Estoy bastante segura de que la mayoría de las personas que lean este texto sabrán de sobra quién es Lucía Galán Bertrand (Oviedo, 1978). O lo que es lo mismo, Lucía, mi pediatra. Porque Lucía ha conseguido hacerse un hueco en millones de hogares a través de su increíble poder comunicacional. La habrán visto en televisión, en sus redes sociales. En entrevistas. En las consultas del Centro Creciendo, ejerciendo la pediatría. La habrán leído, también —si no me fallan las cuentas, son ya 9 los libros que Lucía ha escrito—. Y estoy convencida, además, de que la inmensa mayoría de la gente la habrá visto con su sempiterna sonrisa dibujada en la cara. Así la había visto yo hasta ahora.
El pasado martes, Lucía estaba en Madrid dando entrevistas por el lanzamiento de su último libro, La vida va de esto (Planeta, 2022). Yo fui la primera periodista de la jornada de promoción de ese martes. Detrás de mí, creo, vinieron 23 periodistas más. Por supuesto sabía quién era Lucía sin verla. Y es que Lucía tiene uno de esos rostros que te reciben con calor. Y no solo eso: es que, aun con mascarilla cubriendo más de la mitad de la cara, ves a Lucía sonreír por los ojos. Es como tomarte un zumo multivitaminado a primera hora del día. Lucía tiene cara de sol. Y no por la claridad de sus ojos, ni de su piel, ni por el rubio de su pelo. Es que, realmente, ilumina las estancias por las que pasa. Debe ser el conjunto de todo ello: de la sonrisa perpetua, de la actitud vital, de la tremenda habilidad comunicativa.
Pero Lucía, a la vez que expansivamente optimista, no pierde la seriedad cuando tiene que cuadrarse, ni niega el drama cuando este se produce. Da la impresión de hacerlo todo más grande y más luminoso cuando transmite su experiencia. Cuando todo es un crecimiento y todo es un aprendizaje: “siempre intento medir mis palabras, porque soy consciente de mi intensidad y tampoco quiero dar la imagen de que todo es fácil y perfecto. Mis hijos y yo hemos pasado por muchas dificultades, lo hemos pasado muy mal, hemos llorado mucho y hemos hecho mucha piña pero, aún con todo, vida hay una y es grandiosa. Si tenemos salud, lo tenemos todo. Lo demás, depende de nosotros. Y eso es lo que marca la diferencia: la actitud que le pongas a la vida”.
Lucía, la maternidad, tradicionalmente, se ha mantenido en un discurso que permitía poca queja. Y tiene muchas cosas bonitas, pero también muchas aristas cortantes. ¿Por qué, siendo la maternidad algo tan cotidiano, siendo todos hijos, y muchos de nosotros, padres, sabemos tan poco sobre ella?
Creo que, de forma natural, tendemos a compartir las cosas bonitas que nos pasan porque tenemos mucha energía bonita. Cuando estás contando algo agradable, enseguida te recargas por la respuesta que obtienes de quien te escucha. Pero compartir las partes más amargas, nuestras miserias, nuestros miedos, nuestras vulnerabilidades no es fácil: no todo el mundo sabe encontrar las palabras adecuadas, ni tiene la capacidad de verbalizarlo. A mí muchas veces me dicen: “me has leído el pensamiento, has puesto las palabras justas a este dolor que tengo y que nunca he sabido contar”. A mí me sale de forma natural y también hay detrás un trabajo interno a la hora de mantener conversaciones conmigo misma. Buena parte de nuestro crecimiento personal pasa por parar, hablar con nosotros mismos y bajar hasta donde más duele. Hacer esto de forma íntima es difícil y doloroso. Hacerlo en público, todavía lo es más. Todos tendemos a protegernos, compartir lo bonito y lo agradable, que se hace más bonito aún cuando lo compartes, y tendemos a lavar los trapos sucios en casa. Pero es necesario hablar de lo que no se habla: si no, polarizamos completamente la opinión sobre la maternidad y parece como si hubiese dos mundos: el mundo Mr. Wonderful de la madre perfecta e impasible, para la que todo es genial, y la de esas madres reales que, por mucho que buscan, no encuentran lo que les habían prometido. Ni una cosa ni otra: la vida tiene momentos muy bonitos y también momentos muy duros. Y se trata de encontrar equilibrio entre ambos y vivir en paz.
Lucía, funcionas con la palabra, con la imagen, a través de tus libros, a través de las redes… funcionas con todo lo que tiene que ver con lo comunicacional. ¿Nunca pensaste que esta vocación tuya de divulgación es como otra carrera, además de la Medicina?
En el momento en que estoy ahora, sin duda alguna. Pero ha venido de forma natural. Siempre he sido una niña muy expresiva, muy parlanchina, he escrito cuentos, historias… He sido una niña muy fantasiosa, delegada de clase, representante de curso… siempre me han ido los saraos. Cuando descubrí que en una mañana de consulta llegaba a veinte familias y con un vídeo en Instagram llegaba a un millón en dos minutos, fui consciente del poder tan grande que tenía entre las manos: podía ayudar a miles de personas con muy poco esfuerzo. Lo integré en mi profesión: yo soy pediatra desde que me levanto hasta que me acuesto, no solo de ocho a tres. Vivo con niños, trabajo con niños y, si tengo la oportunidad de ayudar a otras personas a través de otros medios, me parece un regalo estoy que me está pasando. La vena comunicativa me ha venido de serie. Siempre he escuchado: “¡Lucía, por favor, deja hablar a los demás!”, “Lucía, calla, que ya conocemos tu opinión”. Me han hecho callar muchas veces de pequeña (risas).
¿Cuáles fueron los inicios de tu Centro Creciendo? ¿Cómo cambiaste la Sanidad Pública por la privada?
Elegí pediatría tras el MIR porque siempre tuve claro que quería ser pediatra. Al terminar la residencia, los contratos que me ofrecían me pillaron en una época en la que era muy difícil conciliar para mí. Tenía un bebé y estaba embarazada de mi segunda hija. Soy pediatra por vocación, pero por encima de la pediatría está mi maternidad y había decidido ser una madre relativamente joven dentro de mi profesión. Me dejé guiar por la intuición y vi que no podría criar a mis hijos como yo quería. Por eso opté por la privada, que tenía horarios más flexibles y condiciones que se adaptaban mejor a mi momento vital entonces. Dejé la Sanidad Pública porque los contratos que me ofrecían eran destroza-familias. Trabajé en distintos centros y hospitales y, al final, con ese sueño presente de hacer mi propio centro, donde se ofreciera una medicina integral basada en la salud física y mental de los niños. Quería que fuésemos capaces de trabajar pediatras, psicólogos, psiquiatras, logopedas, fisios, en una visión integral de la salud del niño y sus familias —porque detrás de un niño con problemas también hay padres con problemas que necesitan soporte y ayuda—. Ofrecemos un gabinete de psicólogos que acompañan, también a las familias. Esta visión de la medicina no es común: cada especialidad suele ir por su lado, los gabinetes de salud mental van por otro lugar, y yo quería integrar todo en el mismo centro. Y lo logré. Comenzamos en Alicante y ahora tenemos dos sedes, en Elche y Santa Pola. ¡Y aterrizamos en Madrid a finales de este año! Ya hemos comenzado las obras de este nuevo centro.
Los Centros Creciendo no paran de crecer…
Tengo que dar las gracias a todos los profesionales que se han sumado, porque también para ellos fue una apuesta salir de sus hospitales y anteriores trabajos, en los que quizá llevaban 10 o 15 años trabajando. No es sencillo apostar por un centro tan innovador como este, con una visión diferente a la que estamos acostumbrados.
La primera pregunta que se me pasa por la cabeza al saber que iba a entrevistar es ésta: ¿cómo llegas a todo? Diriges un centro, escribes libros, tienes dos hijos adolescentes…
La respuesta es que no llego a todo. Pero ya no me castigo, ni me lamento, ni siquiera me frustro: llego a lo que llego y ya está. Intento llegar muy bien a lo que llego. Por ejemplo: ahora estamos charlando tú y yo, y estoy con atención plena a lo tuyo. Y lo demás puede esperar. Los 48 whatsapps sin contestar, las llamadas… He aprendido a gestionar mi tiempo de una forma mucho más eficaz. Y también te digo que la mayor parte de las mujeres que me hacen esta pregunta tienen hijos más pequeños y lo ven imposible. Y yo siempre digo que, cuando mis hijos eran pequeñitos, yo ni siquiera tenía redes sociales. Trabajaba y criaba, esa era mi vida. Cuando comencé a usar redes sociales, a escribir en mi blog y mi primer libro, cuando mis hijos ya tenían 7 u 8 años, cuando ya estás en otra etapa de la crianza. Y cuando son adolescentes, aún cambia más la peli: pasas de tener a tus hijos todo el hijo rondándote a, de repente, preguntarte si hay alguien en casa, pensar que estás sola y, dos horas después, descubrir que tu hija está en casa, encerrada en su habitación. Ahora mismo estoy en un momento personal fantástico: he recuperado mi yo. Me voy a la peluquería cada dos meses, me hago la manicura… cosas que no podía hacer cuando mis hijos eran pequeños. ¡Me veo mejor ahora que hace diez años! Todo tiene su tiempo. Yo no llego a todo, pero lo llevo dignamente. Ya no me afecta.
¿Cómo has integrado a tu familia -padres y hermano- en tu trabajo? A veces, los asuntos familiares y profesionales no son fáciles de llevar…
Buena parte de mi éxito es gracias a mi hermano, que es como Lucía en la sombra. Lleva toda la comunicación de trabajo, la tienda online… Mi hermano vive en Asturias pero viene a Alicante una semana al mes. Este tándem surgió de una crisis personal que él atravesó, que coincidió con una crisis mía personal. Estábamos ambos bastante flojos. En ese momento, me propusieron una serie de conferencias por España. Yo no podía, porque mis hijos eran todavía demasiado pequeños para hacer esto yo sola. Le dije a mi hermano: “Jose, esta es la oportunidad, vamos a darle unos meses. Vamos los dos a por ello y vamos a intentarlo”. Nos montamos en la furgoneta, la llenamos de libros y empezamos los fines de semana que él no tenía a su hija ni yo a mis hijos de tour, haciendo conferencias donde nos contrataban. Y así empezamos. Eso fue creciendo y creciendo. Mi hermano dejó su anterior trabajo para dedicarse en exclusiva a mí y aquí estamos seis años después, cumpliendo un sueño.
Mis padres lo viven con una ilusión tremenda. De vernos a ambos inmersos en nuestras crisis personales, sufriendo, a vernos ahora trabajando juntos, siendo uña y carne… No podría dejar todo lo que delego en mi hermano a un desconocido. Esto funciona porque es mi hermano quien está detrás.
Cuando hablamos de maternidad, está todo muy focalizado en lo que pasa al inicio: embarazo, bebés… pero tú ya has pasado a otra etapa: la adolescencia. ¿Qué está pasando?
¡Es un temazo! ¡Qué rabia me da cuando hablas de la adolescencia y todo el mundo echa un paso atrás, asustado! ¡Pero si esta etapa es reveladora! Los padres llegan a la adolescencia pensando que ya está todo el pescado vendido, que ya han hecho todo lo que tenían que hacer por ellos. Y es un grandísimo error: nuestros hijos adolescentes nos necesitan más que nunca, seguimos siendo sus referentes, el faro al que mirar cuando lo ven todo oscuro, seguimos guiando su camino. Lo que pasa es que tenemos que entender muy bien los padres desde qué lugar hacerlo.
La adolescencia me está resultando absolutamente fascinante y es una oportunidad para contagiarte de esa energía que solo tiene un adolescente, de conectar con tu propia adolescencia y crear una relación duradera con tus hijos. Yo había llegado a la adolescencia con cierto recelo, pero es una de las etapas que más estoy disfrutando. Puedo hablar con mis hijos de cualquier tema, ya no hay un solo tema que no podamos poner encima de la mesa. Podemos ir juntos a cualquier lugar. Obtengo respuestas de ellos desde la autoridad que tienen para hablar de determinados temas con criterio propio que, muchas veces, puede ser contrario al tuyo, pero es alucinante vivirlo como madre. Es darte cuenta de que ya tienes una persona “casi” hecha y derecha delante de ti. Y te invade un sentimiento de orgullo tan enorme… me siento con más energía y más joven que nunca a su lado. A veces, mis hijos dicen que parezco yo la adolescente. Me encantaría que la gente no llegase a esta etapa con miedo: es una etapa preciosa, de unión.
Existe ese cliché de que, al llegar a la adolescencia, no hay una unión sino una bifurcación…
Sí existe una separación física porque ellos lo necesitan, pasan más tiempo solos o con sus amigos que contigo. El error que cometen muchos padres es pretender tratar a sus hijos adolescentes como niños. La lección número uno antes de entrar en la adolescencia es: “Lee sobre la adolescencia. Infórmate”. Tú vas a Roma y, lo primero que haces, es comprarte una guía para descubrir la ciudad. La gente llega a la adolescencia de sus hijos a pelo, con un montón de prejuicios y con un desgaste tremendo derivado de la crianza. Es el empujón final. Leamos sobre adolescencia, pongamos interés en esa etapa porque es fascinante y tan necesaria para todos… es tan bonito que recuerden una adolescencia junto a sus padres… y sin perder de vista que se encerrarán en su habitación, que tendrán subidas y bajadas, que sus mejores amigos son intocables y sagrados. Hay reglas del juego que debes tener muy claras. Una vez las conozcas, el viaje es como surfear. Es genial.
He escrito este libro en un momento muy sereno. He cerrado, con mucha pena, la etapa de la infancia de mis hijos. Y he llorado mucho porque me encantan los niños, hubiera tenido muchos hijos. Pero no quiero quedarte en la añoranza, en la melancolía. Quiero estar a full en todas las etapas de su vida. Y, cuando lleguen a la Universidad, me trabajaré mucho amueblar sus pisos de estudiantes. Hay madres que me dicen: “Lucía, nunca había querido que llegase la adolescencia hasta que te he leído: ¡ahora me entran hasta ganas!”. Yo he criado a mis hijos sola, prácticamente. Estar ahora en el sofá viendo una peli con mi chico, escuchar de repente ruidos en la cocina y ver a mis hijos haciéndose la cena, me emociona. La adolescencia es una época, también, para ponerte medallas. Para pensar que no lo has hecho tan mal.