno de ramas que dan sus frutos página a página. A ritmo de thriller, la acción avanza en la voz de una narradora que, además de relatar, se encarga de liberar de prejuicios los hechos a lo largo de las páginas de esta novela: «Tengo un cuerpo de mujer, soy mujer y también soy tercera persona. Este es mi trabajo. A veces me perderán de vista, pero yo acá ando. Si otros hablan, yo me haré a un lado para escuchar», proclama antes de dar paso a la acción.
«No hay en el mundo fuerza como la del deseo. No hay en el mundo mayor peligro que una madre», dice Nuria, la “madre adoptiva” de la niña robada. Y es que esta historia es como una cebolla a la que se le van arrancando capas, y todas ellas tienen que ver con las mujeres y las violencias e injusticias que se ejercen sobre ellas: violencia obstétrica, violencia económica, violencia física. Las capas de la cebolla son, también, los mandatos que recaen sobre nosotras: qué es ser una buena mujer, qué es ser una buena madre, qué es no poder serlo y qué papel juega la clase social en todo esto. Situada en 1946, en la Ciudad de México, a través de un compañero periodista en la edición mexicana de El País —donde también escribe— dio con una serie de casos en la época que trataban sobre secuestros y robos de niños: ese fue el punto de partida para desarrollar una trama que, además, denuncia, cuestiona e interpela.
¿Qué hizo que esta historia llamase tu atención y comenzases a escribirla?
Hice una novela “fallida” en la pandemia, si es que existe tal cosa como algo fallido en la vida. Ciertamente, era un escrito que no funcionaba como novela. Una de las inquietudes que me empujaron a escribirla era cómo se cuenta una historia desde el punto de vista, no solo desde una mujer, que es algo que ya había hecho desde la primera persona, pero en lo personal quería explorar cómo era una tercera persona, una voz omnisciente. Una voz siempre viene de un cuerpo, y me interesaba mucho que fuera el de una mujer. Me basé en una crónica de un par de páginas que encontré del robo de un niño, pero cambié el personaje de niño a niña para la novela, que ya era una diferencia sustancial. Los miedos que suscita que sea una niña son distintos, se agudizan. El simple hecho de caminar en la calle siendo mujer es una experiencia distinta. En una situación extrema, el tema de género, por supuesto, me interesaba mucho. Necesitaba la base de la época para tener el pretexto de poder saber quiénes eran estos personajes y complejizar cómo las mujeres, en una sociedad patriarcal, pueden ser buenas o malas dependiendo de cómo se nos mira y juzga. El mandato de ser mujer implica, si eres madre, cómo ejerces tu maternidad, un juicio si no eres madre, si eres una mala pareja… El sistema penal, en México, tiene penas más duras para una mujer que para un hombre ante el mismo crimen. Esto te habla mucho de dónde estamos. En esa época, había una sección especial en los penales para las mujeres “de mala conducta”, razones que hoy llamaríamos mínimas.
Eliges escribir sobre la maternidad y la paternidad, temas que, a priori, no suelen interesar demasiado a quienes no están en esa etapa.
Pareciera que, en ese mismo saco de desdén, también entran un montón de temas llamados “femeninos”, no solo la maternidad. Desde el punto de vista literario, de contar historias, creo que tiene que ver más, siempre, con el punto de vista y la manera de contar algo. Hay historias aburridas sobre eso, pero también sobre una guerra o temas considerados épicos. La mañana en la vida de una persona puede ser contada de una manera interesantísima, por ejemplo. Yo no lo cargaría a los temas, porque son todos interesantes en sí, sino en el hecho de cómo se cuentan.
En esta novela me interesaba mucho destacar ese universo femenino, que la narradora se enfocara, tradicional o hegemónicamente, por decirlo así, en las ideas. Quería que muchos de los momentos que plantea esta novela se resolvieran desde la intuición, desde lo onírico. Lo irracional, lo ilógico, lo inconsciente, están muy presentes. Me interesaba mucho que la manera de contarlo estuviera enfocada hacia lo estereotípicamente llamado “femenino”: con ser mujer, con ser madre, con no serlo, la relación con una suegra o el papel de una abuela.
El agua está muy presente en toda la narración: desde la lluvia presente en la primera página hasta los oleajes que aparecen en las últimas. ¿Qué significa el agua en tu novela?
Arquetípicamente, está muy asociado con lo femenino, con lo lunar, con lo lunático, también. Los ciclos menstruales, el llanto tan asociado a la debilidad femenina… me interesaba que todo esto tuviera un lugar muy sólido en esta historia que, lejos de denotar debilidad, denotara, en todo caso, fuerza. Esta historia tiene todos esos elementos que estereotípicamente se han usado para atacar a las mujeres. Todos estos símbolos del agua son las herramientas para contar una historia, no desde el estereotipo, sino desde la construcción de estos personajes bastante complejos y fuertes también.
Si lees la contraportada o el resumen de tu libro, puedes imaginar que la novela cuenta la historia del secuestro de una niña y lo que acontece a su alrededor. Para mí, tras leerla, es una historia sobre la empatía. Es la historia de la empatía de una mujer, que no es a priori la protagonista, que es Ana María —la abuela de la niña secuestrada—. Un guiño en el texto, de los varios que hay —y que no se pueden desvelar, pues serían spoiler—: «podríamos decir que era, sobre todo, una diseñadora que escuchaba a sus clientas. Que, además, disfrutaba de entablar relaciones con ellas más allá de su trabajo». Ana María, la abuela, es definitiva para la resolución del caso, aunque sea por métodos poco ortodoxos.
El tema de la empatía es algo que me interesa explorar personalmente y también en la ficción: cuando eres empática sin hacer apología, pero contando, al mismo tiempo, la historia de un crimen. Era un tema interesante desde el punto de vista ético y también desde el artístico. Escribir una historia a la altura de estas complejidades supuso una reflexión muy profunda y muy rica para poder explorarla desde varios ángulos y personajes.
El espacio de las cárceles en México ha sido muy importante. Desde el periódico he ido varias veces a diferentes penales en México como tallerista, algunos de máxima seguridad. Una de las cosas que sigue aconteciendo, desde esta época de finales de los 40 hasta hoy, es que en las cárceles se pena más la pobreza que la justicia. Muchos de estos casos que he conocido en las cárceles tienen que ver más con el racismo y el clasismo. No quiero hacer apología del crimen, pero, en muchas ocasiones, entender el contexto social en este sistema penal te hace cuestionarte el punitivismo, qué criminalizamos como sociedad. Quería crear un personaje que estuviera en esta línea, para cuestionar hasta qué punto cometió un crimen y, por supuesto, sin hacer apología del crimen, porque no es el caso.
Las luces siempre arrojan sombras, somos personas complejas y por qué estamos donde estamos tiene que ver mucho, también, con la sociedad a la que pertenecemos, con cómo somos juzgadas. En esta historia, en la que se produce el robo de una niña, quería saber qué pasaba con esas dos familias que están en una situación al límite. Quería saber cómo orillaba esta situación a estas dos mujeres al límite: la madre de la niña que roban, que tiene una angustia enorme y una culpa enorme —que tanto tiene que ver con ser una mala madre, cuando la sociedad te pregunta qué carajo estabas haciendo para dejar que esto sucediera—, y la mujer que no puede tener hijos y que la recibe.
Otro tema es el de las violencias gineco-obstétricas. En México hay un caso que ha salido a la luz hace poco, sobre un gineco-obstetra que ejerce prácticas muy violentas y en su haber ya pesan muy tristes resultados por drogar a las mujeres para que tengan su parto en el momento en que conviene a su agenda. Lamentablemente, hay mujeres que han fallecido por este tipo de negligencias y situaciones que tienen que ver con las violencias de género.
Entre todas las capas de la violencia que asolan a la mujer está, también, el precio que pagas. Ana María, la abuela, cargó también con el estigma del divorcio.
Este personaje está basado en mi bisabuela, que también se llamaba Ana María. Me hubiera gustado convivir más con ella, pero no tuve esa suerte. Ella se divorció después de una relación muy violenta, en una época en la que divorciarse era una maldición. Es algo que siempre estuvo en la familia, como una cruz que tuvieron que cargar sus hijas: no las invitaban a comer a casa de sus amigas, por ejemplo. Quería explorar este estigma en la época de mis abuelos.
El papel de Ana María es importante: es una mujer que tuvo un acceso más bien nulo a la educación dada la época, y con los muy pocos conocimientos que tenía, en el mejor de los casos para ser ama de casa —lo normal era que no tuvieran acceso a ninguna formación, que estuvieran para parir hijos y atender la casa—, llegó a niveles internacionales su trabajo. Ella sabía coser y eso creció hasta que se hizo diseñadora de modas, se convirtió en una señora carismática, elegante, con buena posición social y dinero. Quería que ella fuera una empresaria que había hecho una fortuna, algo muy polémico también en la época. Ante la situación del robo de su nieta, esta abuela que ha triunfado en lo “capitalista”, se activan palancas y posibilidades de corrupción: busca corromper a base de dinero la resolución de este conflicto.
¿Por qué elegiste este verso para titular tu novela?
Fue como un amuleto, realmente. Llevaba un par de páginas apenas escritas —comencé a escribir en enero de 2022, tras un 2021 muy duro— y necesitaba mucho tener un espacio en lo creativo. Leí este poema hermoso, Alfabeto, de Inger Christensen, que dice «un soñador tiene que soñar como sueñan los árboles / con frutas finalmente», en un momento donde sabía dónde empezaba y dónde acababa esta historia, pero no sabía qué iba a suceder. Me parecía que encerraba el espíritu de la hijitud que cruza toda la historia: el ser madre, el ser abuela, el ser hija… los frutos. De alguna manera, los personajes sueñan con sus frutos, que son los hijos en este caso. Esa idea del sueño de los árboles me pareció preciosa y, sin bien nunca aparece en la novela, me pareció que era el espíritu de la historia que yo quería contar.
Las vidas de Gloria Felipe y de Nuria Valencia se entrelazan en torno al robo de una niña pequeña que conmociona a la capital mexicana en la década de 1940. Por medio de una narradora que (en sus propias palabras) «no canta mal las rancheras», somos testigos de la batalla de los Miranda Felipe por recuperar a la menor de sus integrantes y de la crianza angustiosa de los Fernández Valencia para salvar a su propia niña de un peligro potencial que la policía no ha podido frenar y los medios reportan con el tono de un thriller.
Atravesada por diversas imágenes de agua –en forma de lluvia, mar, brisa, estanque o charco– que reflejan el estado anímico de sus personajes, Soñar como sueñan los árboles ofrece una mirada crítica de los mandatos de la maternidad, y muestra también las posibilidades de rebeldía y autodeterminación que abrieron las mujeres del medio siglo para nosotras. El sentido del humor sagaz y punzante de Brenda Lozano hace imposible soltar el libro hasta llegar a sus últimas páginas.