Abre, de manera muy inteligente, la escritora Carmen G. de la Cueva (Alcalá del Río, 1986) su último libro con una cita de Silencios, el brillante ensayo de Tillie Olsen en el que habla de la escritura de las mujeres y sus silencios: “No es fácil dejar atrás las costumbres de una vida en la que todo se anteponía a la escritura, pese a que, ahora mismo, esta podría ocupar el primer lugar en muchas ocasiones”. Continúa Carmen su libro hablando de la tormenta personal en la que estaba inmersa cuando se encontraba en el proceso de gestación de este libro. Cuenta que escribía “casi como si caminara por un alambre, llena de miedo e inseguridad: escribía en los huecos que me dejaba la crianza, el cuidado de la casa, en esos pequeños intersticios de tiempo que eran las siestas de mi hijo, en las madrugadas mientras daba de mamar a un bebé que parecía no saciarse nunca”. Escribía Carmen como podía. La imagino bien, porque yo también he pasado por esa tormenta suya y sé que, en ocasiones, la vida trata solamente de sobrevivir. Escribía Carmen y lo hacía sobre otras escritoras, sobre otras voces y plumas que nos precedieron en momentos más o menos brillantes o amables para las mujeres. Tiempos en los que charlar, ir sin sombrero, crear cultura, ser medianamente libres. Escribía Carmen sobre esas voces silenciadas por años de guerras y dictaduras. Por años de hogueras, exilios y jaulas domésticas. Ellas escribían por todas las mujeres y Carmen las ha escrito a ellas. Ellas son Emilia Pardo Bazán, Carmen Baroja, María Lejárraga, María de Maeztu, Victoria Kent, Elena Fortún, Marisol Dorao, Carmen Laforet o Carmen Martín Gaite, entre otras.
Escribió Carmen estas historias y reflexiones y, por el camino, encontró a la ilustradora Ana Jarén (Sevilla, 1985). Juntas han creado un álbum de preciosas ilustraciones e inspiradoras historias. A través de las palabras y los dibujos, han tejido un manto de posibilidades, de referentes, en un merecido homenaje a esas mujeres que nos escribieron, que escribieron para las que caminaban a su lado y las que vendrían después. El resultado de estos hilos entrelazados se llama Escritoras. Una historia de amistad y creación (Lumen, 2023) y estos días está siendo presentado por sus autoras en varias ciudades españolas.
Quiso el destino que fuese justo el Día de Andalucía, el pasado 28 de febrero, el día en que pude reunirme con las dos sevillanas y brindar por su día y por las escrituras. También por sus maternidades, otro hilo que las une: Carmen es madre de un niño de cuatro años y Ana, de una niña de seis.
¿Cómo era vuestro trabajo cuando os convertisteis en madres? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
Ana Jarén: Cambió radicalmente. Mi hija nació en Amberes y estuvimos solos Nacho, Gala y yo, todo el rato. Era una época en la que sentía que mi trabajo como ilustradora estaba avanzando, alcanzando un punto de inflexión. Me vi con un bebé que comía cada dos horas y dormía siestas de veinte minutos. Lo recuerdo como algo muy duro. No tiro fácilmente la toalla, pero le dije a mi pareja que necesitaba un respiro. Nacho me dijo que ya nos apañaríamos, pero que no podía dejar la ilustración, que era lo que yo siempre había querido hacer. Al inicio de la maternidad, parece que los días duran años. Esos dos primeros meses, aun con el cansancio extremo, me hicieron ser más fuerte. Pienso si estaría aquí si no hubiese sido madre y me pregunto si me habría ido mejor. Y estoy segura de que me hubiera ido peor: la cantidad de esfuerzo que le he echado a esto no la habría echado de otra manera. Tener a mi hija al lado es una motivación para ser la mejor versión de mí misma.
Carmen G.: La maternidad transformó mi vida y mi mirada. En lo que tiene que ver con las condiciones materiales, mi vida de por sí ya era precaria como autora. Justo al quedarme embarazada acababa de volver a Sevilla desde Madrid y estaba a punto de sacar mi anterior libro, Un paseo por la vida de Simone de Beauvoir (Lumen, 2018). Tuve que hacer la promo embarazada, encontrándome mal, así que acabé haciendo la mitad de la promo que debería haber hecho. El embarazo permitió que estuviera en un estado de calma que mi vida, hasta entonces, no me había permitido. Como periodista y escritora precaria no dejaba de enganchar encargos y, al final, al sentirme mal físicamente, tuve que parar. En ese momento apareció el proyecto de Tranquilas. Historias para ir solas por la noche (Lumen, 2019), que hice con María Folguera, y me vi, después de parir, editando los textos de un libro sobre violencia sexual y fue difícil, pues físicamente estaba en otro lugar. Cuando nació mi hijo, la dinámica familiar cambió completamente: pasé de tener una vida fuera de casa a estar atada al mismo sillón o a la cama con mi hijo, en una crianza con apego, lactancia a demanda… Me pasó con la maternidad como con el feminismo: me dio un tortazo. Fue un golpe en mi cuerpo. La cesárea que tuve, de urgencia, me dejó bastante mal. Estuve dos meses sin poder caminar bien. Al principio tuve que estar asistida por mi madre para el aseo, no podía sostener a mi hijo de pie. Todo eso hizo que fuese muy consciente de que las cosas no suceden como tú te imaginas, pero a la vez, al parar, vi las cosas desde otro lugar y empecé a escribir desde ese otro espacio. Sobre todo, desde otro tiempo. Cuando los bebés son pequeños, los días duran años. Yo aprovechaba que los días duraban años para escribir, pero solo con la cabeza, no era dueña de mis manos. Cuando alguien se quedaba con el niño, aprovechaba para escribir. La dinámica familiar fue tan terrorífica que empecé a sufrir ansiedad, a encargarme de la casa y la crianza, a dejar de escribir. Estaba muy feliz en mi hijo, pero muy incómoda en la casa con mi pareja, que ahora es mi expareja. Si no hubiera sido madre, no sería ni la mujer ni la escritora que soy hoy.
¿Qué es, para vosotras, lo mejor y lo peor de vuestras maternidades?
AJ: Soy una mejor versión de mí misma. No veo la vida igual, pongo la mirada en otras cosas. Ha cambiado la concepción del tiempo: ahora tiene un valor que antes no tenía. Lo peor es el miedo. Mi vida no la ha cambiado una hipoteca, ni el matrimonio: es mi hija quien ha dado la vuelta a todo.
CG: Lo peor, para mí, han sido los agujeros en mi identidad. Empecé a cuestionarme todo, incluso a mí misma, constantemente. Desde que mi hijo estaba en mi barriga, me hizo ser mucho más consciente de mi propio cuerpo, del mundo… como si, a la vez, estuviera viviendo y también fuera de mi vida, como observadora, narrando. Eso está en mi escritura ahora.
¿Cómo ha sido unir vuestras sensibilidades para dar vida a Escritoras?
AJ: Ha sido maravilloso encontrarme con el texto de Carmen. Este texto me sugería muchas imágenes y me motivaba a pintar. He disfrutado muchísimo de este proceso. Conocía el trabajo de Carmen y, cuando me propusieron trabajar con ella, me pareció un regalo. Es muy bonito hablar en este libro del apoyo entre mujeres, de cómo unas animan a otras a perseguir sus sueños como creadoras. Este libro está hecho por dos mujeres que se han encontrado para crear. Así, se ha cerrado el círculo.
CG: No nos conocíamos personalmente, pero justo la primera lámina que compré para decorar mi piso tras mi separación, fue una ilustración de Ana en la que una mujer amamanta a su hijo en un escenario caótico. Las ilustraciones de Ana me parecían muy luminosas para esa primera casita, tan pequeña y oscura. Cuando Ana mandó la primera ilustración —la de Carmen Laforet y Elena Fortún juntas— como propuesta, supe que esa tendría que ser la estética del libro. Sentí mucha sintonía entre nosotras. Ana sabe fijarse en lo cotidiano y hacerlo poético.
Es increíble pensar en el potencial de las mujeres de la cultura de principios del siglo XX. No solo desde la escritura: también desde el activismo. ¿Cómo habéis tejido la evolución y la relación entre las escritoras que protagonizan este libro?
CG: Para mí, el título de este libro era Los hilos. Lo concebí todo así: no solo la vida de estas mujeres, sino la vida de mi abuela Eugenia, de mi tía Carmen, de mi propia madre, mi vida… Al principio, esa imagen de los hilos, esa reivindicación del trabajo de las manos, está muy presente. Nuestra generación, de alguna forma, ha renegado de lo cotidiano, de lo pequeño y lo manual, algo que no iba con nosotras por, precisamente, ocupar el espacio público, mayoritariamente masculino, desde lo intelectual. Pero vemos a mujeres que compatibilizaban lo intelectual con lo manual y, ahora, recuperamos oficios como el bordado. Incluso la escritura y la ilustración son trabajos manuales. Los hilos tienen que estar, por su simbolismo y por homenajear los oficios de las mujeres de nuestras familias.
AJ: Por ejemplo, mi abuela no podía ver la tele si no estaba haciendo punto. Yo dibujo a mano. Cuando Carmen menciona los hilos, pienso en esas mujeres que dedicaban parte de su ocio a bordar, por ejemplo, los pañuelos de los otros, que salían a la calle a vivir. He querido tratar la ilustración como si fuera costura. Ellas también cosieron sus propias blusas, por ejemplo.
Incluso Carmen Baroja publicó una monografía sobre el bordado.
CG: La escritura también tiene mucho de eso. Palabra a palabra es como ir puntada a puntada.
Mucho del trabajo de estas mujeres se perdió, se hizo desaparecer.
CG: Se quiso hacer como si no hubiera existido. Y es lo que ocurre con la historia de las mujeres: no es que no las conozcamos, es que hasta las pruebas han sido eliminadas para que no lleguemos a ellas. Es como si hubieran borrado las pisadas del sendero.
AJ: Esos referentes no interesaban.
CG: Y aun así, están ahí. Las he encontrado porque otras las rescataron antes. En la portada aparecen Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Elena Fortún y Marisol Dorao, la investigadora que redescubrió la obra de Elena Fortún. Este no es solo un libro de biografías literarias: es un libro que reivindica, también, la figura de las rescatadoras. Sin María Jesús Fraga, Nuria Capdevila Argüelles, Antonina Rodrigo, que ya lo hizo en los años 80 y escribió la primera biografía de María Lejárraga. Una mujer que habló con Victoria Kent. Cuando ella comenzó a investigar, muchas de ellas estaban vivas, aunque exiliadas. No podemos hacerlo solas.
AJ: Ni hay que hacerlo solas. Las mujeres sentimos que debemos hacerlo solas, pero estamos equivocadas: este es un trabajo colectivo. Siendo así, es más fácil. Es imposible no hacerlo juntas.
CG: La mayoría de las veces estás muy sola. Estás en tu casa, pensando que lo que quieres hacer es imposible. Estás inspirada, pero atrapada. Esto no se hace sin amor. Si quieres vivir bien y ganar dinero, no escribes, ni haces un club de lectura, ni pintas ni haces una revista de maternidad. Hay mucho amor, pero necesitamos condiciones políticas o económicas adecuadas para que todo este empeño llegue a alguna parte, porque con el amor no se come. A no ser que tengas una renta asegurada, como la que tenía Virginia Woolf… Hay familiares que apoyan y sostienen el trabajo de una, pero nos queda mucho trabajo por delante.
¿Cuál de estas mujeres os ha sorprendido más durante vuestro trabajo?
CG: Todas las que están aquí son mi preferidas, la verdad. Están ellas porque a mí me han removido sus historias personales. Han tocado algo dentro de mí que tiene que ver con mi vulnerabilidad y mi manera de ver el mundo. Mi favorita, desde antes de escribir este libro, es Carmen Laforet. Carmen encarnaba esa lucha entre la mujer que tiene que ser para los demás, para la sociedad, para su familia y el deseo de ser libre, de escribir, de buscarse una vida propia. Encarna, también, el silencio de la impostora. ¿Se pudo quitar el velo de impostura a lo largo de su vida? Creo que no. Es como una especie de amenaza constante en la vida de cada una de nosotras. Quizá Laforet no tuvo ese sostén para seguir publicando, porque sí siguió escribiendo. Al final, se perdió, se quedó sin poder hablar, con afasia, perdió la memoria… Es un símbolo de lo que ocurrió a toda una generación de mujeres.
AJ: Mi gran descubrimiento ha sido Elena Fortún. Es el caso de éxito, una mujer que consiguió vender muchos libros, tener fans —entre ellas, la editora Esther Tusquets— e inspirar a otras generaciones. Sin embargo, su vida fue durísima, ella se sintió fracasada en su momento. Ojalá hubiese alguna manera de que ella viera el éxito y la cantidad de personas a las que inspiró y cambió la vida. Muchas escritoras han hecho mi vida mejor: Elena Fortún es una de ellas. Pero ella murió con una sensación muy agridulce.
CG: ¿Vivió Elena Fortún la vida que quería vivir? ¿Se lo permitió? Eso también es una enseñanza.
Un apunte final. Termina este Escritoras con un precioso epílogo, tan personal como su prólogo, en el que Carmen cuenta las visitas que hacía a una tía suya que había nacido pocos años antes de la Guerra Civil. En ellas, su tía le contaba historias familiares. Carmen las escuchaba, atenta, y después las escribía en un cuaderno anillado. Crecía su curiosidad, preguntaba y su tía le enseñaba fotos que guardaba en una caja de latón. Carmen recuperó esa caja a la muerte de su tía, además de dos cuadernos a modo de diario. Esas miguitas de pan recogidas en el camino que otras mujeres dejaron para nosotras son las que nos escriben y nos cuentan. Las que hablan de nuestros silencios. Fueron las miguitas, también, las que salvaron a Hansel y Gretel.
Hubo un momento en España en el que todo parecía posible para las mujeres: estudiar, salir de sus casas, tejer hilos de amistad y plantar una pequeña semilla que, a pesar de la guerra y de la posguerra, germinó en poemas, libros y cartas. Una historia que transcurrió en entornos como la Residencia de Señoritas o el Lyceum Club Femenino, que seguiría a menudo en el exilio, y que entrelaza las vidas de creadoras como Emilia Pardo Bazán, Carmen Baroja, María Lejárraga, María de Maeztu, Victoria Kent, Elena Fortún, Marisol Dorao, Carmen Laforet o Carmen Martín Gaite.
Carmen G. de la Cueva ha rastreado las huellas de quienes, mucho antes que ella, encontraron en la voz y el amor de otras el impulso necesario para creer en ellas mismas. Por su parte, Ana Jarén ha creado la atmósfera perfecta para un hermoso relato de sororidad y creación.
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