He necesitado algo más de dos años o dos años han sido suficientes (según se mire) para percibir que es desde la torpeza —esa gran aliada que tan a menudo queremos ocultar— desde donde pensamos, parimos y acompañamos a nuestrxs hijxs. Ya en el embarazo se impone la pregunta: ¿Cómo criar si estoy herida? Igual no se trata de arreglar nada, quizá solo es dejar un hueco para que resuene esa brecha con toda su potencia.
Veo a mi hijo sin calcetines por la casa, y los “no andes descalzo” de mi madre resuenan en mi cabeza y rebotan por las paredes del salón. Pienso en las veces que también a ella le advirtieron de los peligros del caos en lo materno. Veo sus fotos de niña, hija única, padres serios, intentando enmendar la austeridad pariendo tres hijxs, con la máxima de no repetir en nosotros los esquemas frustrantes de su niñez, creando otros, desde su parte más vulnerable, como lo hago yo ahora: a tientas. Y constantemente la angustiosa necesidad de arreglar las ausencias de los padres con un padre adecuado, el poco tiempo para jugar con la presencia, los silencios con canciones, el desasosiego con estabilidad. Siempre haciendo malabares compensándolo todo, agotadas las madres/ arquitectas/ medidoras/ alquímicas, tratamos de mantener un equilibrio que inevitablemente cojea y lo vuelve todo gris porque, entre otras cosas, ahí no cabe la sorpresa.
Así que tras estos dos años mi estrategia no es otra que rendirme y decirte, querido hijo mío, que no tengo un plan, ni un trabajo estable, no estoy segura de si acertaré con el colegio adecuado, muchas veces gasto en cosas superficiales, se me da fatal ahorrar para el futuro y sacrificar el tiempo de placer con el sudor de mi frente. No sé cuántos años más tu padre y yo seguiremos juntxs, ni si nos separaremos bien. Lo que sí tengo es ansiedad, miedo, angustia, continuamente me siento sola y quiero que sea a mí a quien sostengan, muchas veces me frustra sostenerte. Mientras te traumo y te lleno de amor a mi pesar, mi cuerpo sigue siendo una pregunta que solo se calma cuando te colocas con todo tu peso sobre el vientre y durante minutos que parecen horas, miramos desnudas el techo de la habitación plagado de estrellas y simplemente nos respiramos. No te quito los zapatos para que camines adecuadamente, ni te amamanto para aumentar tus defensas, ni comemos con las manos para cuidar el desarrollo motor. Es por mantenernos salvajes, descalzas, ciegas.
Recuerdo que en los primeros paseos post confinamiento cargando contigo en la mochila, apenas tenías 6 meses. Pensaba, culpable: “¿a qué mundo te he traído?” Y, al instante, darme cuenta que entonces y por unos cuantos años más, sería yo ese mundo; yo y una piedra y una flor y lo más cercano que podías tocar, todo lo imperfecto, lo pequeño, lo simple, todo lo roto, lo fracturado. Hoy me vuelvo a dejar mecer por el alivio que supone entender que precisamente todo lo imperfecto, la cicatriz de lo que nos falta y lo que no entendemos, es la base de nuestro humilde nido de palabras, donde pasaremos la noche hasta que amaine. Es más, en realidad mi secreto deseo es que ojalá no amaine nunca.