Si eres madre ya lo sabrás y, si no lo eres, lo querrás saber: la maternidad no es un camino recto y plano. Durante este camino encontraremos fases que nos harán sentir fortalecidas; otras nos debilitarán. Algunas cuestas serán intensas; otras suaves. Habrá tramos que se nos harán pesados y otros más livianos. Encontraremos fases que nos harán crecer y otras que nos derribarán.
Y todo estará bien. Porque podrás seguir amando a tus hijos y estar agradecida por el privilegio de tenerlos a tu lado y, a la vez, pensar que todo este sacrificio que estás haciendo es realmente difícil. Podrás estar a gusto con tu papel como madre y, a la vez, reconocer sin avergonzarte que te cansas cuando se te hace muy cuesta arriba. Está bien decir que transitar el camino de la maternidad es difícil. Tienes todo el derecho del mundo a quejarte: todas lo hacemos.
Y quejarte en voz alta, con tu pareja, con tu familia, con tus amigos o con perfectos desconocidos no significa que seas peor madre, ni que estés fallando, ni que lo estés haciendo mal: quejarte o cuestionar tu elección a la hora de ser madre significa, ni más ni menos, que eres humana, imperfecta y vulnerable. Y que es de esta vulnerabilidad tan temida desde donde sacas fuerzas cuando crees que ya no te quedan. Y es agotador… la maternidad es agotadora.
Seguro que tú, como yo, has sentido sobre tus hombros el tremendo peso de la presión y del sacrificio: siempre debemos ser más, hacerlo mejor. En cualquier momento se puede colar entre tus pensamientos que no estás haciendo lo suficiente por tus hijos. La persecución de este pensamiento, algunos días, se vuelve una constante y la frustración por no llegar nunca al estándar que creemos válido es deprimente. Vivimos continuamente acechadas por la culpa en momentos en los que nuestra esencia personal corre mucho riesgo de desaparecer. Momentos en los que ducharte sola es un lujo, ya no te digo tomarte un café con una amiga… tienes que luchar contrarreloj para poder dormir bien, hacer la comida, la compra, mantener tu equilibrio psicológico, tu motivación… a veces hasta tu higiene personal se convierte en un bien de lujo.
Y la culpa. Esa constante.
Tú, como yo, seguramente en algún momento de este camino habrás cuestionado tu identidad, hacia dónde vas, qué quieres ser, qué puedes ser y con qué medios cuentas. Quizá hasta te hayas arrepentido en algún momento de haber traído a una criatura a este mundo. Y seguro que te has mordido la lengua muchas veces antes de poner el grito en el cielo, de quejarte, de protestar.
Pues desde aquí te digo que no tengas miedo a quejarte. Que compartas tus miedos y tus frustraciones. Que los compartas para descargar esa presión absurda que nos atenaza. Trátate bien. Y perdónate. Porque el amor que das es el amor que mereces. Y porque, aunque no lo creas, siempre tendrás cerca a alguien que no te juzgará y que te ayudará. Porque por donde estás pasando tú hemos pasado muchas ya. Y los problemas son siempre los mismos. Disculparse con los hijos es un arte, pero ser capaz de perdonarse a una misma es una necesidad.
Perdónate. Y continúa.
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