Las irresponsables ilustradas, un artículo de Rosa Pulido
Ayer noche recibí este mensaje: “Mañana por la mañana tengo eco. Por si te apetece venirte”. “Me avisas un poco a traspiés”, contesté. Me pilla con mucho trabajo y ¿cómo me voy a ir dejándolo todo? Pero resulta que es una embarazada y yo llevo años diciendo que no se puede dejar solas a las embarazadas. ¡Menos aún en una revisión! ¿Y si le dan una mala noticia? En un estado tan vulnerable emocionalmente siempre deberíamos tener a alguien a nuestro lado…
La verdad es que buscaba argumentos fuera cuando ya los tenía dentro. ¡Me moría de ganas por ir! Una mujer me invita a estar ahí, en un momento así, ¿cómo me voy a negar? Intuiré a su bebé a través de la pantalla; podré ver la cara de emoción de ella; quizás incluso ayudar algo en la comunicación profesional-paciente, uno de mis trending topic… ¡Tanto se puede hacer cuando alguien se atreve a darte semejante regalo! Por arte de magia ha desaparecido todo eso tan urgente que tenía. ¡Si hasta he sacado tiempo esta tarde para ponerme a escribir sobre ello! Todo es relativo y el apoyo entre mujeres mueve montañas.
Por regla general, los hospitales me ponen nerviosa, encima llego con la hora justa y hace años que no estoy con tanta gente junta. Suena mi móvil cuando estoy entrando por la gigantesca puerta y es mi amiga avisándome de que ya la han llamado. Me dice el número de la consulta, para que intente entrar. Salgo corriendo hacia el primer cartel donde pone “Obstetricia”. Cuando por fin llego (¿Cómo puede ser un hospital tan inmenso?) busco los números de las salas. ¿La 1? ¿La 2? ¡Vaya! No recuerdo el número, pero me suena que era de dos cifras… Acerco mi oído a una y otra puerta. Se oyen voces, pero ninguna de ella. ¿Dónde estará? ¡Verás como me toca volverme a casa sin haber podido entrar!
De detrás de una de las puertas sale mi salvación, una mujer sonriente con bata. “Disculpe. Venía a acompañar a mi amiga y ha entrado ya”. “¿Cómo se llama?”. Le digo el nombre y, por suerte, me acuerdo del apellido (¿pero qué clase de acompañante soy, que casi no lo recuerdo?). “No hay nadie con ese nombre”. “Pero si me acaba de decir que entraba ya a la ecografía”. “¡Ah! Esto no es obstetricia de embarazadas. Es de partos”. ¿Y por qué nadie pensó en ponerlo en el cartel informativo? ¿Acaso ocupaba demasiado?
Amablemente me explica que tengo que retroceder por el enorme pasillo hasta el final, y una vez allí, torcer y recorrer el siguiente hasta la otra punta (es decir, justo en el extremo opuesto). Empiezo a plantearme que mejor irme a la cafetería, porque va a ser imposible llegar a tiempo de nada, pero decido intentarlo. Corro lo más rápido que puedo y, cuando me topo con el final, no veo nada de Obstetricia. Me digo a mí misma que estoy nerviosa, que no lo voy a encontrar y que mejor asumir que he hecho el viaje para nada (esta mente mía que solo ve lo positivo si consigue el objetivo, como si el haber tomado la decisión de ir no hubiera sido ya un logro).
Entonces, ¡no os lo vais a creer!, oigo a lo lejos “¿Rosa Pulido?”. No sé si contestar o esconderme (“Si me buscan debe ser que he hecho algo mal”, de nuevo las trampas de mi cabeza parlanchina). Reacciono y contesto “Soy yo”, aunque no sé a quién me dirijo, porque no sé quién me ha hablado. “Venías a acompañar a alguien, ¿verdad?”. “¿Cómo lo has sabido, mi ángel de la guarda?”, pienso. Es la maravillosa auxiliar, que tuvo la increíble idea de preguntarle a mi amiga si no venía nadie con ella, ofreciéndose además a salir a llamarme. Gracias por existir, profesional empática. ¡Ojalá todo el mundo fuera igual de comprensivo que tú! Entro justo para escuchar “Sí, ha sido así por decisión propia” y me reafirmo en que tenía que estar ahí. Últimamente, en los encuentros con mis amigas embarazadas, el tema de conversación suele ser siempre el mismo: cómo gestionar con el personal médico cuando quieres tomar tus propias decisiones. Algunas de ellas sacan toda su ira; otras han conseguido desarrollar una actitud conciliadora. Las admiro estén donde estén, porque yo, en mi embarazo, ni lo uno ni lo otro. Simplemente dije que sí a todo, para luego hartarme de llorar en casa. Por suerte, esta revisión va estupendamente… La ginecóloga de hoy ha sido tan amable como la auxiliar. Incluso me he tenido que guardar mi “Por favor, ¿podrías girar la pantalla para que ella también le vea?”. Lo ha hecho justo cuando yo iba a sacar mi actitud concilio-reivindicativa. De todas formas, me alegro de haberla llevado conmigo, por si acaso. Nunca se sabe.
En el desayuno posterior, mi amiga y yo, inevitablemente, hemos vuelto a hablar una vez más de porqué es tan complicado esto. En seguida he conectado con una expresión que me vino cuando estaba escribiendo PARtIR. Buscaba explicar cómo me sentí cuando alguien no quería escuchar mis argumentos sobre el lugar donde parir (sin siquiera estar hablando de un parto en casa), y me apareció lo de las irresponsables ilustradas. Desde las miradas hasta los resoplidos, todo transmitía que eso era lo que pensaban de mí: que era una total irresponsable por no hacer sin protestar lo que hacen la mayoría. Lo de ilustradas al parecer no lo veían…
Pero mira tú por donde caigo en la cuenta (como ya he hecho en alguna ocasión antes, no es la primera) de que, las dos irresponsables que estamos en ese desayuno hablando, tenemos estudios de esos superiores (entre ambas sumamos varias carreras, másteres y doctorados), trabajos cualificados (con valoraciones muy positivas del cumplimiento de nuestros quehaceres), formación especializada en el área (desde embarazo y parto, hasta crianza y lactancia), y aun así esto nos sigue sobrevolando. ¿Por qué? ¿Acaso pensarán que al convertirnos en madres hemos perdido toda nuestra anterior valía? Mientras no dábamos problemas (nos mantuvimos en nuestro rol de niñas buenas, estudiantes aún mejores y trabajadoras complacientes) nadie jamás nos transmitió eso. Pero ¡qué cosa esta!, ahora nos da por usar nuestros conocimientos para reivindicar los derechos de las mujeres. Esto pasa por habernos dejado aprender a leer, claro está.
El caso es que esto yo ya lo sabía, pero hoy he sentido que necesitaba escribir sobre ello, porque lo he visto más claro que nunca. Mi amiga me ha contado esa primera parte de la consulta que me perdí y también los previos. Resulta que en la anterior revisión vieron que el pequeño estaba en el percentil 89 de tamaño. La ginecóloga le explicó que el percentil 90 se asocia con cierto riesgo, y mi amiga contestó: “Pero no está ahí, ¿verdad? Está en el 89”. “Con que hubiera movido el cursor un milímetro hacia afuera, ya habría sido percentil 90”, replicó, como si eso lo zanjase todo, en lugar de trasmitir la poca fiabilidad que tiene un criterio así. “También lo podrías haber movido hacia adentro y habría sido un percentil menos”, tuvo el valor de contestarle ella.
Por si acaso el bebé efectivamente estaba creciendo demasiado por una diabetes gestacional, se hizo con un medidor de glucosa, haciéndose revisiones diarias en todo este tiempo. Le ha sacado esas gráficas a la ginecóloga (que, por suerte, no era la del otro día), quien ha concluido: “Tu azúcar está normal y el percentil de hoy ha sido menor. Probablemente es que ha tenido un ritmo de crecimiento diferente y pegó un estirón al principio”. “¿Podría grabarlo y ponérselo luego a su compañera?”, pensó mi amiga, pero esta vez no se atrevió a ir tan lejos. Seremos unas irresponsables ilustradas, pero, en ocasiones, todavía nos puede la educación.
Gracias, querida, por darme la oportunidad de ver las costillitas y el corazón de tu cría. Para mí, a pesar de intentarlo, es totalmente imposible ver nada más en una ecografía. Un placer haberos priorizado ante tantas otras cosas hoy. Me habéis hecho recordar que jamás nada tendrá la importancia que tiene acompañar con amor a la llegada de una nueva vida.
ROSA PULIDO
Es psicóloga, docente, escritora y madre. Ha publicado PARtIR y Mamas.
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