La primera vez que oí la expresión «poner los cuidados en el centro» ya era madre. Bueno, puede que esto no sea cierto del todo. Probablemente la habría oído antes, pero sin hacerle ni caso. Ahora, al contrario, es una de esas frases que me colocan de golpe. “¡Ah! ¡Claro que hay que poner los cuidados en el centro! Y, por cierto, ¿por qué no lo están? ¿A quién se le habrá ocurrido sacarlos de ahí?”.
Yo sentí, claramente, que los cuidados no son una prioridad cuando me quedaba sola, primeriza e inexperta con un bebé al que criar. También lo sentí cuando, embarazada, se preocupaban más por el crecimiento del ser que estaba dentro de mí que por mi propia ansiedad, como si una cosa no tuviera nada que ver con la otra. Me podría pasar el día entero enumerando ejemplos, pero el caso es que, de golpe y porrazo, descubrí que, al convertirme en cuidadora, pasaba a un segundo plano. Me había convertido en madre y las madres somos básicas para la supervivencia de la especie —nadie se atreve a negar eso—, pero más allá de ese nimio detalle, yo dejé de importarle a nadie. Las cuidadoras en los márgenes de la sociedad. Curioso que tampoco había entendido esta otra frase hasta que la viví en mis propias carnes.
Es interesante también, por otra parte, cómo vuelve a cambiar todo cuando dejas de ser la cuidadora principal. Tu hijo o hija ya no es un bebé y no te necesita tanto, pudiendo volver al grupo de mujeres-con-algo-de-vida-propia, pero ya nada es como antes. El problema ahora es que ya no disfruto igual de esa libertad. Resulta que no se me olvida lo mal que se puede llegar a estar en ese otro lado, en el de cuidar las 24 horas del día sin que nadie parezca valorar todo lo que estás haciendo. Ahora me atormenta saber que otra mujer me pueda necesitar, pero soy yo la que no llega. “Búscate amigas con bebés. Con el mío tan mayor, al no tener las mismas necesidades, es más difícil coordinarnos” o “Te puedo recomendar alguna profesional que te ayude con eso. Ya me gustaría a mí poder hacerlo, pero es que apenas tengo tiempo”. No estoy ciega a su realidad, sé que estas mujeres se están ahogando en tener que cuidar en una situación extrema de cansancio, pero es que literalmente no puedo estar ahí.
Entonces, ¿qué hace que sea tan imposible dar a los cuidados todo el espacio que se merecen, incluso cuando reconocemos su relevancia? ¿Por qué ahora, que sí lo veo, tampoco llego a poder ayudar a todas las mujeres a las que me gustaría? Y en seguida cae la respuesta por su propio peso… No puedo poner los cuidados en el centro, porque no hay hueco para ellos. Vuelvo a tenerlo tan lleno que, ¿qué saco para que entren estos? Así que, para poder ir haciendo algo de espacio, decido que tengo que ir desprendiéndome de cosas. No es prioritario obsesionarme con escribir todos los días en las redes; sí es prioritario ofrecerme a quedarme con el bebé de una amiga, para que ella pueda descansar un rato. No es prioritario obsesionarme con participar en todas las propuestas activistas que me llegan —por muy necesarias que todas ellas sean—; sí es prioritario buscar momentos en los que hablar con mi madre por teléfono. Y ahí estaba, intentando tomar decisiones de este tipo, cuando la vida me hizo dar otra vuelta de tuerca a este tema, como ahora contaré. Antes de ello, voy a compartir otra frase de esas que me hicieron click, generando un antes y un después.
Hace algún tiempo que alguien me dijo eso de que el capitalismo nos había metido un gol a las mujeres, haciéndonos creer que para conseguir nuestra independencia lo mejor era no convertirnos en madres. “¿Pero ese no había sido un gol del machismo? ¿Qué pinta ahora el capitalismo aquí?”, me pregunté entonces. Lo he ido viendo claro estos años, pero me ha ayudado a rematar la comprensión este suceso que, como decía, me ha puesto el mundo cabeza abajo. Y es que, de repente, hace unos meses volví a convertirme en la que necesita ser cuidada. Todo se paralizó en mi vida. No podía escribir, nada de hacer fotos para Instagram, tuve que cancelar todas las presentaciones de los libros previstas… En definitiva, no me podía dedicar a nada de lo que entendemos por productivo. Mi vida se vio reducida a lo básico de nuevo, alimentarme y descansar, mientras todo lo demás seguía su frenético paso de siempre. Me sentí de vuelta en el puerperio sin haberlo pedido: como si yo no sirviera para nada, porque no podía hacer nada útil; como si los cuidados (cuidarme a mí misma en esta ocasión, en lugar de a un bebé) no fueran algo tan importante. Por suerte, en esta ocasión no me sentí sola. Y ahí ha sido cuando he vuelto a conectar con esta frase de “poner los cuidados en el centro”, pero en esta ocasión sintiendo que es algo más que sacar unas cuantas cosas de ahí para que entren otras nuevas. Ahora creo que no es solo una cuestión de dejarles espacio y visibilizarlos, sino también de dotarlos de presencia.
En estos meses de obligado silencio —no redes, no visitas, no teléfono— he sentido que estar en la vida prestando atención realmente a aquello que hago a cada instante es la prioridad. Si no hago este esfuerzo la hija de mi amiga podrá quedarse en mi casa, pero yo estaré mirando de reojo el teléfono, o puede que llame a mi madre, pero a la vez que consulto el correo. Esto tiene que ver con esa típica frase que se dice en yoga, cambiar el hacer por el estar. Si alguien de mi entorno cercano necesita ser cuidado, para que yo pueda hacerlo tienen que darse dos condiciones: una, que yo tenga un entorno cercano (algo incompatible con seguir colgándome el título de superwoman que llega a todo y puede salvar a todo el mundo), y dos, que yo esté presente para atender realmente su necesidad. Creo que, si no estamos atentas a esto, el capitalismo nos volverá a marcar otro gol.
Al menos yo me he sentido así durante mucho tiempo, teniendo que participar en todas las asociaciones que existen —pro-lactancia, pro-parto respetado, pro-crianza respetuosa…— y sintiéndome mal cuando veía que no llegaba —¡Vaya! ¡De nuevo por aquí la culpabilidad!—, o intentando estar ahí para todas las madres que me lo pedían, aunque solo pueda ser con breves mensajes, que apenas ni dicen nada. Llegar a todo por el más noble de los objetivos: que ninguna madre más lo pase mal. Siento que caí en el mismo patrón automático de siempre; el mismo lobo al que simplemente se le ha cambiado la piel de cordero. Hacer, hacer, hacer… aunque ese hacer sea para ayudar a otras. Si en su día el producir y la rentabilidad dejaron fuera los cuidados, no podemos meter estos ahora a capón sin cambiar el esquema de base que nos implantaron. Como muchas de nosotras hemos experimentado ya, los cuidados —de un bebé, de una madre, de una cuidadora— requieren de un incómodo, a la vez que extrañamente delicioso, ritmo lento.
Dejo por aquí, por si a alguien le ayuda, una frase que hace tiempo me dijo la editora Coquis del Río, y es que no necesito ir rápido para avanzar a la velocidad de la luz. De nuevo he necesitado tiempo —en esta ocasión, también un buen golpe en la cabeza—, para poder procesar esta información y ver cómo encajarla en mi vida. En su día debí decirle algo así como “intuyo a qué te refieres, pero no sé cómo llegar a ello”. Ahora me veo algo más ahí, dejando todo esperando, si lo que me pide el cuerpo es sentarme a escribir estas líneas, por ejemplo. Nada productivo, pero realmente placentero. Así que, si no quieres tener que pasar porque sea una enfermedad o un accidente lo que te recuerde que no tienes que llegar a todo tampoco aquí, vuelve a conectar con el momento de convertirte en madre… ¿No te suena eso de parar de golpe y solo poder centrarte en una cosa, para descubrir que todo puede cambiar de dirección en nuestras vidas? ¿Acaso no lo hizo contigo ese pequeño ser que vino a enseñarte que su existencia era totalmente incompatible con todo lo que tenías, para permitirte que otra nueva existencia paralela pudiera aparecer? Solo hace falta recordarse a cada instante que esa debería ser la clave de los cuidados al menos en nuestros centros personales: Superar la eterna tentación de querer hacerlo todo también aquí, sino que, por poco que sea a lo que lleguemos, estemos ahí con toda nuestra alma.
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