Tienes derecho a la depresión, a la ansiedad, a la tristeza. También tienes derecho a saber que no estás loca, que ni eres débil ni estás mal de la cabeza. Y, por supuesto, tienes derecho a curarte.
Recuerdo de manera muy vívida una llamada telefónica a mi madre, hace ya algunos años. Al contestar, noté que estaba bastante decaída. Se sentía débil y triste. Comenzamos ese 2020 con el diagnóstico de un linfoma en el abdomen. Su médula también se encontraba afectada. A mediados de ese mes de enero comenzó con su primer ciclo de quimioterapia. Estuvo tres días acudiendo al hospital para recibir el tratamiento. El tercer día perdió a uno de sus hermanos menores, también enfermo y al que no pudo acompañar debido a su condición. No sufrió efectos secundarios hasta diez días más tarde. Un ligero enrojecimiento en el abdomen. Cansancio. Y, sobre todo, tristeza. Mucha tristeza. Rompió a llorar.
—Mamá, es normal que te encuentres mal. El dolor es algo subjetivo y solo quien lo sufre conoce su medida. Entiendo que te sientas mal, pero debes tener en mente que, dentro de seis meses, esta pesadilla habrá terminado, estarás curada y, como tú bien dices, “tal día hará un año”.
—Ya, pero es que durante estos meses no voy a poder hacer vida normal. No voy a poder ver a mis nietos. No voy a poder ayudaros con nada…
—Mamá, no pasa nada. En verano ya podrás hacer todo lo que quieras hacer. Si tú no puedes venir a ver a tus nietos, tus nietos serán los que vayan a verte a ti. No te preocupes por eso. Yo insisto en que, además de tu cansancio y malestar, lo que necesitas es levantar el ánimo. Creo que estás deprimida desde hace meses y sé con certeza que en la curación del cáncer el ánimo influye mucho. Sé que el estado de ánimo influye en la salud; y la salud en el estado de ánimo. No es una cábala: es una realidad.
—Pero yo no estoy deprimida. Deprimidas están las personas que están solas y yo estoy muy bien acompañada.
—Mamá, estás equivocada. Las personas bien rodeadas y felices también pueden deprimirse. Has pasado dos años cuidando a tu marido enfermo. Hace seis meses que lo perdiste, que lo perdimos. Has perdido a tu compañero de vida durante 40 años. Acaban de detectarte un cáncer y acabas de comenzar el tratamiento. Y has perdido a tu hermano hace diez días. ¿No crees que tienes motivos más que suficientes para deprimirte?
— …
—La responsabilidad de los médicos es curarte a ti. Quitarte el bicho del cuerpo. Tu responsabilidad es cuidar tu estado de ánimo. Por favor, hazlo por tus hijos y, sobre todo, hazlo por tus nietos. Si tú te caes, esto será como un efecto dominó: nos caeremos todos. Hazlo por mí, mamá. Sé que no me crees, pero también sé que no te crees a ti misma. Que no te estás permitiendo el derecho a estar triste. Que no piensas que tus neuronas o tus hormonas influyen en cómo está funcionando tu cerebro. Que no es solo tristeza. Que necesitas un apoyo. Que no estás loca. Y que necesitas ayuda para asumir todo lo que nos está pasando, que esto no lo aguanta fácilmente ni el más pintado. Yo también he tomado pastillas para la ansiedad. Y me salvaron la vida. Tenía un trabajo de mierda, no podía respirar. Estaba triste y malhumorada. Lo pagaba con mis hijos. Comencé un tratamiento y, siete meses más tarde, era una mujer nueva. Yo, que soy más positiva que un protón, también me deprimí.
—Bueno, está bien. Lo consultaré el martes con la doctora.
—Por favor, mamá. No lo dejes. Hazlo por mí y, sobre todo, por ti.
Y, al colgar, entendí que hay muchas cosas que aprendemos de nuestras madres y nuestros padres. Que son enseñanzas súper válidas. Como cuando mi madre me repitió hasta la saciedad que, en los entornos laborales en los que me moviese, nunca pisase a nadie para llegar antes. Como cuando me enseñó a ser compasiva y a perdonar. Y a tragarme el orgullo cuando fuese necesario, porque así me habían educado ellos: para estar siempre a la altura de las circunstancias. Yo no siempre lo estuve.
Pero también entendí que hay lecciones que debo desaprender. Porque las madres también se equivocan. Nos equivocamos, quiero decir. La mía se equivoca cuando dice que ella tiene que ser capaz de lidiar con su enfermedad ella sola. Se equivoca mucho, muchísimo. Me enseñó la lección muy temprano, desde que yo era muy pequeñita: tú puedes con todo. Tú eres capaz de todo. Haz tu camino sin molestar a nadie. Y esta lección es la que debo desaprender. No puedo con todo. Nadie puede con todo. No debo guardarme lo malo para mí y compartir solo lo bueno —esta lección todavía me está costando trabajo desaprenderla—. Tengo que quejarme si hay motivo para la queja. Puedo decir que no me encuentro bien, que estoy triste, que estoy cabreada. Que necesito un momento para mí, que no debo estar constantemente pendiente de los demás.
Nunca había acudido a una terapia psicológica. Paradójicamente, la comencé un día antes del fallecimiento de mi madre, a finales de octubre de ese fatídico 2020. Cuando la psicóloga me preguntó por qué acudía, yo le contesté que me encontraba muy perdida. Que había perdido a mi padre hacía un año y que su pérdida hacía que me tambalease constantemente. Durante la enfermedad de mi padre y tras su muerte, sentí que caminaba por arenas movedizas. Que alguien, continuamente, me ponía la zancadilla. Y yo me caía todo el rato. Y me volvía a levantar. Le conté que mi madre estaba muy enferma: pocos días antes del autotrasplante de médula que podría haberle curado de su linfoma, se contagió de coronavirus. Le conté que tenía mucho miedo, muchísimo. Que mi madre era la mujer de mi vida, que la necesitaba tanto, que la quería tanto, que no tenía claro si podría ser una persona funcional si la perdía. Que necesitaba ser una persona funcional, porque tenía dos hijos a los que atender y un trabajo que cumplir. Le conté que tenía un proyecto personal que se llamaba MaMagazine, que estaba trabajando muy duro para poder editarla en papel. Que yo quería escribir y que estaba escribiendo. Que yo quería ser editora y me estaba cosiendo el traje a mí misma. Algo debió detectar en mi mirada, entre lágrima y lágrima, porque, aunque hasta ese momento solo me había hecho preguntas, en ese momento me dio una respuesta: “Pues yo creo que no estás tan perdida como pareces”.
Ese día, la frase de la terapeuta Mercedes de Francisco me salvó la vida. Al día siguiente, perdí a mi madre. Pero no me perdí a mí.
Un comentario
Muy inspirador, sincero y valiente. Gracias por compartirlo.