La primera vez que leí a Alaine Agirre (Bermeo, 1990) fue hace dos meses escasos. Al comenzar su novela X ha muerto, la imaginación me transportó varios años atrás, a una noche de esas en el Costello de Madrid en la que compartí madrugada y cervezas con una amiga. Seguramente lo etílico de la situación me envalentonó para confesar un secreto que creía inconfesable: que yo no podía evitar abrir las puertas o cajones de los armaritos de los baños ajenos cuando entraba a usarlos. Me encanta ver lo que la gente esconde en sus baños. Mi amiga María dijo en ese momento: “anda, pues yo también lo hago”. Nos miramos y nos reímos. Respiramos tranquilas al sabernos cómplices. Nos sentimos mejor ambas: nuestro delito no era único. Brindamos y seguimos.
Nos somos las únicas que miramos dentro de los armaritos de los baños y tampoco somos las únicas que fantaseamos, en ocasiones, con la pérdida de los seres queridos. Si fantaseé con la pérdida de mis padres fue para imaginarme en un escenario de absoluta desolación: como una mujer incapaz de ponerse en pie y de volver a ser una persona funcional. Aquí lo tenía fácil para fantasear, porque mis miedos se convirtieron en triste e inevitable realidad: mis padres sufrieron cáncer, vivían en otra ciudad y, cada vez que ingresaban en el hospital, yo iba preparando su panegírico en el AVE Madrid-Zaragoza. Si fantaseé con la pérdida de mis hijos fue para verme fuera de este mundo: me imaginé desaparecida, en un lugar de soledad en el que nadie pudiera conocerme ni reconocerme. Ni yo misma. Me duele tanto que, si alguna vez me ataca ese pensamiento cruel, si se me cuela en las entrañas, hago todo lo posible por escapar. Pero, a veces, entro.
Mucho más romántico y común es imaginarse la pérdida del ser amado en clave amorosa. Y confiesa: tú también te has visto llorando en el funeral de tu novio (ahora ex novio), imaginándote como una viuda rodeada de afectos, con mil manos alzándote. Esa manía nuestra de vernos como protagonistas de todo, cuando no lo somos.
Y es que las fantasías, fantasías son. Ni son reales a no ser que te propongas llevarlas a la práctica, ni son delictivas —aunque a veces sí sean morbosas—, ni nos convierten en perversas o pervertidas. De hecho, hay fantasías que solo funcionan cuando se mantienen en el campo de lo irreal. Soñemos con los imposibles, sabiendo que lo son. La realidad es mucho más cruda que la fantasía y no avisa cuando llega, ni te deja un rato para hacer volar tus pensamientos hacia lo que nunca contarías a nadie.
Alaine Agirre hizo un ejercicio parecido, tan arriesgado que ha resultado ser un magistral salto al agujero negro de nuestros espíritus, de matrícula de honor, en su libro X ha muerto. Sabrás, si sigues esta revista con cierta asiduidad que no nos gusta desvelar ni resumir libros: es mejor llegar a ellos lo más virgen posibles. Yo me fio de recomendaciones, de un “tú léetelo y luego me cuentas”, de una portada o de un título más que de cualquier sinopsis o demostración física de que has leído el libro del que tienes que hablar. Pues bien: este libro es uno de esos “tú léetelo y luego me cuentas”. Publicado en euskera por primera vez en 2016, obtuvo el Premio Euskadi de Plata en 2016, concedido por el gremio de librerías de Gipuzkoa. Consonni lo ha traducido y editado para los hispanoleyentes, consolidando a Alaine en su estilo desenfadado, mordaz y apasionado.
Alaine es joven pero ya cuenta en su haber con cuatro novelas: Odol mamituak (2014, Premio Siete Calles; publicada en castellano como Sangre seca, 2018), X hil da (X ha muerto), Bi aldiz erditu zinen nitaz, ama (2017, Premio Joseba Jaka), Kamisoi zuri zetazkoa (2018, Beca a la creación literaria del Gobierno Vasco; publicada en castellano como El camisón de seda blanco, 2019). Ha publicado también el poemario Txoriak etortzen ez diren lekua (2017) y múltiples obras de literatura infantil y juvenil.
Hablamos con ella para saber qué ha pasado con X. Como regalo inesperado, nos encontramos con una escritora generosa, de esas que contestan tan bien a las preguntas como escriben sus propias obras. Esta es la entrevista a una escritora que pare sus obras con contracciones y oxitocina. Y no es una escritora cualquiera: es Alaine Agirre y está aquí para quedarse. Qué suerte la nuestra.
¿Qué ha pasado con X? ¿Ha muerto, ha resucitado o estaba tomando cañas?
No lo sabemos. Y no necesitamos saberlo. La novela gira en torno a la pérdida de X, al miedo a perder a X… pero, en realidad, más que X, es ella, es la protagonista la que conocemos. Y diría que tampoco la conocemos en detalle: entramos dentro de ella y vemos una parte de ella. Apenas conocemos a X, pero tampoco sabemos cómo es la protagonista, cómo piensa, cómo siente, cómo ríe… Llegamos y entramos en esa parcela suya que está tapada, está reprimida. Es el miedo a la pérdida, que cobra forma de obsesión, a través de un mónologo, un rumiar constante. La protagonista nos habla de esa obsesión, muchas veces desde el dolor, a ratos desde la dulzura, otras veces desde el humor… Contándonos su miedo, conjurándolo una y otra vez, es como si lo desactivara, como si lo exorcizara. Las emociones pierden poder cuando se les da espacio, y, en este caso, la protagonista le entrega todo su cuerpo a ese miedo.
Admiro la valentía de alguien que escribe desde lo más profundo, desde el agujero negro del alma. ¿No crees que todos, en alguna ocasión, hemos fantaseado con la desaparición del ser amado —sobre todo, en el campo romántico—, pero que pocos nos atrevemos a confesarlo?
Claro. Eso y otras mil cosas. Y las tapamos todas. Creo que, sin querer, mi literatura va a levantar alfombras. No es algo que haga intencionadamente, pero me doy cuenta de que mi cámara enfoca hacia ahí. A lo oscuro, a lo callado, a lo tapado. Me interesa entrar en esos sótanos y abrir las puertas, sacar lo que hay adentro, dejar que entre la luz y se vea.
¿Cuánto hay de ti en este libro?
Todos mis libros nacen de mí. Pero según van tomando forma, vida, al mismo tiempo van saliendo de mí. Las visualizo fecundándose dentro de mí, abriendo los primeros brotes, creciendo, me toman entera, pero llega un punto en que la novela me trasciende, sale de mí, y sigue sigue sigue creciendo, alargando sus ramas, hasta encontrarte y tomarte a ti. Esa es la magia de la literatura. Que nace de mí para llegar a ti y renacer en cada lector o lectora, en su lectura y su interpretación, en su manera de sentir la novela. Escribí una frase en esta novela que decía algo así como “escribir sobre mí es mi manera de escribir sobre ti”; lo escribí sin pensar pero me doy cuenta de que es lo que busco, crear esos puentes, desde lo que yo llevo dentro hasta lo que tú escondes dentro.
¿Cómo lo concebiste? ¿Cómo comenzó todo?
Sentí una especie de inquietud en el cuerpo. Era la necesidad de escribir. Mi primera novela, Sangre Seca, estaba recién publicada, pensé que no escribiría en tres o cuatro años; de hecho así lo dije a mi alrededor. Hice esa especie de declaración para no escribir, ante los demás, ante mí misma, pero vino esa inquietud y me atrapó. Ni siquiera sabía de qué iba a escribir, pero sabía que tenía que escribir (de ahí la reflexión del primer capítulo, donde digo que nunca sé por dónde empezar). Siempre digo que para mí, en la escritura, casi no hay espacio para la decisión. Tampoco pienso en lo que voy a escribir, cómo lo voy a narrar… va saliendo de contracción en contracción y va cogiendo vida.
¿Cómo es tu rutina de escritura? ¿Qué necesitas?
No tengo rutina de escritura. No creo que la haya. Puedes intentar domesticar a la bestia (el acto de escribir), pero te puedes imaginar cómo termina eso. La narración sale cuando quiere salir, sale como quiere salir. Tú, como escritora, estás a su merced. Como he dicho antes, no hay mucho que decidir. O así es como yo lo siento. Escribir, para mí, es un acto salvaje, se aleja de la racionalidad y la lógica, es un momento horrorosamente doloroso, pero a la vez es cuando más viva me siento, como si solo viviera para escribir esa novela, como si lo que estoy escribiendo acaparase todo el sentido de mi vida; en esos momentos siento que no hay nada más, no hay horarios, ni días de la semana, ni facturas pendientes, ni llamadas por compromiso; escribir es el único territorio donde yo me siento libre.
En cuanto a lo que necesito para escribir, me doy cuenta de que es fundamental esa tranquilidad, ese aislamiento, ese entrar en una cueva, encerrarse y no salir hasta que escribes el último punto. Algo realmente difícil de conseguir hoy en día, no solo por la practicidad aplastante de la vida diaria, sino por la hiperconectividad en la que vivimos. En la escritura de mi última novela ha sido toda una pelea encontrar ese lugar íntimo para escribir. Por lo demás, la música siempre es para mí oxitocina: elijo una u otra música según lo que siento, según a qué emoción quiero llegar, para que me lleve. En el último proceso de escritura también reuní los libros de las escritoras que me atraviesan y me hacen temblar, y las puse cerca, para sentirlas al lado.
Tu libro se publicó por primera vez en 2015, en euskera. ¿Qué sientes al volver a él años más tarde?
Al principio sentí miedo. Sabía que no era una novela convencional, que no encajaba en muchos cajones o catalogaciones… Es un monstruo que, para mí, en su fealdad, en ese ser incivilizado, primitivo, salvaje, sucio… es bello. Pero no sabía cómo se iba a ver desde fuera. Cuando se publicó en euskera me felicitaron muchos colegas escritores, pero hubo también gente que se asustó y pensó que este libro no tenía que salir. Sentí mucha alegría cuando Consonni me propuso publicarlo. Inseguridad y reafirmación a la vez… Las emociones, en situaciones así, nunca llegan de una en una. Es un batido de emociones lo que llevo dentro. Pero, si hacemos una media matemática, me siento feliz porque la traducción de esta novela haya visto la luz. Siento que es mucho más que una traducción: es un renacer de la novela.