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EL PÁNICO DE SER MADRE

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He tenido que acudir a un Centro de Apoyo y Encuentro Familiar por una situación que no soy capaz de manejar por mí misma. Cuando vi el recurso, me sorprendieron las siglas. Habiendo trabajado durante años en este tipo de servicios, me parece increíble los nombres que les van dando, como si pudieran llegar a definir algo tan intangible. El caso es que, aunque voy por otra cosa, en la segunda sesión me atrevo a sacar el tema del puerperio y lo mal que lo pasé. La psicóloga me pregunta que qué fue tan duro y yo, que tengo ya casi terminado un libro sobre esta etapa de mi vida —que además es el tercero que he necesitado escribir a modo de terapia, para atender mis heridas de madre—, no sé qué contestarle. Me quedo en blanco, en parte porque me supera la pregunta. ¿Que qué fue tan duro? Simplemente, todo.

Después de un largo silencio digo que tuvimos problemas con la lactancia, como si eso pudiera resumir mi particular infierno; un infierno que tan bien he escondido durante estos años, como otras tantas mujeres más hacen o han hecho a lo largo de la historia. “Sí, eso puede ser muy duro” contesta ella, intentando mostrar empatía, entiendo. “¿Qué pasó? ¿Problemas en el agarre?”. La miro extrañada. ¿Por qué quiere saber eso? Yo le he dicho que fue muy duro y punto. ¿Acaso tengo que demostrar que hubo realmente motivos y que no me lo estoy inventando? “Él tenía algo de frenillo y yo, el pezón plano. Tuve que usar un relactador, darle la leche con jeringuillas… Y un montón de cosas más. Tenía que sacarme la leche cada hora y en cada toma intentar también ponerle a mamar. Lloraba mucho y yo lo pasaba fatal…”. Me paro en seco porque, aunque esta es una historia que, por suerte, he contado cientos de veces, estoy cansada de sentir que apenas se entiende de qué hablo. 

—Bueno, fue muy duro y ya está— consigo decir. 

—Pero, ¿salió adelante?— vuelve a lanzarme en forma de pregunta que me descoloca. 

Después de otro incómodo eterno silencio y, esta vez, con una mirada dura, le digo algo como “¿Qué más da?”. Me siento agotada de tener que explicar lo que para mí se aleja de lo realmente importante. Una vez más, siento que para qué lo habré mencionado, si ni siquiera veníamos por este tema.

La psicóloga continúa hablando. No sé qué me dice de que sí, que la lactancia puede ser muy dura a veces, pero que también es importante si tomó o no pecho al final. Después de un rato escuchándola, me siento obligada a contestar que sí, que finalmente salió adelante, que hicimos lactancia combinada con distintos artefactos hasta los seis meses y que después ha tomado pecho siempre que ha querido, durante mucho tiempo. No me apetece decir cuánto, porque aún no sé si también es de las que me va a juzgar por esto. El caso es que cada vez me voy sintiendo más molesta. Es como si el mensaje fuera “Total, si lo conseguiste, ¿de qué te quejas? Bien mereció la pena, ¿verdad?”. Y es cierto que bien mereció la pena. Soy consciente de que el poder darle el pecho finalmente contribuyó al tipo de vínculo que hoy en día tenemos —aunque ahora sé algo que no pareció tan importante entonces: que ese vínculo también lo podría haber conseguido con un contacto físico con presencia—. Soy tanto una madre como una profesional pro-lactancia materna, pero también quiero ser de las que alertan de que puede ser una proeza descomunal física y psicológica si no está bien acompañada. En mi caso, en lugar de que bien mereció la pena conseguirlo, me gustaría poder decir que bien mereció la alegría, pero así no fue como ocurrió. Como sigo viendo que la conversación no recoge para nada mi vivencia, al final me sale algo que no tenía previsto decir. Algo sobre lo que he reflexionado mucho, pero que apenas me he atrevido a nombrar en voz alta: “Tuve una depresión no diagnosticada”. 

—¡Ah, sí! Son más frecuentes de lo que nos creemos— dice la psicóloga comprensiva.

—Sí, están infradiagnosticadas— añade la otra persona que está con nosotras en la sala y que conoce bastante de esa etapa de mi vida. 

“O sea, que los dos saben de lo que estoy hablando” me digo para tranquilizarme. Al menos no van a intentar minimizarlo o hacerme creer que no fue para tanto —“astenia primaveral” lo llamó mi médico de cabecera, cuando me atreví a mencionar mi malestar—. El caso es que sigo incómoda, porque en el fondo estoy convencida de que realmente no saben de lo que hablo. Me voy de la sesión con la inquietud de que no tienen ni la más remota idea, aunque lo intenten de corazón. Cuando una mujer me dice que lo está pasando mal o que tiene un recuerdo horrible de esa época, no necesito que me diga las causas, ni le ponga una etiqueta. Puede tener miles de razones para sentir eso, muchas de ellas desconocidas para mí. Lo que sí sé es que esa etapa se puede convertir, en lugar de en el momento más feliz de tu vida al lado de tu cría, en recuerdos espeluznantes.

¿Y cómo explicar a los demás a qué nos referimos con ese malestar en el puerperio, que se está demostrando que para nada es algo baladí? Vuelvo una vez más al recuerdo de aquellos días y, después de mucho llorar —¡Yo que pensaba que ya lo había sacado todo!—, al fin consigo dar con las palabras. No es solo un problema con la lactancia. No es solo una depresión no diagnosticada. ¿De qué hablo entonces? Pues realmente hablo de sentir puro y auténtico pánico. Pánico por quedarte sola con tu bebé en casa, y no tener escapatoria para todo lo que eso supone, sin acompañamiento ni consuelo… Pánico a hacer algo mal o no hacer algo a tiempo, a que se ponga malo o sufra un accidente y seas tú la única responsable. Pánico a que lo que más quieres en este mundo dependa tanto de ti, madre inexperta totalmente desbordada y que no pueda evitar generarle algún que otro trauma que él mismo tenga que abordar en el futuro. Pánico a mencionarlo, a que te tachen de loca y te lo quiten —“Que seas doctora en Psicología y experta en desarrollo evolutivo no te capacita para ser buena madre”, imaginaba que me dirían mientras me lo arrancaban de los brazos—. En definitiva, hablo del pánico de ser madre; del pánico de que a tu preciado bebé le pase algo por culpa tuya y tú no hayas podido remediarlo. Y sí, realmente puede ser algo mucho mayor a la mera preocupación. Sí, realmente se le puede llamar pánico. Yo aún recuerdo la sensación de dolor físico imaginando que él se pudiera morir, así según estaba tumbado a mi lado, porque yo no hubiera sabido estar a la altura. Conectar con eso te hiela la sangre y te deja el cuerpo congelado como si estuvieras muerta en vida, por mucho que en el exterior se esté a cuarenta grados.

Ahora, cuando ese bebé ya se ha convertido en un niño de casi seis años, empiezo a sentir que pude dejar atrás ese pánico, aunque con mucho sufrimiento en el camino. Independientemente de lo que pasara con la lactancia, de si le daba de comer papillas o me lancé al BLW, de si le llevaba en el carro o le porteé, de si fue a una guardería pronto o me quedé en casa con él —y así con un sinfín más de decisiones que tenemos que tomar—, el caso es que yo sufrí por otras muchas razones, que a veces siento que la gente no quiere escuchar. Sufrí porque me ahogaba en esa asfixiante soledad; porque apenas se valoraba todo lo que estaba haciendo, sino que se asumía que simplemente era lo normal; porque estaba muy insegura y nadie me reforzaba por mis esfuerzos; porque estaba agotada física y emocionalmente, pero pareciera que pudiera seguir así por toda la eternidad… Podría continuar rellenando unas cuantas hojas más y probablemente no abarcaría todas las emociones, tan diversas como ocultas, que las madres hemos experimentado en esta etapa de nuestras vidas. Y es que ese quizás sea el mayor problema de todos, ya que ese sufrimiento se lleva en silencio. En mi caso, haber encontrado mujeres maravillosas —en persona y en sus textos—, que se atreven a hablar con sinceridad de ello, es lo que me ha salvado. Eso es lo que me ha permitido entender que lo mío no fue un problema personal —que me estuviera volviendo medio loca, como en alguna ocasión llegué a pensar—, sino que realmente es un auténtico maltrato social. Solo escuchando, hablando y llorando es como he podido dejar ese pánico atrás o, al menos, parte de él. Ahora me considero una madre maravillosa. Increíble. Excelente. La mejor que mi hijo jamás habría podido tener, aunque me equivoque cientos de veces. 

Pero, como decía, me ha costado llegar hasta aquí y por eso, cuando alguien rasca en esa herida, aún siento como parte de lo vivido sigue grabado en mi médula espinal. Al menos ahora ya no lo ignoro o lo intento tapar, maquillándolo para que no lo vean los demás. Ahora, al contrario, me decido a sentarme para escribir sobre ello. 

Gracias por leerme y haber llegado hasta aquí. Si sientes que estás ahí, con ese pánico aún alerta en tu cuerpo, no dudes en buscar ayuda, porque la hay. Grupos madre a madre y maravillosas psicólogas perinatales, todas ellas expertas en qué vivimos las mujeres en un momento así, dispuestas a acompañarte. Si ya lo pasaste, pero aún te notas algo incrustado en el cuerpo, no lo dudes: también busca dónde sacudírtelo de encima. Necesitarás que sea un espacio seguro para poder abrirte, eso sí, pero cuanto antes lo airees, mejor. Y si conoces a alguien a quien le pueda venir bien leer algo como esto —porque has intentado explicárselo alguna vez y sentías que no te entendían, porque sabes que lo pueda estar viviendo y aún no puede ponerle palabras, o por lo que sea—, no dudes en hacérselo llegar. Entre todas estamos visibilizando esta ignorada realidad; este maltrato que, de una u otra manera, recibimos tantas veces. Como dice Silvia Nanclares, en el prólogo de Maternidades precarias de Diana Oliver: “Necesitamos más madres preguntonas, más madres reflexivas, más maternidades puestas al sol, al aire, con las heridas fuera hasta que se haga costra en compañía”. Al menos eso es lo que yo busco cuando escribo: hacer costra en compañía.

 

rosa pulido partir

ROSA PULIDO

Es psicóloga, docente, escritora y madre. Ha publicado PARtIR y Mamas.

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2 comentarios

  1. Totalmente de acuerdo, te abrazo. A mí me salvó que en mi centro de salud hubiera un grupo de apoyo a la crianza con una matrona que nos animaba a ventilar y llorar todos nuestros miedos e inseguridades, es fundamental tener comadres cerca.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.
Es psicóloga, docente, escritora y madre. Ha publicado PARtIR y Mamas.

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