Llegué a 1980, la última novela de Juan Vilá, seducida por la promesa de encontrar la historia de una familia como todas, o casi todas: tarada. Es decir, normal. Estas líneas, unidas al ofrecimiento de un jugoso personaje, una madre viuda y fan de María Jiménez —porque no eres una persona cualquiera si eres fan de María Jiménez. Ser fan de María Jiménez, como ser fan de Extremoduro, es señal de llevar alguna que otra cicatriz en el alma—, completaron la forma de mi deseo: la de sumergirme en los entresijos de esa familia.
Me interesa mucho, muchísimo, el modo en el que nos relacionamos las personas. Cómo reaccionamos ante los mismos estímulos. Cómo funcionan nuestras familias, nuestras parejas, nuestras amistades. Me interesan las cosas que tienen que ver con la piel. Que están dentro de la piel o sobre ella. Con mi alma de voyeur al viento, comencé a leer. No quise saber nada antes, ni leer ninguna crítica, ni entrevista: nada. Quería llegar lo más libre de prejuicios posible a esta historia, la de una familia normal, sin grandes dramas, o con una aproximación a ellos poco trágica. Porque dramas en estas páginas haberlos, hailos.
Y entonces, sin darme cuenta, me puse al lado de este niño que se quedó huérfano de padre a los tres años, criado por su abuela en un momento de expansión laboral y social de su madre, con dos hermanos y, que un buen día, “gana” un nuevo padre. Un nuevo padre, sí. No solo la pareja de su madre: Su padre también. Ese niño, ya crecido, dice esto, entre otras muchas cosas:
“Lo que quiero decir es que esa infancia no fue terrible, pero sí triste, tristísima, y, al menos para el menor de los hermanos, estuvo marcada por una soledad absoluta, tanto en casa con el primer padre muerto, la madre ausente y la abuela gritona, como en el colegio, donde todo resultaba extraño y lejano, extrañísimo, casi de otro planeta. Hasta que de repente obró el milagro y el burguesito catalán apareció en nuestras vidas sin la doga ni el palco, porque esos los dejó en Barcelona, pero sí con su presencia real e integradora, con su gran cuerpo, con su decadente sentido de la disciplina y de la familia, con sus viejos principios, que igual eran falsos, pero que consiguieron frenar el desastre y a mí me rescataron de ese vacío en el que flotaba a miles de kilómetros de cualquier otro niño o adulto…”
Estas letras las escribe Juan Vilá (Madrid, 1972), en 1980. Una novela que es como un bofetón bien dado. Dialéctico, pero bofetón al fin y al cabo. Me gustó mucho esta historia, sobre todo, por su crudeza y honestidad. Y también, en segunda instancia, porque me agrada que aparezcan en los libros madres como la de Angelika Schrobsdorff en Tú no eres como otras madres. Esas madres imperfectas, esas madres que rompen con la abnegación que se les supone. Esas madres.
Y buscando a esa madre, se me apareció ese hijo. Ese niño al que, años más tarde, en un viaje a Barcelona para presentar un libro, le sobran los motivos para mirar atrás y poner en orden las cosas, como las recuerda, como las sintió. Ese niño, ahora hombre, poco pudoroso, que sabe que las verdades nunca son a medias. Que igual no son las más bonitas, pero es que son verdades y duelen. Y alientan. Y te cagas en ellas también, que para eso son verdades y son las tuyas. Y sigues.
Si te gustó 1980 es bastante probable que esta entrevista a Juan Vilá te entusiasme también. Y si has llegado a ella sin haber leído el libro, es bastante probable que lo busques y lo leas. Os invitamos a disfrutar de un ejercicio de honestidad brutal. De esos que tanto nos gustan. Tanto.
¿Cuánto de autobiográfico hay en 1980?
Todo. O casi todo. O así es como yo lo recuerdo. Otra cosa es que nuestra memoria esté llena de inexactitudes, fabulaciones y mentiras.
¿Cuánto hay de ajuste de cuentas?
Mucho también. ¿Qué sentido tiene si no echar la vista atrás? Pero ajuste de cuentas, espero, no entendido como venganza, sino como poner las cosas en su sitio o dejar constancia de lo que pasó, de los errores y aciertos que se cometieron. Ese ajuste de cuentas también puede ser una reivindicación de determinadas personas y de las deudas que tenemos con ellas.
¿Ha habido reacciones en su familia ante la publicación de este libro? ¿Positivas o negativas?
Han sido todos muy generosos. Mi madre, al principio, se negó a leerla y estaba en todo su derecho. Para que me perdonara, o para convencerla, le dije que a todo el mundo le gustaba mucho su personaje de mujer fuerte y que siempre hizo lo que quiso. Me sorprendió su respuesta: yo no quiero ser un personaje de novela, quiero ser una madre tradicional. Ella, que lo ha tenido todo y en una época mucho más difícil: éxito profesional, poder, hombres estupendos rendidos a sus pies… al final, lo que echa de menos es no haber sido una madre tradicional. Aunque yo dudo mucho que eso la hubiera hecho más feliz.
El discurso del hijo está marcado por el miedo y el resentimiento. ¿Por qué tanto resentimiento hacia las mujeres de su vida?
No hablo de las mujeres de mi vida en esta novela. No hablo de mis novias o mis amigas, ni de mi dentista o mi editora. Hablo de las mujeres de mi familia y creo que es importante la distinción. Porque a las primeras, de alguna forma, las elijo yo, y a las segundas, no. Si nos centramos en mi madre y en mi abuela, los principales personajes femeninos, desde muy pequeño supe que tenía que protegerme de ellas porque si no, acabarían anulándome por completo. Eran demasiado poderosas y dominantes, cada una a su manera y con sus propias estrategias, pero todo tenía que ser siempre como ellas querían. ¿Mi caso es único o excepcional? No lo creo. Mujeres así las ha habido siempre y más en una familia como la mía, donde los hombres han muerto o han huido. ¿Miedo hacia ellas? Yo tengo miedo a todo y a todos, y a ellas, de manera muy especial, ¿cómo no temerlas? ¿Resentimiento? Creo que no. O me gustaría creer que no. Más bien, amor absoluto, pero no ciego ni idiota ni tampoco incondicional. Quiero decir, amor con mil precauciones, mil capas y mil matices, y una conciencia muy clara de quienes son ellas y quién soy yo, y los peligros que implica la relación. Y, ojo, el que habla ahora y el que escribe la novela es un hombretón hecho y derecho, no el huerfanito desvalido de 1980. Quiero decir que he aprendido a defenderme y, por lo tanto, no soy inocente ni estoy de ninguna manera libre de culpa.
¿Por qué las mujeres de su familia, a la vez, odian tanto?
Mujeres y hombres, de mi familia o no, odiamos por los mismos motivos, creo: por miedo, por debilidad, porque sentimos que nos han hecho daño o nos lo pueden hacer…
¿Cuándo siente el hijo que ha ganado un nuevo padre?
No sé cuál fue el momento exacto. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a mi segundo padre, una tarde de 1980, y cuánto le odié porque venía a robarme a mi madre. Pero no recuerdo cuándo le llamé papá por primera vez, y es una cosa que me da mucha rabia. Debió ser un momento mágico y maravilloso, que marcó mi vida para siempre y que, sin embargo, ocurrió de la forma más natural. Tanto que ni lo recuerdo. Mejor entonces así. Mi segundo padre fue una persona habilísima que supo crear una familia donde antes no la había y supo ganarse el amor y el respeto de todos. A mí me salvó la vida.
El primer padre tiene un nombre: los nombres propios no abundan en esta narración. ¿Es casual o es un homenaje? ¿Qué es lo que más recuerda del primer padre?
Es una reivindicación total de ese hombre que muere a los 44 años en un accidente de trabajo. Un buen padre y una buena persona, con todos sus defectos, que seguro que fueron muchos, pero no se merecía el olvido al que le condenamos ni los agravios que inventamos para justificarnos y no sentirnos culpables. Sus tres hijos necesitamos dejarle atrás y salvarnos, pero llega un momento en el que debemos ajustar cuentas, como decía antes, recuperarle de alguna manera y pagar nuestras deudas. ¿Se pueden tener dos padres?, me pregunto en la novela. Yo creo que sí, y dos madres en otros casos, o al menos es como yo, desde la madurez, intento vivir mi historia familiar.
Si quieres empezar a leer 1980, puedes comenzar por aquí.
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