Últimamente echo mucho de menos a mi madre. Tengo muchos momentos de soledad que antes ocupaba mi novio, que ahora son para mí sola. Hace dos años que me mudé de país y mi don de gentes me ha regalado algunas buenas amigas, pero dado el trabajo y el toque de queda –aquí aún es a las 19 horas- muchas veces no es fácil quedar, y otras, ellas, que tienen sus parejas e hijos, no tienen el tiempo o la necesidad de hacerlo. Así que en estos momentos de soledad, pienso en mamá, en mi infancia y adolescencia. En ese amor de madre, incondicional, pienso en su calor, en sus consejos: “María, no entres al trapo”, “María, deja de dar vueltas y vete a la cama”.
Mamá se fue pronto, de golpe. Y con ella, mi faro, las conversaciones, las respuestas a mis dudas. También con quien confrontarme para crecer convirtiéndome en mí misma. Con ella desapareció el punto en el que recalar para sentir apoyo y consuelo. Muchas veces he fantaseado con cómo sería nuestra relación con el pasar de los años, si nos habríamos vuelto más amigas que madre e hija, o si, como en el caso de algunas amigas cercanas, yo me habría convertido en la que tiraría de la relación, la que pondría las cosas en vereda, la que haría de “madre”. Solo puedo fantasear. Son más de veinte años de ausencia.
Mamá era alegre, ingeniosa, elegante, culta, cariñosa. Me contagió la pasión por el cine y los libros. A eso de los doce o trece años me enganché a la lectura, y como ella, me quedaba por la noche pegaba al libro. Cuando se hacía tarde escuchaba a través de la pared: “apaga la luz, que mañana hay cole”. La culpa fue de Enid Blyton que me dio en esos albores de la adolescencia lo que necesitaba, muchas amigas y un montón de aventuras en Torres de Malory y Las gemelas de Santa Clara. Luego, llegaron los dramas familiares de varios cientos de páginas firmados por V.C. Andrews que enganchaba con las lecturas obligatorias del colegio o de aquel curso de escritura creativa en que descubrí a Henry James, Scott Fitzgerald y Maupassant, y a cuya clausura vino ella como madre orgullosa.
Me faltan tantas décadas de viernes de película y cena, mano a mano, que también hacíamos con mi hermano, sobre todo, en sus cumpleaños, aunque al día siguiente hubiera clase. Me hizo descubrir el mundo en technicolor cuando a los siete años me insistió en que viera El mago de Oz. Con trece, nos sentamos en el sofá para llorar el drama de Love Story. ¿Qué películas habríamos visto juntas?
Mamá no paraba quieta, iba al pádel o salía casi a diario a tomar algo con los amigos y vecinos, pero siempre estaba. Llamaba cada mediodía para saber si habíamos comido y qué tal en clase. Ella salía a las tres de trabajar y difícilmente la veíamos antes de volver al colegio por la tarde, a pesar de que de este a nuestra casa solo había una carretera de por medio. Los días que llegaba pronto la veía cinco o diez minutos, lo que me costaba irme… Ese rápido encuentro me hacía feliz, al igual que el oír la puerta del ascensor a través de la pared de mi habitación.
Ahí había arraigo, un hogar. Y es lo que sueño, ese lugar al que volver, donde te esperan, donde te sientes querida. Donde tú también esperas y das amor.
María Díaz del Río