Dicen que con un libro puedes viajar sin moverte del lugar y es cierto. Uno de mis últimos viajes ha corrido por cuenta de Renato Cisneros (Lima, 1976), periodista y escritor peruano residente en Madrid, a quien había leído con anterioridad en La distancia que nos separa (Alfaguara, 2021). La distancia. La real y la metafórica. En ese libro, el autor reconstruía la historia —pública y privada— de su padre, el general peruano Luis Federico Cisneros Vizquerra. En este recién aterrizado El mundo que vimos arder (Alfaguara, 2023), Cisneros nos ofrece varios viajes en uno, con dos vehículos distintos para dos épocas distintas y dos hombres distintos: uno, más actual, es el viaje de un periodista peruano recién divorciado que, recién aterrizado de un viaje a Lima, toma un taxi en en aeropuerto de Madrid para ir a su nuevo apartamento. El taxista con el que comparte el atasco que lo llevará a destino es un peruano que le contará la historia de Matías Guirato, otro compatriota que, años antes, migró desde su Perú natal hasta los Estados Unidos donde, una serie de azarosas circunstancias, lo llevarán a alistarse en la armada y participar de los bombardeos desde el aire en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Es entonces cuando comienza la narración por parte del taxista de la historia de Matías, cuando la acción de la novela toma una velocidad trepidante que, a veces, incluso da vértigo. «Quería que este libro fuera un viaje para los lectores y que al final del viaje se pregunten sobre su propia relación con su país, con la violencia, de qué manera uno huye de ella, la evita o la ejerce. Esa era una preocupación constante», explica Renato.
Sobre la dolorosa actualidad de la guerra, la realidad del migrante, el concepto de patria, la escritura y la paternidad —es padre de una niña de seis años— pude charlar con Renato, tan buen conversador como escritor.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la paternidad?
Lo mejor es que es una experiencia que estimula aspectos de mi carácter que, de otra manera, no habrían sido estimulados y que me hace trabajar en la generosidad, una virtud que siempre me ha costado. El amor filial es tan poco parecido a las demás experiencias del amor que hace que esa generosidad emane de forma natural. Me gusta mucho ser testigo del crecimiento de una persona, ver cómo va cobrando autonomía, carácter; cómo se va proveyendo de un lenguaje: eso me parece interesantísimo.
Por otro lado, lo peor es convivir con el miedo para siempre. Nunca había sentido responsabilidad y miedo en los grados en los que los siento desde que soy papá. La posibilidad de fallar es altísima: basta con que hagas el gesto incorrecto o uses la palabra inadecuada para grabar en el cerebro de tus hijos alguna marca que, tal vez para ti, no tenía importancia, pero para ellos sí. La posibilidad de fallar es altísima y el miedo es constante.
¿Cómo era tu trabajo antes de ser padre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
Antes procrastinaba muchísimo. Hacía un uso de mi tiempo libre no tan inteligente: ahora siento que lo aprovecho mucho más. Soy padre, migrante, autónomo… de modo que esa ecuación me obliga a usar el tiempo que tengo para trabajar de la manera más provechosa posible.
Es increíble todas las cosas que suceden en tu libro. Hay muchos personajes a los que pasan cosas muy definitivas: inmigración, guerra, trauma, divorcio… La intensidad es alta, pero la narración resulta equilibrada.
Me interesaba contraponer dos historias: una más épica, la que habla de la guerra, de este peruano que terminó arrojando bombas desde un avión sobre ciudades alemanes y que esa historia tuviera su propia riqueza, además de lo épico, y con las consecuencias brutales que siempre una guerra trae consigo. Por otro lado, hay otra historia más contemporánea, donde el personaje tal vez no vive ese protagonismo épico, pero también recorre sus propias batallas, más de este tiempo, que tienen que ver con el duelo sentimental, la migración, la experiencia de la no paternidad… Son las pequeñas guerras individuales que se viven en el siglo XXI. Tenemos la guerra prototípica del siglo XX, con todo su tremendismo y, del otro lado, una historia más cercana en el tiempo, donde el personaje se deconstruye a sí mismo e intenta buscar su destino a través de estas fracturas más íntimas y personales.
¿Cómo llegó a ti esta historia?
La que primero llegó a mí fue la historia de Matías. En el 2014, en una reunión familiar, escuché la historia de este peruano nacido en Trujillo —una ciudad al norte de Perú— y que terminó, por una serie de hechos rocambolescos, arrojando bombas en la Segunda Guerra Mundial. Me interesó ese arco narrativo: como escritor, siempre estoy a la caza de historias que me hagan ruido, y esa me gustó en su momento. Escribí una columna en un diario de Perú y me olvidé por completo de esta historia porque estaba inmerso en la escritura del libro sobre mi padre. Durante la pandemia, ya residiendo en España, Facebook me recordó esa vieja columna y me hizo mucho sentido. Sentí que me interpelaba de una manera que no me interpeló cuando la escuché por primera vez. Eso ocurría porque ahora también era un migrante como lo era ese personaje, ya discutía cosas de mi país. Esto fue lo que me arrojó a desarrollarla.
En 2020, cuando empecé a escribirla, sentí que la guerra era una cosa del pasado y comencé a preguntarme cómo mi libro podría dialogar con la actualidad. Fue ahí cuando surgió la historia más contemporánea. Pero claro: pasaron los años y ya viste que la guerra no es una cosa del pasado. Rusia invadió Ucrania. Israel sigue bombardeando Gaza. Todo ese lenguaje de la guerra que yo relacionaba con el siglo XX y lo que sucedió en Hamburgo y en tantas otras ciudades, de pronto se actualizó y nos tenemos a nosotros mismos hablando de sirenas, búnkeres antiaéreos, éxodo, destrucción, exterminio… nunca aprendimos ninguna lección. Este libro es trágicamente actual.
Me avergüenza que esos códigos de guerra dialoguen tanto con la actualidad, lo que me hace pensar que, en el fondo, los seres humanos traemos con nosotros una pulsión tanática hacia la guerra, hacia la locura, y lo que hacemos únicamente es intentar disimularla o postergarla. Heráclito hablaba de la guerra como dinámica de la realidad. Está esta teoría de la creación del universo, de la gran explosión: algunos creen que el ser humano intenta reproducir esa gran explosión todo el tiempo. Por eso siento que alguien podría pensar que la guerra es un hito que sucede de vez en cuando, pero en realidad siempre ha estado ahí, acechándonos y tentándonos a materializarla. Siempre hay una justificación para ponerla en marcha, siempre hay algún argumento banal o no tan banal para desencadenar la chispa que provoque una guerra.
Una de las cosas que siempre detecto en mis amigas y amigos migrantes es cómo les duele su patria. Aunque consideren este país su patria y sigan visitando sus países de origen, siempre les duele. ¿Crees que la patria puede dejar de doler?
Todo migrante, necesariamente, se instala en un limbo en el que se siente un poco atrapado: los problemas de la sociedad que te acoge te importan, pero no te tocan tanto las fibras. En cambio, los problemas del país que dejaste te tocan las fibras, pero, de alguna forma, también se vuelven ajenos. En particular los latinoamericanos y tal vez los peruanos, en concreto, migramos con cierta culpa: nos educaron para quedarnos en el Perú, para hacer patria, para no abandonar ese país tan fallido en tantos sentidos, tan a medio hacer que, cuando uno se va, buscando un mejor provecho para su familia, siempre arrastra cierta culpa por sentir que no le dio todo lo que pudo dar a su país: toda tu creatividad, todo tu esfuerzo, todo tu músculo, que ahora está en provecho de ti mismo en otro lugar. Esa herida viene acompañada de la pregunta contrafáctica de «¿qué hubiese pasado si me hubiera quedado?», nos acompaña siempre. Todo migrante se enfrenta a esa vida fantasma que crece contigo en la distancia. Hay una vida que yo no viví en el Perú —la de los últimos nueve años— que he vivido aquí, pero esa vida está ahí como una especie de fantasma que pena y que es parte de lo que yo soy, de mi mirada del mundo.
Es curioso, porque también siento que el concepto de “patria” ha cambiado radicalmente en los últimos veinte años. Crecí con un concepto muy sólido, muy definido, que tenía que ver con unas fronteras, un territorio, una bandera, un himno y una serie de símbolos muy específicos. Hoy más bien siento que las generaciones más jóvenes, tal vez por su propia naturaleza global, sienten que es un concepto muy elástico y circulan por el mundo sintiéndose ciudadanos del mundo, lo que es muy saludable. En este tiempo hay dos tensiones que se encuentran: la tensión migratoria, que hace que la gente cada vez circule con más libertad por distintos países y, al mismo tiempo, la tensión más conservadora y tradicional que intenta, todavía, subrayar el concepto de patria muy anacrónico y, en nombre de ese concepto, se esbozan arengas del tipo “América para los americanos”, “España para los españoles”, “Perú para los peruanos”, y desarrollamos mecanismos muy hostiles para todo lo que nos resulta diferente o foráneo. Esa tensión es evidente, verificable, y la estamos viviendo en este mundo que, de alguna forma, también está ardiendo ante nuestros ojos.
Hay un protagonista en tu novela, que no es una persona con nombre y apellidos: el azar. Las cosas más definitivas suceden por azar.
Para mí era importante que estuviera presente. Primero, porque yo también llegué a la historia de Matías por azar. Me contaron la historia de este peruano que inspira el personaje de Matías en una reunión familiar a la que yo no iba a asistir, a la que fui un poco a regañadientes y terminé llevándome esa historia que se quedó para siempre conmigo. Trabajaba para una radio en Perú, perdí mi trabajo y solamente pude continuar la historia porque apliqué a una beca —la beca Leonardo—. Postulé el último día en que aceptaban las aplicaciones. Ahí también el azar se confabuló a favor de que esta historia existiese. Cuando me reencontré con esta historia, también fue por puro azar: estaba buscando en Facebook las cosas que había publicado años antes. No es un ejercicio que yo haga todos los días, no estoy tan pendiente de lo que mis redes sociales dicen, así que también fue por azar que esa historia regresó.
Al mismo tiempo, me debato entre si las cosas ocurren porque el destino las ha marcado así o porque el azar las moviliza. Y quería que esas dudas que yo siempre he cargado conmigo estuvieran volcadas en la novela.
El sentimiento de culpa generalizado está muy presente en varios de los personajes de El mundo que vimos arder.
Creo que tiene que ver con que te comentaba: que uno migra con culpa, con dejar desamparado a este país huérfano de tantas cosas. En el caso concreto de Matías, a esa culpa se añade la locura. Si las guerras nos demuestran algo, es que quienes las protagonizan suelen ser jóvenes que regresan, luego de esa experiencia, muy tocados por el horror y luego no hacen sino reproducirlo. Cuando trabajaba en esta historia me interesó mucho un libro llamado El piloto de Hiroshima, que cuenta la historia de Claude R. Eatherly, uno de los pilotos que participó del bombardeo de Hiroshima. Cuando regresó a los Estados Unidos, lo hizo convencido de que eran unos criminales y renegando de su condición de héroe. Terminó en un psiquiátrico alimentado por su culpa y su locura, como Robert Oppenheimer, el científico que entiende la magnitud de su contribución científica y se siente avergonzado de ella. Quería que Matías viviera un proceso psicótico de culpa, de vergüenza, de ese mismo sentimiento contradictorio.
También hay muchos viajes, muchas idas y venidas, tanto en el personaje actual como en el de Matías.
Tiene que ver con el propósito de destacar el asunto migratorio: todos los personajes o son migrantes o tienen a sus espaldas alguna expresión migratoria que los ha marcado —la de sus padres, la de sus abuelos—, y eso sí fue muy deliberado. Quería que, en la mayoría de los casos, los personajes tuvieran culturas híbridas, que todo el tiempo se sintiese que no hay lealtades territoriales tan marcadas, y los viajes eran el móvil para que eso suceda. La propia escritura de la novela me mandó a mí hacer muchos viajes: tuve que ir a Trujillo un par de veces, a Hamburgo a levantar información. Es la primera novela que escribo concretamente en Madrid, que también es escenario protagonista.
Un periodista peruano regresa a España dispuesto a rehacer su vida tras separarse de su mujer. Varias décadas antes, otro peruano, Matías Guirato Roeder, se encuentra en una situación similar: abandona su país para irse a Estados Unidos y experimenta los rigores de la migración y el horror de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia civil y la aventura épica se complementan así en esta vibrante novela en cuya trama restallan los perturbadores efectos del amor, la locura, la política y la guerra.
Dotada de una prosa trepidante que traslada al lector al vértigo y la crudeza de un campo de batalla, El mundo que vimos arder constituye tanto un registro bélico impactante como una reflexión sobre la identidad y el desarraigo en un tiempo en el que todo parece estar a punto de estallar o desaparecer.