Me pasa una cosa con los cumpleaños. Con los míos, quiero decir. Recuerdo un año en el que debí quejarme de no tener tiempo para comprarme ropa porque había sido madre recientemente. Mis cercanos me llenaron de jerseys, vestidos y demás prendas. El año en que comencé a hablar de feminismo con más ahínco del habitual, me cayeron encima, de regalo de aniversario, tres libros de Chimamanda Ngozi Adichie (El peligro de la historia única, Todos deberíamos ser feministas y Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo). También Teoría King Kong,de Virginie Despentes. El año en que comencé a gestar esta revista nuestra, MaMagazine, recibí, entre otros, Parir de Ibone Olza.
Mis allegados lo tienen fácil, porque saben que me nutro de libros. Son, para mí, el mejor regalo que hacer y que recibir.
Hace poco me regalaron el último libro de Chimamanda, un pequeño librito azul titulado Sobre el duelo. Abrir el envoltorio y descubrir este presente inesperado hizo que me latiese más rápido el corazón y se me erizase la piel. Caminaba por la calle sin poder esperar a encontrar un lugar y momento tranquilos para su lectura. Supe, entonces, que la autora nigeriana había escrito este pequeño ensayo tras el fallecimiento de su padre, James Nwoye Adichie, el pasado mes de junio de 2020. Una frase, ya en la primera página, me estremeció: “El 7 de junio se conectó mi padre, del que solo asomaba la frente en la pantalla, como de costumbre, porque nunca llegó a aprender a sujetar el móvil durante las videollamadas”.
Me vi transportada a las videollamadas diarias con mi madre, tristemente fallecida por COVID en octubre de 2020, en las que siempre vimos su frente y la parte superior de la montura de sus gafas. Igual que Chimamanda veía a su padre. Chimamanda ha escrito este relato desde la humildad. Desde la certeza de ser una más entre los millones de personas que hemos perdido a un ser querido en esta época de pandemia. Es muy fácil identificarse con sus sentimientos, con sus anhelos, con sus frustraciones. Con su dolor, en esencia.
Cuenta la autora, páginas más adelante, su primera reacción ante la pérdida de su padre, al que amaba y admiraba profundamente: “Mi hija de cuatro años dice que la asusté. (…) su imitación consigue que me vea en aquel momento: completamente deshecha, gritando y pateando el suelo. La noticia me desarraiga sin piedad. Me arranca de golpe del mundo que he conocido desde la infancia”. Solo llevaba 11 páginas de lectura cuando volví a verme como esa mañana del 30 de octubre, en el momento en que mi hermano (como también le sucedió a Chimamanda) me comunicó el fallecimiento de nuestra madre. Por fortuna, mis hijos no vieron cómo me caí al suelo, cómo sentí que moría yo también, cómo la llamé a gritos, sin cesar: “¡mamá!”, “¡mamá!”, “¡mamá!”. El dolor por una pérdida así te arrasa, te hace pensar que no vas a volver a ser funcional, que no vas a poder atender a tus obligaciones, que no vas a poder cuidar a tus hijos…
No fue el único momento de su relato en el que me vi reflejada, en el que vi un espejo formado por páginas y letras en el que se retrataba mi experiencia. La experiencia de pérdida de Chimamanda, la mía, la de millones de personas, nos iguala. El duelo, el dolor, nos igualan. La muerte nos mide a todos con el mismo rasero. Chimamanda, con sus palabras, tiende puentes, lazos e hilos para hacernos ver que hay muchas cosas ante las que todos somos prácticamente idénticos los unos a los otros. Sus escritos no entienden de territorios: son universales. No entienden de fronteras: traspasan nuestra piel. Si te llegan sus palabras, se te quedan dentro para siempre.
En un momento de este librito tan enorme, se puede leer: “Una amiga me manda una cita de una novela mía: «La pena era una celebración del amor, quienes sentían auténtica pena habían tenido la suerte de amar». Qué extraño que me resulte exquisitamente doloroso leer mis propias palabras”. Hay que agradecer las fuerzas arrancadas al duelo para plasmar este sentido y sencillo homenaje a un padre. Transitar el duelo a través de la literatura es, quizás, una de las maneras más amables de hacerlo. Es un acto en soledad, el de la lectura. Pero qué acompañada te hace sentir.