La portada de Tener la carne habla por sí sola: una poderosa combinación de colores rosa y rojo, un aloe en primer plano—suculenta que crece en zonas con poca agua—, el nombre de Carla Nyman y una etiqueta en la faja: delirante thriller almodovariano. En realidad, me fastidia que todo lo delirante o surrealista tenga que ser almodovariano, aunque también lo entiendo. Pero creo que lo de Nyman (Palma de Mallorca, 1996) supera todas las categorías, las deglute, las escupe y, después, se troncha de risa. Escritora y directora escénica, antigua residente de la Fundación Antonio Gala, ha publicado varios poemarios (Movernos en la sed ganó el VI Premio Valparaíso en 2021) y ha estrenado sus obras en varias ciudades españolas. El manejo de lo lírico y lo escénico se han agitado y mezclado en esta primera novela suya, que iba para monólogo teatral, pero que se convirtió en una de las propuestas de ficción más frescas, originales, escatológicas y penetrantes de los últimos meses.
Nos reunimos en la cafetería del Hotel de las Letras en Madrid, donde nos acompañan los colores y las ganas de conversar sobre C., una chica que ha matado a su novio y que, con la complicidad de su madre, pasea su cadáver por la costa de Almería mientras siente la necesidad de confesar sus delirios —y delitos— al juez que, potencialmente, instruirá su caso. Carla es una excelente conversadora, una escritora realmente original y la garantía de supervivencia de una generación de escritoras que parten de lo personal para elevar un relato, a base de literatura, hasta convertirlo en un monstruo de mil cabezas, de mil lecturas, de mil ramas y que, además, todo tenga sentido dentro del delirio.
Se ha etiquetado tu novela de “delirante thriller almodovariano”. ¿Te sientes cómoda con la etiqueta?
La etiqueta es suculenta: mueve a un grupo de lectores a ese lenguaje almodovariano. A mí me sorprendió mucho: he visto muchas películas de Almodóvar y lo admiro, pero no creo que sea una referencia directa. De hecho, el lenguaje con el que trabajo se inspira en otras fuentes. No digo que no sea una lectura válida: creo que fue una amiga mía la que escribió esa etiqueta, pero mis referencias están en otro tipo de surrealismo, en otro tipo de deformación o extrañamiento de la realidad.
Empiezas Tener la carne con una cita de Ariana Harwicz: «Yo te parí, pero vos me podrías haber parido igual, ¿no es cierto?» ¿Quiénes son tus cómplices en la escritura de este libro?
Harwicz es la que vertebra realmente, la que me ha estado acompañando a través de su literatura en la escritura de este libro. Ella trabaja esos espacios de oscuridad que tenemos señalados y que, a veces, nos espanta adentrarnos en ellos. Harwicz lo radiografía con gran lucidez y desde el extrañamiento que a mí tanto me interesa trabajar. Rita Indiana y el tratamiento de la figura paterna en su novela Papi me fascinó: muchas escritoras tenemos en común la figura ausente de un padre al que, supuestamente, le corresponde otorgarnos unos cuidados, pero cuya manera de relacionarse supone un vacío y una ausencia. Annie Ernaux y su novela La ocupación me fascinaron por cómo trataba el tema de los celos, sin prejuicio, sanción ni autosabotaje, sino desparramando, literalmente, qué tipo de pensamientos pasan por la cabeza cuando una está experimentando una sensación tan difícil de gestionar como los celos. Si me retrotraigo más aún, podría hablar de Gógol y Diario de un loco. Para mí fue muy importante, sobre todo, poder retratar la locura, la sensación de paranoia o alucinación. Gógol lo hace muy bien, colocándolo en clave de humor, que es una manera de sublimar el dolor. La locura parte del dolor. François Rabelais y su Gargantúa y Pantagruel, porque trabaja lo escatológico de una manera muy divertida.
Comenzaste escribiendo poesía y tu trayectoria se ha desarrollado, también, en los teatros. Ambos lenguajes parecen fluir hacia esta primera novela tuya.
Me han preguntado en varias ocasiones cómo se originó este libro. Es verdad que empezó a germinar como una obra de teatro. A mí no me quedaba muy claro el límite: era un monólogo y, de vez en cuando, aparecían los diálogos por parte de la madre. Me encanta, porque algunos lectores me han dicho que parece como si la madre, realmente no fuera más que el hilo del pensamiento de la protagonista, como si la protagonista estuviera subrayada por ese hilo de pensamiento, aunque no existiera físicamente en la novela. Esto me lleva a pensar que no existe un límite muy claro, al menos, en la manera en la que yo quería contar Tener la carne. No existe un corsé en el que embutir esta historia ni creo en los límites entre los géneros literarios, pues creo que la naturaleza de cada proyecto se va asentando donde mejor pueda vivir. Lo que ocurrió fue que el texto, que era un monólogo, una narración en primera persona, era una obra de teatro. A veces tiene algo de desparrame poético, algo lírico. Finalmente, se bautizó como una novela, pero puede ser casi un trampantojo y un engaño, y quizá siga siendo una obra de teatro.
Volviendo a no encontrar los límites entre los personajes de la madre y la hija, parecen, incluso, ser dos partes del mismo ser. Todas las barreras de complicidad, incluso de toxicidad en su relación, están rotas. A veces, es incómodo pensar en cómo el deseo de la madre es asumido por la hija, incluso en las cuestiones más cercanas a lo sexual, no hay límites.
Es como si, de repente, se derribara, incluso corporalmente, el personaje, y una fuera la extensión de la otra. Por eso no hay barreras de intimidad. Yo me las imagino como un mismo organismo: están pegadas, prácticamente y, por esa razón, muchos lectores opinan, incluso, que la madre no está presente, que está integrada como una matrioshka en el cuerpo de la hija. Eso es lo que nos pasa en muchas ocasiones: la madre es un referente absoluto, la primera persona que ves cuando naces y, a partir de ahí, se vertebra la realidad. En ese momento, aparece la distinción entre el tú y el yo, es cuando empiezas a establecer la ley, qué es lo correcto y lo incorrecto. Tus razonamientos, tu lógica, están vertebrados por esa figura externa que es tu madre, pero casi podría ser una prolongación o un apéndice tuyo.
La madre ha vivenciado una serie de experiencias muy truculentas, violentas y hostiles y, de pronto, siente la responsabilidad de colocar un cerco a su hija, porque tiene miedo de que su hija vuelva a ejecutar los mismos errores o que acaben arrasando con ella este tipo de acontecimientos que ha vivido. Ellas sienten que están atravesadas por una especie de hechizo irreversible: lo que le ha pasado a la madre, también sucederá a la hija. En ese sentido, es muy incómodo estar siempre al lado de una persona que es un espejo de ti misma. Por eso no hay barreras de intimidad y sí esa hostilidad. Es casi la misma persona embarrada.
¿Por qué te interesó ahondar en la relación entre madres e hijas como tema literario?
Hay dos razones. Una es la que suelo contar siempre: es un tema que, desde el punto de vista literario, siempre me ha interesado. Tengo una especie de fijación, sobre todo en estos últimos años y a través de escritoras como Ariana Harwicz o Samanta Schweblin, de ahondar y no ver a esa familia normativa, a esa madre normativa. También hay madres no normativas, es algo que he visto de cerca. Hay familias que me parecen estupendísimas y ojalá yo hubiera podido tener esa experiencia.
La segunda razón se vertebra a través de esta primera: mi fijación viene de unos engranajes, en mi propia familia que, de pronto, me hacen ver que hay algo que no es del todo funcional. No es una disfuncionalidad con mi madre, al revés: con ella tengo una relación bastante buena, sino con el constructo y la estructura familiar. Mi madre —y creo que esto ha pasado en muchas otras familias— es extranjera. Vino de España a Finlandia y vivenció una serie de experiencias muy truculentas. Existe, por ello, una sensación de alerta hacia sus hijas —mi hermana y yo—, una especie de trasvase que ha acabado permeando en la novela. Mi madre sufrió una serie de experiencias muy violentas en el seno de la familia y todo eso, de alguna manera, es algo que quedó comprimido dentro de ese espacio íntimo, que fue generando una especie de secretismo. Tener la carne es casi una somatización llevaba a ese extrañamiento, a esa desnaturalización, para que eso pueda salir de ahí, de ese espacio familiar que debería corresponder con los cuidados y la comunicación.
La violencia ejercida sobre las mujeres es una realidad estructural. No se da, como se piensa equivocadamente, solo en entornos empobrecidos o culturalmente deficientes. Se da en los mejores barrios, en todas las ciudades. Está aquí, alrededor, es algo que sufrimos y que sucede muy cerca de nosotras. Tú, en Tener la carne, das la vuelta a esa estructura: tu personaje principal mata a su novio, al objeto de su amor.
Ella acaba asesinando a su pareja por varias razones: por un lado, el asesinato ya supone detener la huida de una persona, Bruno. Ella y su madre ya han vivido la huida del padre, han experimentado ese rechazo tan desagradable por parte de una persona a la que se presupone el amor. Bruno vuelve a repetir el mismo patrón y a ellas se les ocurre detener esa huida de varias formas; la última de ellas, el asesinato. Es paradójico, porque aunque detengas la huida, lo que haces es acabar con sus funciones primarias, lo conviertes en un cadáver que simboliza esa sensación de no superar un duelo. Esta persona, que ella quiere que permanezca y que, irremediablemente, no hace más que huir, sistemáticamente ser infiel, mentir y ejercer un tipo de violencia velada —y no tan velada—, hace que no haya otra forma de concretar su permanencia en su vida que en forma de cadáver. Ese cadáver es el hueco que deja la persona que ya no está. Por eso están arrastrando simbólicamente ese cadáver que es el del padre, el del novio, incluso el de ese otro hombre que aparece, el juez, que también es el hombre ausente —la patología triplicada—. Esa trinidad es la que está todo el rato dando vueltas alrededor de la novela.
Continuamente hablamos de los cuidados. ¿Qué opinas del valor que otorgamos a los cuidados en esta sociedad nuestra?
Los cuidados son, evidentemente, fundamentales. Son la manera en la que se puede generar una sociedad, donde se dan las relaciones interpersonales fundamentadas en la honestidad. A veces, pecamos de mencionar estas palabras, estos binomios de responsabilidad afectiva y cuidados, y dejan de tener sentido. Cuando realmente deberían tener sentido, se convierten en palabras manidas. Esto es algo que me preocupa: hay lugares de riesgo, en los que verdaderamente hay gente que está sufriendo los estragos de la violencia, situaciones muy truculentas. Estamos en un momento en el que hay una sobredosis de la palabra “cuidados”. Entonces, se desautomatiza y deja de tener sentido. Debemos usar estas palabras —cuidados y responsabilidad afectiva— con criterio, detectando dónde está la situación que necesita de una reacción rápida para poder solventar casos de verdadero peligro.
Hablemos de la locura, de esos momentos en los que no distinguimos entre realidad y delirio en Tener la carne.
Lo que detecto, y quizá me estoy aventurando, pero esta especie de violencia que está permeando en mucha de la literatura escrita por mujeres, muchas veces los lugares que solemos relacionar con el amor y los cuidados —de nuevo—, que son la familia, la infancia —donde todo se empieza a configurar— y las parejas —la prolongación de la familia—, de pronto, conforman un engranaje que supone un desajuste con las expectativas que tenían que ver con esos cuidados y ese amor. Se produce algo irregular en lo cotidiano, en eso que nos tenía que haber sido dado. Nosotras detectamos, señalamos o evidenciamos algún tipo de violencia. Entonces, intentamos contrastar con un interlocutor —que puede ser nuestra pareja, nuestro padre— que sospechamos que estamos viviendo una situación hostil o de violencia y, en el momento en el que buscas contrastar esta información y comunicar cómo te sientes, lo que encuentras es que no solo no se constata o corrobora, sino que ese interlocutor invalida esta percepción que estás teniendo. En ese momento, concluyes con que estás tergiversando o distorsionando algo que te está sucediendo en primera persona, que has detectado, que sospechas y que evidencias. Lo que sucede es una desconexión entre lo que estás viviendo y lo que está diciendo tu interlocutor, que, supuestamente, es el eje del amor y la confianza, tu lugar seguro, tu hogar. Si esta persona te invalida, sientes una incongruencia contigo misma, desconfías de tu propia percepción y esto te lleva al autosabotaje de tus propios pensamientos. Empiezas a identificar tus percepciones como una especie de alucinación, pero a la vez sientes que está sucediendo. Todo esto te sume en un estado de paranoia absoluta. Esto es lo que comúnmente conocemos como maltrato: tu interlocutor, que está ejerciendo violencia sobre ti, miente sistemáticamente al invalidarte. Esto es algo que vivimos muchas mujeres tanto en el seno familiar como con nuestras parejas, es algo que sucede sistemáticamente.
Ese estado de paranoia es el que transmito en Tener la carne. Evidentemente es literatura y se permite esos juegos de extrañamiento, esos juegos de código humorístico que te permiten sublimar el dolor y no caer, una vez más, en esa espiral de paranoia, en ese dolor que va retorciéndose y volviéndose más oscuro, del que incluso eres incapaz de salir. Ese autosabotaje te conduce hacia un sentimiento de culpa exacerbado.
Al final, la carne es lo único que queda. La carne en su estado de putrefacción. Lo único que tiene es la carne, es lo único con lo que se conforma.
Es lo único que les queda a estas dos mujeres, madre e hija, atravesadas por un duelo permanente, por la ausencia de tres hombres que han huido, que las han rechazado o que, sencillamente, no corresponden con la palabra o con el amor. Ellas intentan sobrevivir como pueden. Al menos, intentan buscar la garantía biológica: si mi padre, que ha sido la persona que biológicamente ha generado conmigo un lazo de pertenencia o cuidados, no se ha responsabilizado de mí, ¿qué puedo tener entre las manos? De nuevo, aparece esa sensación de detener la huída. El cadáver es la carne que quiero sostener cuando todo se me ha ido de las manos.
Somos animales gregarios. Irremediablemente, no estamos expulsados de nuestros vínculos, no estamos aislados, y esto es algo que me interesaba explorar desde la escatología, por eso hay tantos agujeros y tantos fluidos. Hay algo muy simbólico, y es que los cuerpos están agujereados. El agujero, de alguna manera, anuncia que, si yo tengo agujeros, no soy monolítica ni hermética. Supone que yo, de alguna manera, salgo al encuentro del otro, que estoy en completa simbiosis con los demás. Ellas están siempre intentando salir al encuentro de ese otro, pero el otro se escapa. Son galanteadoras de la nada, están persiguiendo algo que no termina de ser físicamente correspondido. No son más que fantasías e imaginaciones. El juez es un síntoma más de esta persona que no permanece en sus vidas, esta figura del padre, del novio, que no corresponde con su presencia.
La correspondencia de C. con el juez es una suerte de terapia, tan enloquecida que parecería un eximente en un potencial juicio.
Llegado el punto de un sabotaje y deslegitimación tan bestia de su discurso, lo único que le queda es hablar consigo misma. Escribir al juez es una excusa. El síntoma sigue: el interlocutor es un juez que representa, una vez más, la autoridad, la aprobación. El último interlocutor que busca es un juez anónimo porque sabe que es el que, de alguna manera, va a aprobar su discurso. Pero como nunca le contesta, no hay sanción posible.
Es todo sobre el padre, pero sin el padre.
Exactamente. Todo es excusa para poder haber de estas cosas.
Una chica ha matado a su novio con la ayuda de su madre. Es verano y el calor aprieta en la costa de Almería mientras pasean su cadáver en una silla de ruedas. Tomando el sol y bebiendo cócteles en garitos de playa acompañadas del muerto, la hija llama insistentemente al juez que tal vez podría instruir su caso para ponerle las cosas fáciles: son culpables y está dispuesta a contarle con todo detalle cómo lo han matado y por qué. Pero el juez no contesta y salta el buzón de voz. La premiada dramaturga y poeta Carla Nyman debuta en la novela con este delirio literario, un machetazo revestido de risa histérica que lanza bruscos interrogantes sobre el deseo, la feminidad, los celos, el sexo y el amor.