Es domingo y son las nueve de la mañana. Hace horas que los gritos de las gaviotas se me meten en los sueños. Duermo a escasos trescientos metros del mar, en una casa encalada desde donde en días como hoy tengo la suerte de ver la costa de Marruecos y el peñón de Gibraltar. Duermo con mi hija de 11 años, que cree que los gritos de las gaviotas son voces de niños jugando demasiado pronto por la mañana. Duermo, también, con mi hijo de 7 años, feliz por haber descansado entre el cuerpo y los abrazos de su hermana mayor y los míos. Ya ves, Elvira. Soy una de esas madres que colechan durante años. Lo hice cuatro años con mi hija mayor y llevo 7 haciéndolo con el pequeño. Un año nos queda, según sus predicciones: a los 8, dormirá solo. Voy a aprovechar. Tengo una pareja con la que no duermo, al que no pego patadas por la noche ni le doy calor. Tampoco escucho sus ronquidos. Y, aunque no duerma con él, tengo que decirte que me pone mucho, muchísimo. Es un tipo súper atractivo e interesante. Nos tenemos pillado el cuerpo el uno al otro y somos capaces de explotar como cohetes, como un coche deportivo, de cero a cien en 10 segundos. También tenemos desacuerdos sobre la percepción del reparto de nuestras responsabilidades, sobre la carga mental que soportamos o creemos que soportamos y esas cosas domésticas tan poco literarias.
Perdona, Elvira, que me voy del tema. Que quería ponerte en contexto porque no nos conocemos y dar un par de pinceladas: que soy una mujer que se sacude todos los mandatos que puede, a sabiendas de que no tiene vida suficiente para quitarse todas las piedras que le pesan en la mochila y que por eso duermo con mis hijos cuando me da la gana, que es a diario y que también soy una mujer deseante y con la piel en flor. El caso es que me han despertado esta mañana las gaviotas chillonas y los abrazos de mis hijos. Al otro lado de la cama, en la mesilla de noche, me esperan un buen montón de lecturas, algunas empezadas, otras por releer, otras por comenzar: Lo que hay de Sara Torres, Contra el futuro de Marta Peirano, Piñen de Daniela Catrileo, Tiempo de espera de Carmen Riera y Morfología de la Sangre de Pilar Cámara.
¡Ah! Y Silencios, de Tillie Olsen. Lo leí de un tirón durante la última Feria del Libro de Madrid: me lo regalaron mis amigas de Las Afueras, editoras valientes que publicaron en España, por primera vez, El nudo materno de Jane Lazarre —escrito en 1974, nos llegó con 44 años de retraso; para muchas de nosotras, una biblia del tema que nos ocupa. El caso es que, al despertarme, he revisado mis mensajes y tenía uno de la periodista Diana Oliver enlazándome tu artículo. Puff, Elvira. Menudo domingo me estás dando, sin saberlo. Yo quería hacer pádel surf, comprar coquinas y tomarme unas cañas. Y aquí estoy, desde mi terraza encalada mirando al mar, disfrutando de mi privilegio —las gaviotas se han callado— y ordenando todo lo que me brota del cerebro mientras leo tu artículo una y otra vez. No solo traemos hijos al mundo, se titula. Perfect. Me representa. Empiezo a leer. Tú también lees, cuentas. Lees sobre partos, sobre tetas, sobre frustraciones, sobre que los hombres no aparecen en los relatos pero que haberlos, haylos —y, aún habiéndolos, que yo también los he visto, ay, qué poco se les ve en los parques por las tardes, en las salas de espera de pediatría y en las reuniones de los coles—. Echas de menos en el relato a las abuelas y a los abuelos: yo también. Sobre todo, a mi madre y a mi padre. Porque ya no están aquí y joder, qué rabia. Porque se fueron demasiado pronto —soy huérfana desde los 38 años y sé que hay situaciones más jodidas y dolorosas que las mía pero Elvira, la mía es la mía, mis problemas son los míos y mi medida, muy mía también. En ocasiones, no deberíamos compararnos—. Ay, que me pierdo. Que lo que quería decirte es que, antes de sus fallecimientos, nos dejamos dicho casi todo lo importante, pero no sabes cuántas preguntas me han quedado en el tintero. Y ninguna de esas preguntas tienen que ver con la actualidad y el orden mundial.
Hablas de la teta. Ay, la teta. Ensimismada en las mías, quiero contarte cuánto las echo de menos. Antes de ser madre, lucía una talla 95 esplendorosa. Tuve un novio cantante que me llamaba la exhuberante bendición italiana y me comparaba a Sofía Loren. Tuvimos una hija, nos separamos y esa canción nunca se publicó. Porca miseria. Para mi memoria queda. Tras ocho meses de lactancia mis pechos pasaron de ser melones galia a pimientos de Padrón. Pude dar el pecho cuanto tiempo quisimos mi hija y yo. Con crisis de lactancia, a veces, recuerdo la voz de mi madre diciéndome “no te agobies, cariño: si has podido darle el pecho un mes, eso que se lleva por delante”, “no te agobies, cariño: si has podido darle el pecho cinco meses, eso que ha ganado”. Mi madre, Elvira. Cuánto la echo de menos. Echo de menos visitar con ella museos, una de nuestras actividades predilectas. Echo de menos hablar con ella de los libros que leíamos. Echo de menos nuestras últimas conversaciones en el hospital, en la que me contaba las historias de una tía suya partera, que se había ido a Cuba, se había enamorado y con este amor cubano, que era médico y de vuelta a España, en los tiempos de la guerra practicaban abortos clandestinos en las mejores condiciones posibles para las mujeres que los necesitaban. Podría escribir tantas cosas… El caso es que me gustaría contarte que mi madre me habló en muchas ocasiones sobre cómo me parió. Y fue una historia tan bonita… Porque antes de darme a luz, mi madre tuvo otro embarazo, al poco de casarse con mi padre. Se iba a llamar Pilar, pero mi madre sufrió un aborto a los cinco meses. Sucedió en el hospital en el que trabajaba —para más INRI, trabajaba en Neonatal, con bebés prematuros—; en un momento del proceso, fue al baño y su querida criatura, sin vida, se le resbalaba entre las piernas. Después de eso y antes de que yo llegase al mundo, lloraba con amargura cada vez que le venía la regla. Yo no tardé demasiado en llegar: apenas seis meses más tarde se quedó embarazada de mí. El relato de mi nacimiento, quizá, sea uno de los más bonitos relatos que he escuchado de la boca de mi madre: cuenta que, aunque mi padre no podía estar presente, por protocolos, sí lo estuvo una de sus mejores amigas y compañeras de trabajo, Ana. Qué buen plan. Contaba mi madre que tuvo un parto gozoso, “me dejaron parir a mi marchica —somos de Zaragoza, donde todo es muy majico—, sin goteros —o sea, sin oxitocina—, a mi ritmo. Y así naciste tú, hija. Todo el mundo decía que no había visto bebé con mejor color al nacer”. O sea, que yo soy hija de mi madre en un parto natural, cero intervenido, excelentemente acompañado. Y es que, Elvira, la manera en la que nacemos importa y mucho. Las evidencias científicas demuestran que la forma en que venimos al mundo deja una marca indeleble en nuestro desarrollo posterior. Sobre todo, y esto es tremendamente importante, en nuestra salud mental. Esto te lo puede contar mucho mejor que yo la psiquiatra Ibone Olza, directora de Instituto Europeo de Salud Mental Perinatal. Aún mejor: te invito a que leas sus dos libros, Parir y Palabra de Madre. Te puedo contar que a mí leer Parir me cambió la vida. Literal, no exagero. Leyendo a Ibone supe, años más tarde de haber dado a luz a mis dos criaturas, que si yo me sentía tan mal con mis maternidades —que no con mis criaturas— era porque, entre mis dos partos, tenía experiencia en un montón de maniobras y protocolos que, a día de hoy, la OMS desaconseja y define como violencia obstétrica.
Con Ibone Olza, precisamente, pasé gran parte de la tarde del pasado viernes. No te lo he contado todavía, Elvira, pero soy la creadora de una revista sobre maternidad honesta —que no sobre crianza— que se llama MaMagazine. Llevo tres años entrevistando a mujeres —y también a hombres que quieran hablar de estas cosas, claro, que haberlos, haylos—, escribiendo, alojando pensamientos y reflexiones muy diversas. Me acompañan poetas, ilustradoras, pensadoras, escritoras, mujeres emprendedoras, fotógrafas, filósofas, músicas… un grupo de mujeres, casi todas madres que, además de criar, crean, se preocupan por la educación de sus hijas e hijos, que sueñan, que follan, que beben, que leen. Que viven. Perdón, Elvira. Que me pierdo otra vez. Que te quería contar que la tarde del pasado viernes reuní a Ibone Olza y a la periodista Diana Oliver, autora del libro Maternidades precarias que también te aconsejo mucho leer, aunque su título rece “Maternidades” y en la portada aparezca la ilusión de un vientre lleno. Las reuní para grabar una conversación entre ellas que podrás leer en el siguiente volumen en papel de MaMagazine, que pariremos en septiembre y que me encantaría que pudieses ojear, la verdad. Porque creo que te encantaría. Nos escudó la fotógrafa Carol Renaux, que flotaba a nuestro alrededor para retratar la maravillosa tarde que pasamos charlando de esas cosas de la maternidad que a nosotras, como a otras tantas, nos parecen súper interesantes. No lo vamos a comparar con los incendios de Las Hurdes, con el hambre en el mundo, con la guerra de Ucrania o con el batacazo de las criptomonedas. Y no creas que esas cosas no nos importan, pero es que demasiados señoros hay ya en las teles y en las terrazas de los bares jugando a ser tertulianos, arreglando el mundo y no preguntándose, en dos horas de conversación y tres gintónics cómo están evolucionando las enfermedades de sus cada vez más ancianos progenitores y cómo llevan ellos eso de ser la generación sándwich. Es mejor jugar a ser jueces de los dioses a reconocer lo sagrado de la experiencia de traer vidas a este mundo. Porque Elvira, estoy segura de que tú, como yo y como otras tantas, en el fondo sabes que “si las mujeres mandasen en vez de mandar los hombres serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”, como escribió Fernández Caballero en la zarzuela Gigantes y cabezudos antes de 1900. De esto también hay evidencias recientes y se apellidan Merkel, Marin o Ardern.
Te hablaba de los muchos libros que habitan mi mesilla de noche en estas vacaciones. Entre ellos está ese Silencios de Tillie Olsen que he leído ya como tres veces seguidas. Lo tengo más marcado que los apuntes de cualquier asignatura de Periodismo, que es lo que estudié, antes de un examen. Su lectura me llevó a pensar en la Premio Princesa de Asturias de Literatura en 2019 Siri Hustvedt —a la que también encontrarás entre las páginas virtuales y físicas de MaMagazine— cuando escribió “solo de adulta he tenido ocasión de reflexionar sobre el problema de la omisión, sobre lo que falta en lugar de lo que está ahí, y de empezar a comprender que lo que se calla resuena con tanta fuerza como lo que se dice”. También cuando la escuché decir que “es necesario entender las complejidades del embarazo para derrumbar la misoginia” o “Cuanto mayor soy, más he empezado a notar que en la narrativa de la filosofía, la literatura o la ciencia es igual de importante lo que falta como lo que está. Ha faltado la historia de la gestación y el nacimiento”.
Estoy de acuerdo contigo, Elvira, en que la maternidad de Instagram y del ¡Hola! no son los mejores espejos en los que mirarnos. Son cóncavos, convexos y no nos devuelven la realidad del asunto. Pero somos un montón las mujeres que buscamos los relatos de maternidad perdidos entre las páginas de los libros, en las paredes de los museos, en conversaciones de sillas sacadas al patio de las vecinas. La maternidad como experiencia es tremendamente inspiradora: tú misma has escrito sobre ella en varias ocasiones en libros y artículos. Como institución, una cárcel. Y ahora, me voy a la playa con Las abandonadoras de Begoña Gómez Urzaiz en la bolsa. Que me han subido los calores y necesito refresco.
8 respuestas
Es muy importante lo que sucede a lo largo del embarazo y cómo es el parto. Tan importante es, que todos deberíamos saberlo para acoplarlo a nuestras vivencias y entendernos mejor.
no me gusta el artículo de Elvira, pero las respuestas menos. Son como aleccionadoras, como diciendo, somos buenas y nos levantamos con los niños en brazos, y, mira, mira, y tú mala. Las mujeres han perseguido a la que se sale de carril siempre, la han marcado y señalado para entregársela a los hombres. Sobre todo la mujer no maternal. En las cárceles de mujeres las que peores lo pasan son las infanticidas, por ejemplo.
Brillante respuesta. Imagino que después de leerte, será capaz de reflexionar y descubrirse también a si misma. Gracias por darme voz.
Me gustaría leer el artículo completo para poder opinar bien, pero hay que estar suscrito a “el país”. Lástima. ¿Alguien me puede resumir?
Estoy totalmente de acuerdo con el artículo de Elvira Lindo. Hay en este ensimismamiento en la maternidad una vuelta a los valores menos progresistas y más conservadores de la sociedad: véis a la madre como la gran/¿única? responsable del cuidado de los hijos y os recreáis en ello. El biberón dio a la mujer la oportunidad de mantenerse en el mercado laboral. Por supuesto, estoy a favor de las medidas de conciliación, pero no me gustan esas madres que se creen tocadas por la mano de Dios solo por el hecho de traer niños al mundo y que a veces van tan orgullosas con sus carritos que no ceden el paso a los ancianos. Y aunque afirmas que escribes tu carta desde la más sincera admiración a Elvira lindo, tu ironía lo desmiente. ¿O quizá tu soberbia?
Soy madre de tres hijas.
Digo yo que qué tendrá que ver ser madre con ser una mal educada, en referencia a esas que lucen carritos aparta-ancianos… Pero sí, a día de hoy hay cierta revisión de los valores que fueron necesarios instaurar en los setenta, cuando era perentorio facilitar la incorporación de la mujer al mercado laboral. El boom de papillas y destetes que vivimos los hijos de aquellas madres fue necesario para producir un cambio social, pero aquellas madres también asumen al vernos, siendo hoy abuelas, lo que perdieron (pese a lo ganado). Ellas no contaban, aun así, con bajas de maternidad -y paternidad- como las actuales (mejorables, igualmente). No vivimos en un tiempo estanco. Y ni Lindo ni Gabaldón tienen la razón de formal unilateral. Por cierto, podría escribir esto sin ser madre.