El pasado viernes Rigoberta Bandini tocó en Madrid, en Teatro Nuevo Alcalá, en un ciclo programado por el Ocho y Medio Club. Cualquiera que hubiera pasado por las cercanías del Teatro (sito en el Barrio de Salamanca de Madrid) habría podido observar a cientos de personas en edades comprendidas entre los 18 y los 30 años con peinados variopintos, géneros fluidos, atuendos atrevidos, estilo vanguardista, tabaco de liar y latas en la mano.
Yo lo vi porque estuve ahí. Y, creo que por primera vez en mi vida, sentí que mi grupo de amigas y yo elevábamos la media de edad al concierto (nosotras nos situamos entre los 39 y los 48 años). La cosa es que no desentonábamos y bien podrían habernos considerado como el grupo “despedida de soltera” porque todas vestíamos, bajo nuestras prendas de abrigo, una camiseta blanca con letras magenta en las que se podía leer “Rigoberta somos todas”.


La historia se remonta a diciembre cuando, en mi celebración de cumpleaños entre amigas, una de ellas nos preguntó si habíamos escuchado alguna vez a Rigoberta Bandini. Y no lo habíamos hecho. La escuchamos una vez y, bueno, tampoco nos impactó demasiado. Pero a la segunda vez, el flechazo fue instantáneo: de ese tren, de esa voz, de esa melodía ya no íbamos a poder bajarnos. La escuchamos compulsivamente, sin parar. Siempre con escalofríos —esa sensación sigue teniendo lugar con cada escucha a día de hoy—, siempre con ganas de bailar.
Rigoberta Bandini tocó en enero en Madrid pero cuando supimos de la existencia de ese concierto, las entradas ya estaban agotadas. Aprovechando que Paula Ribó, la mujer detrás de Rigoberta, andaba de promoción por Madrid, la entrevistamos para MaMagazine, charlamos con ella y disfrutamos como perras de esa tarde juntas.
Por eso, en cuanto surgió la convocatoria de un nuevo concierto en abril, compré entradas para nosotras sin esperar un minuto. Compré un palco completo, para seis personas, para seis mujeres. Bien situado. Alguna de mis amigas no se creía eso de que teníamos un palco para las seis solas y yo no dejaba de repetirle, entre risas: “somos señoras, ¿dónde crees que íbamos a estar?”
El caso es que nuestro pasado viernes juntas comenzó sobre las cinco de la tarde, tomando un café en la plaza del colegio (todas llevamos a nuestros hijos al mismo colegio). Recogimos a nuestras criaturas, les dimos la merienda y partimos, desde Chamberí, nuestro barrio, hacia el castizo Lavapiés. Ahí nos esperaba Elena, antigua madre del colegio y propietaria de un local precioso con un proyecto cultural, gastronómico y de activismo artístico y social tan recién llegado al barrio que apenas encontrarás referencias sobre él: se llama Scissor Sistah y está en la calle Ave María, 8. Allí nos esperaba una experiencia inesperada: una visita guiada a la exposición de dos artistas, comentada por ellas mismas. Para esta inauguración, Elena eligió a Lo Súper y a Aurora Duque de la Torre. Ambas nos explicaron sus obras, sus motivaciones y sus intenciones en un recorrido delicioso por el mundo de lo femenino, de la sororidad, de la inclusión y de las evidencias. La visita guiada se aderezó con unos cócteles deliciosos, maridados con una tapa originalísima, creados especialmente para la ocasión. Al final de la visita guiada, en la última sala, me senté en un sillón a escucharlas y pensé que estaba escrito en algún sitio que nosotras cinco teníamos que estar ahí esa tarde. Participando de la inauguración, del trabajo y del talento de Elena. Admirando las obras de las artistas. Bebiéndonos esos cócteles y brindando por nuestra amistad y por el plan que nos esperaba, un par de horas más tarde, en un teatro de Madrid.
Llegamos al teatro media hora antes de la hora fijada para el inicio y, en la puerta, recogimos a la sexta amiga, en la puerta del teatro le hicimos entrega de su camiseta-uniforme y apuramos la última lata de cerveza. ¡Era mi primer concierto en mucho tiempo… con mascarilla y la obligatoriedad de estar sentada! Llegamos a nuestro perfecto palco y, como señoras que somos, fuimos al baño para que no nos entraran las ganas en medio de un concierto que no iba a durar más de una hora. Y allí se produjo otro de los milagros: ¡volvimos a hablar con desconocidas en el baño de un garito! Y fue un momentazo, la verdad. Una vez en el palco, a puerta cerrada y cortina roja de terciopelo echada, quitamos las capas de ropa que había entre nuestras camisetas “Rigoberta somos todas” y nuestra piel y nos preparamos para lo que había de llegar.
Comenzó el concierto con todos los asistentes absolutamente calientes, entregados, efervescentes. No he visto más ganas de cantar y bailar en mi vida. O quizá sí, pero me había olvidado. Lo que allí encontramos, en el escenario, era un set sencillo para los cuatro componentes: a los teclados su pareja y padre de su hijo, Esteban Navarro. A la percusión eléctrica su primo y a los coros y segundas voces su prima. Todo queda en familia. Paula (Rigoberta) presume de ello y hace muy bien, la verdad. Vestidos de uniforme de colegio, ofrecieron una propuesta musical, intelectual y emocional de gran calidad. No se puede obviar la formación clásica musical de Paula, tampoco. Todos los componentes de la banda son grandes músicos e hicieron gala de ello encima del escenario. Además de sus cinco temas conocidos, nos ofrecieron una versión deliciosa del clásico de Palito Ortega (popularizado por Marisol) Tengo el corazón contento y también pudimos disfrutar de un tema inédito. Los dos bises estaban cantados, nunca mejor dicho: Perra e In Spain we call it soledad.
Cantamos tanto, gritamos tanto, bailamos tanto (incluso sentadas, aunque debo confesar que el primer tema lo bailamos absolutamente enloquecidas y de pie), que acabamos afónicas y con agujetas. Y, mientras me obligaban a estar sentada, a mirar, a disfrutar de un ratito tan corto, pensé que no saqué el móvil para grabar ningún momento, porque me lo iba a llevar grabado en la retina. Pensé en por qué nosotras, esas “señoras madres”, estábamos ahí. Y en por qué nos gusta tanto Rigoberta Bandini. Y descubrí que molamos mucho, que tenemos un flow admirable. Que ese flow se da por hecho en tu veintena, cuando no tienes hijos y tu única obligación es pagarte una habitación o tus vicios (grosso modo), aprobar tu carrera o que te cunda tu sueldo de mierda en tu primer trabajo. Pero tener ese flow con varios hijos, un trabajo a veces bien pagado, a veces satisfactorio, a veces precario, a veces tóxico, con toda la carga que llevamos ya todas en nuestras mochilas (y no todas las cargas pueden aliviarse)… es admirable. Lo creo de verdad.
Y pensé, también, como os decía, en por qué nos gusta Rigoberta. Y me respondí pronto: Rigoberta Bandini nos gusta porque dice las cosas que nosotras queremos decir. Y aquí no hay generaciones, ni edades. Porque está trazando un camino muy bonito y una carrera artística a su medida. Porque ella decide lo que es su propio éxito, sin dejarse arrastrar por los mandatos de la misoginia y el éxito rápido a los que nos tienen acostumbradas muchos sellos discográficos hoy en día. Porque se viste de chica de colegio de monjas. Porque perrea. Porque escribe cosas como “esto de nacer mujeres / en el tiempo de Despentes / es difícil no sé por dónde empezar”. O como “Y es que yo siempre intentando soñar / Y al final todo reside en mirar / Que dentro yo tengo un palacio real / Lleno de cuartos donde patinar”. Y como muchas otras cosas más, que es lo que queremos decir nosotras, o lo que decimos muchas veces, pero es que Paula Ribó lo dice con una voz preciosa, afinada, siendo ella misma y con una música divina.
En redes, como en el videoclips de Too many drugs , Paula presume de normalidad, de cotidianidad, de vida casera, de cara sin maquillaje, de crianza, con su bebé… ser una antimusa le aporta un magnetismo tremendo. No necesita florituras, pues ya las lleva dentro.
Cuando acabó el concierto, hiperventilando todavía por el hecho de cantar a voz en grito con mascarilla, salimos del palco tarareando Perra. Atravesamos los pasillos y escaleras cantando, muchas voces más se unieron a la nuestra. Salimos del teatro cantando. Seguimos cantando en las inmediaciones hasta que nos echó el personal de seguridad. Encontramos un chino abierto de camino al barrio. Compramos unas latas y nos las bebimos durante el camino. Atravesamos ese Barrio de Salamanca lleno de acentos franceses, ingleses e italianos que no se habían dado cuenta, quizá, de que en Madrid hay toque de queda. Entendí, entonces, que quizá los que transitan y pueblan este barrio no pueden sino creerse eso de “Comunismo o Libertad”, ya que ellos son libres para beber copas más allá de las once de la noche en una terraza de mesas con mantel.
Con nuestro flow, con nuestra lata y con nuestras revoluciones intentando bajar, llegamos a casa. Besamos a nuestras parejas e hijos y nos fuimos a dormir, a soñar que seguíamos siendo perras. A nosotras, que tenemos histórico, además, también nos gusta ser unas zorras (¿Cuánto habrá de las Vulpes en Rigoberta?).
Ah… será que la libertad se parecía a esto…
2 comentarios
Ojalá otra vez el domingo tal cual lo has contado, vamos!