Sucede con las lecturas que siempre saben a una cosa u a otra después de pasar por el filtro de nuestro cuerpo y nuestra memoria, y Música en la oscuridad (Seix Barral, 2024), de Antonio Iturbe (Zaragoza, 1967), me ha dejado un dulce y nostálgico sabor a infancia. Iturbe narra la historia —inspirada en la realidad— de un músico, Mariano, que llega con Joaquina, su mujer, al barrio rural de Casetas, en Zaragoza, para hacerse cargo de la banda municipal de música. El concepto “barrio rural” es algo que no he escuchado en ningún otro lugar que no sea Zaragoza, así que desconozco si fuera de aquí se estila. Un barrio rural no es un barrio metropolitano, pero tampoco es un pueblo, por lo que se mueve en zona de nadie. «Lo de ser barrio rural pesa un poco también: eres y no eres, estás cerca de Zaragoza y estás lejos, porque las decisiones se toman en la ciudad. Y tampoco tiene la autonomía del pueblo: no luce, la ciudad no se acuerda mucho de ti», cuenta Iturbe.
Rescatar los barrios rurales a través de esta historia es hacerles, de alguna manera, justicia poética o narrativa. «Estuve hace unos días en Casetas, haciendo una presentación del libro en la biblioteca, y había muchísima gente. Estaban enardecidos, orgullosos de que alguien se hubiera acordado de Casetas y hubiera escrito una novela». Casetas es el lugar donde nació Iturbe: «Cuando tenía seis meses, mis padres emigraron a Barcelona a buscar trabajo, que es donde yo crecí. Los veranos volvíamos, casi de turistas. Cuando te haces algo mayor, ya tienes tu ambiente y, como ir al pueblo te parece un rollo, dejas de ir. Más tarde, vas retomando los hilos, porque cuando entras en otra edad, te apetece volver, ver a tus primos, por ejemplo. Luego están las leyendas de casa: mis padres se bunkerizaron un poco, manteniendo ciertas costumbres, haciendo farinetas, huevos tontos y cardos. Mi madre buscaba borrajas que nunca encontraba. Mi abuelo leía el Zaragoza Deportiva, iba a Las Ramblas a comprarlo. El ambiente estaba ahí, no se perdía el hilo, se conservaba a base de anécdotas, chascarrillos y refranes. En mi cabeza, Casetas se iba formando como una especie de lugar mítico, más forjado con los recuerdos de mi abuelo y de mis padres que de haber vivido allí. Es verdad que una mirada de afuera también existe, preocupa el qué dirán, pues aquí viene un forastero a escribir qué es Casetas. Pero la han recibido, la han recibido muy bien. En la literatura, la mirada de fuera también va bien a las cosas, porque el que está dentro lo está tanto que, al final, no ve bien. Esa mirada es capaz de mirar desde arriba, como un pájaro, y de iluminar ciertas que cosas que, el que está allí, como ya camina a ciegas, no necesita ver».
Mis abuelos paternos y maternos vivieron en sendos barrios rurales, a ambas márgenes del río Ebro. Cuando Iturbe introduce las leyendas fantásticas en su narración, vuelve a saberme a casa, a cordero asado y a tortilla de patatas. Me lleva a la Casetica de las Brujas que había en un cruce de caminos en mi pueblo de la infancia, en Cosuenda —que es pueblo-pueblo, no barrio rural—. El elemento fantástico en esta narración tiene nombre de mujer y se llama Hilaria. «Mi madre sigue escondiendo debajo de la cama un céntimo o algo, porque cree que eso atrae el dinero. Tiene sus creencias en ciertas cosas, quema ciertas hierbas… Es algo que está muy integrado y es una forma que se relaciona, también con algo que se ha perdido mucho, que es la medicina natural. En casa, cuando éramos pequeños y teníamos fiebre, mi madre nos ponía trapos con vinagre en los pulsos y en la frente. Al final, no es solo una superstición, pues el vinagre chupa el calor y te alivia. Hay algo ahí, entre la superstición y el uso de los recursos que ofrecía la propia naturaleza en lugares donde, a lo mejor, no había tanto dinero para medicinas y médicos, lo que hacía que se recurriese a esa sabiduría ancestral», comenta Antonio.
Envidio a Iturbe por haber podido tirar de esta madeja y haber compuesto esta maravillosa historia coral. Lo envidio sanamente. Yo perdí a mis abuelos y también a mis padres, por lo que no sé a quién hacer esas preguntas que se me han quedado en el tintero. Lo que no sabe él es que su libro me ha devuelto una parte de mi niñez: esta historia, escrita con aragonesismos, con el lenguaje popular de mis ancestros no tan lejanos, es el lugar al que podré volver cuando quiera escuchar un «¿Qué pasa, pues?».
¿Cuál es el germen de esta historia?
Fue todo una concatenación de azares. Todo empezó porque comencé a hacerme preguntas sobre mi abuelo. Empecé a pensar, sobre, todo, en esas preguntas que no haces. Nos pasa muchas veces: una vez que se han ido, se nos quedan muchas preguntas dentro que quisieras haber hecho. En mi casa se explicaba que mi abuelo había tocado el saxofón tenor en la banda municipal, pero yo nunca vi tocar a mi abuelo: nunca quiso tocar. Entonces, me empecé a preguntar cómo era posible que una persona con tan pocos estudios, un agricultor, tocara un instrumento tan complicado como el saxofón, y por qué nunca más tocó. Y como no le podía preguntar a él, empecé a indagar. Entré a tontas y a locas en la página web de la banda municipal de Casetas y encontré un escrito que celebraba un aniversario y recuperaba la historia. Contaba que en 1930 —mi abuelo nació en 1903— llegó un clarinetista que puso en marcha todo aquello. Buscando un poco más, vi que se llamaba Mariano Lozano Sesma, un hombre que había llegado en 1936 a ser alcalde de barrio de Casetas. Que llegue un forastero y se haga alcalde, ahí, donde no te lo van a poner fácil a la primera, es que tuvo mucho mérito. En el Heraldo de Aragón encontré reseñas que hablaba de la banda municipal de Casetas, dirigidas por Mariano, muy elogiosas. Pensé que ahí había una historia: la de un clarinetista que va a montar una banda de música y se encuentra un montón de personas que apenas sabían leer o escribir y los convierte en músicos.
Publiqué la anterior novela en 2021. Soy lento de cocción y he pasado tres años de idas y vueltas a Casetas. Necesito cierta maceración en los libros. Necesito escribir y disfruto escribiendo. Estoy contento de haber contestado, a través de la literatura, a esas preguntas que no pude hacer a mi abuelo.
Mariano, entre lo emotivo y lo práctico. Habla de la música como matemática en vez de como emoción. Anécdota del Mudo.
Esta historia de Casetas es la historia de todos los pueblos y ciudades de España en esos años: eran años de lucha entre la España atrasada y la República que llegaba con nuevas ideas, racionalidad contra superstición. Mariano es socialista, tiene muy integradas las ideas de la República, de pan y escuela, de que la educación iba a sacar España del atraso. Está completamente en contra de la religión, de la superstición. Luego está esa otra España, muy embebida de la cultura popular y las supersticiones. Ejemplifiqué ese choque con la bruja que representa la mirada hacia lo misterioso frente a ese hombre que viene con las ideas tan claras en las que no cabe la superstición. Lo que sucede es que, efectivamente, no puedes ser músico sin tener una mirada hacia lo misterioso, porque la música, en realidad, es algo que no tiene textura, que no tiene materia y, sin embargo, modifica a las personas. En la novela existe ese choque en el que hay rechazo, pero también un punto de atracción.
La bruja le dirá, en un momento de la narración, «no somos tan distintos» y yo lo creo así: un músico es, al final, un soñador. Es alguien que construye mundos con pompas de jabón sonoras, invisibles. Por muy racionalista y socialista que sea, no podía dejar de tener ese gramo de locura del artista.
Mariano, con su razón, e Hilaria, con su superstición, no son tan distintos: los dos miran en la misma dirección que, metafóricamente, es el agua, es el río.
Exacto. Si la música se materializara, ¿a qué se parecería? Quizá se parezca al agua de un río, de ese río Ebro que siempre está en movimiento, que está y no está. El río no se puede parar, siempre sigue adelante. Tampoco puedes parar la música: las notas se van extinguiendo en el aire. El río es una metáfora y es una presencia muy importante en Aragón, que es un lugar de ríos. Mi primo, que trabaja en asuntos medioambientales, me contaba que, de hechoh, Zaragoza es una de las pocas ciudades del mundo que tiene tres ríos.
El cierzo también juega un papel y forja el carácter de los aragoneses.
El viento también es muy importante, es una presencia también en la novela. El cierzo está presente y modifica hasta las conductas: la aspereza, la voz que alzas para que se te escuche… es un lugar de asperezas, pero cuando entras en el interior de la gente, te das cuenta de lo tierna que es por dentro. De entrada siempre hay un poco de recelo, pero después las puertas nunca están cerradas.
Hablas de la oscuridad en el título y yo no consigo verla. Cuando pienso en los años 30, antes de la guerra, pienso en un periodo más luminoso. ¿Por qué el título La música de la oscuridad?
Hay una amalgama de cosas. Es cierto que los años 30 son momentos de euforia. Creo que era Antonio Machado quien decía que «la bandera de la República está tejida con el lino de los sueños». Era el momento de soñar en grandes cosas, en grandes avances, en cambiar el país, en quitar la tierra de esas pocas manos y dárselas a la gente, en dar poder a las mujeres, en que votasen… es un momento bonito, pero también acechado de muchas incertidumbres. La bronca de la República, la izquierda eternamente dividida y en protesta, eternamente agitada… En el título me interesaba hacer una lectura de esa música en la oscuridad que no sabemos de dónde procede. Es un poco como el agua: ¿de dónde sale el agua de una fuente? Cuando encuentras un caño en mitad de la montaña, no sabemos de dónde, pero viene de lo profundo. La música sale de un lugar que no sabemos dónde está. Los neurólogos lo explican: no tenemos en el cerebro un centro para la música, como sí existen otros centros neuronales para otras actividades. Está repartido en múltiples redes, no se sabe muy bien de dónde sale ni por qué: el propio Charles Darwin ya se preguntaba por qué la naturaleza, que no da puntada sin hilo, nos ha dado la capacidad para generar y asimilar el ritmo, y convertirlo en sensaciones. ¿Qué ventaja evolutiva nos da eso frente a tener cinco dedos o uñas para escarbar? Darwin afirmaba que es un misterio, y sigue siéndolo. La música surge de lo profundo, de lugares de nuestra conciencia a los que nosotros ni siquiera tenemos acceso.
Mariano sueña con un territorio que deje que su hija, sus hijas, sean libres.
Es uno de los sueños de la República, que sí tuvo a las mujeres en el centro. Las maestras fueron las que llegaron a los pueblos para montar las escuelas, eran mujeres quienes traían la educación. Ya sabemos que luego vino una guillotina de cuarenta años que echó muchas cosas a rodar, pero quiero creer que hemos retomado el hilo y que muchos movimientos surgidos de esa semilla de los años 30 siguen vivos. Lo bonito de las semillas es que pueden quedar hibernando durante años y, de repente, pueden volver a brotar. Esa República que Franco creía que había exterminado, en realidad, quedó en hibernación por debajo de la dictadura y luego emergió.
¿Qué personajes son los que más has disfrutado mientras los descubrías o creabas?
Un padre quiere a todos sus hijos, pero descubrir a Mariano Lozano, el personaje real, que llega armado con un montón de telas y un clarinete, ha sido muy especial. ¿Consigue o no consigue cambiar el mundo? Algo hace, algo siembra. Hay una semilla que queda ahí y, al paso de muchos años, desgracias y dictaduras, Casetas es, hoy en día, un sitio donde hay mucha música: hay escuela de música, grupos como Pedro Botero… Te da que pensar que algo germinó.
El personaje de la bruja, para mí, también es muy importante: es un personaje proyectado y muy querido porque representa muchas cosas. La necesidad de creer en algo más de lo material, en la conciencia, en la intuición que mira al otro lado de las cosas, está en una mujer que es muy independiente, respetada y también temida, que siempre mantiene su espacio. Hilaria lucha contra todo y contra todos. Al final, también, con su propio poder de percepción, también se encuentra muy sola.
¿Eres consciente de lo poético de tu narrativa cuando escribes, por ejemplo «la amapola es una flor que…
La verdad es que no. Creo que es algo que surge con la escritura. No soy muy lector de poesía rimada porque me parece que la poesía es algo que tiene que emerger, y que puede hacerlo en la prosa, en una conversación, en una taberna… puede haber momentos poéticos de muy diversa manera. Me da la impresión de que si hay planificación, la poesía se resiente. Cuando los dedos van más deprisa que tu cabeza surgen cosas que igual se te van un poco de la mano. A veces, tienes que refrenar tu euforia poética. Es así: el libro estira de ti. Es lo que me gusta de escribir. Me gusta echarme al río y que me arrastre.
En el invierno de 1930, llegan al barrio rural de Casetas Joaquina y su marido, un clarinetista de la banda de Zaragoza, sastre de profesión, llamado Mariano. Ha sido contratado para hacerse cargo de la exigua banda municipal de esa localidad de gente trabajadora, mayormente agricultores sin formación. Enseguida conoce a los que han de ser los miembros de su banda: campesinos con los dedos deformes y las uñas negras sin ningún sentido musical. Pero nadie parece querer ponérselo fácil, ni siquiera funciona la pequeña sastrería que abre y es Joaquina la que debe trabajar en un horno de pan y vendiendo bocadillos en la estación para sacarlos adelante.
Sin embargo, poco a poco, Mariano conseguirá ganarse la confianza de esa gente ruda y él mismo aprenderá a confiar en ellos. Firme creyente en las ideas progresistas de modernizar el país a través de la educación y la cultura, realmente conseguirá, a través de su pasión por la música, mejorar las vida de estas personas. Frente a sus logros, emerge sin embargo una curandera a la que llaman “la bruja”, empeñada en expulsar a Mariano y su esposa de la comunidad. Y entre ambos se establecerá un pulso entre razón y magia, rechazo y deseo, mientras la amenaza de la guerra avanza inexorablemente.