Ayer por la mañana tuve la oportunidad de compartir una charla con el profesor y escritor Álvaro Ceballos (Madrid, 1977), que acaba de publicar La edad de tiza, su primera novela. En ella vive Álvaro, un treintañero de vuelta a la casa de su madre tras un revés laboral. Una historia muy común —demasiado común— en estos tiempos. Pero este hecho es solo la excusa para destapar una historia de misterio relacionada con una cinta de vídeo sobre educación sexual en el contexto de la educación en un colegio religioso, concertado y masculino. Y esa intriga es, de nuevo, la excusa para hacer multitud de lecturas periféricas. Sobre la influencia del catolicismo —de los catolicismos— en España. Sobre cómo nuestro padres percibían la educación concertada o privada como elemento diferencial y superior a la educación pública. Sobre cómo seguimos percibiéndolo así, en realidad, en muchos entornos. Sobre el papel de las mujeres, periférico también en la novela, pero decisivo: son ellas las que mueven los hilos. En palabras del autor: “es un libro que llama la atención sobre el peso de la cultura católica en el sistema educativo y también sobre los distintos catolicismos: está el catolicismo que cuida e integra y el otro catolicismo excluyente, que trata de separar”.
Álvaro es profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Lieja y tiene un hijo de casi dos años. Vive a caballo entre Hannover (donde reside con su mujer y su hijo) y Lieja, donde da clases. Tenemos en común una educación en colegio concertado y religioso. Quizá tenemos en común el no habernos hecho demasiadas preguntas en ese momento. Preguntas que, una vez sales al mundo, brotan a borbotones de nuestras experiencias, de nuestras conciencias. De la realidad de un mundo que no es el patio de un colegio.
Sería muy fácil llevar este libro al campo de los abusos cometidos reiteradamente por religiosos docentes en el seno de nuestros colegios o los tabúes del sexo —de las relaciones entre los sexos—, pero esta novela merece una visión mucho más poliédrica: qué pasó en los colegios concertados o qué influencia tienen las culturas católicas, no solo en la educación sino en la sociedad entera. Esta historia no es otra vuelta a la nostalgia sino una pregunta abierta: “me gustaría saber en qué creen los católicos. Se ponen al mismo nivel cosas que son muy distintas. Me gustaría que los católicos pensasen en las verdades que experimentamos todos, por ejemplo, cuando lloramos por alguien querido que ha muerto. Esto también lo sufren los católicos, aunque crean que es designio divino que estas desgracias pasen. En un lugar muy íntimo, todos experimentamos este tipo de certezas”.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la paternidad?
Lo mejor es ampliar la experiencia de la realidad, encontrarme descubriendo otros lugares de las ciudades en las que vivo, encontrarme hablando con gente con la que no hablaría en otras circunstancias. Lo mejor, también, son los minutos en los que tu hijo te echa los brazos al cuello y te abraza.
Lo peor son las cosas que no sabías que tenías dentro y que, de repente, salen a la superficie y no sabes si vas a ser capaz de controlar. Las relaciones con la familia, con tu pareja, en el trabajo… en todos esos ámbitos salen cosas que no te esperabas, que no te gustan y que, en ocasiones, no controlas como quisieras.
¿Encuentras que tu paternidad influye en tu día a día en el trabajo?
Muchísimo. La novela ya estaba terminada antes de nacer mi hijo, en los días en los que nos enteramos de que mi mujer estaba embarazada, de manera que no ha tenido impacto en la escritura de este libro en particular. Trabajo en una universidad y estoy acostumbrado a trabajar sin horarios: fines de semana, noches… con un niño pequeño, todo eso se tambalea. He tratado de que el trabajo y la lectura fueran lo último en sacrificar. Aún así, día a día, me encuentro haciendo recortes. Muchas aficiones que me apasionaban se han quedado atrás.
La paternidad es una experiencia muy humana y me encuentro escribiendo ahora cuentos en los que aparecen niños pequeños y el conflicto, supongo en clave más fantástica, respecto a esta experiencia tan transformadora y brutal que es ser padre.
¿Qué te ha llevado a componer esta historia y no otra?
Desde hace mucho tiempo, llevo lamentando que la ficción no ponga bajo la lupa la educación más allá del currículo escolar. Me refiero a lo que ocurre en los colegios. Todos, en un momento u otro, por fases, lo aceptamos: llevas a tu hijo al colegio y te despreocupas de lo que pasa ahí, porque bastante tienes ya con el resto de tu tiempo dedicado a los niños. Lo que pasa en los colegios va mucho más allá. En particular, en la educación concertada y privada me llama la atención que no se esté hablando de adoctrinamiento, de la difusión de una herencia ideológica, del mantenimiento de los prejuicios de clase, de formas de comprender los roles de género… Quería escribir una novela que fuera divertida, que se leyera rápido pero que, al mismo tiempo, fuera una exploración un poco etnológica: a la vuelta de la esquina, en un tercio de los colegios de España, tenemos algo que es bastante exótico. Y si no te resulta exótico, porque quizá vienes de ahí, es interesante que lo mires desde fuera, de una manera más objetiva.
En un momento del libro podemos leer: “Como alguien me dijo hace poco, con las peores cartas también se puede ganar algún envite, a condición de saber jugarlas. Por eso, nosotros, como tus padres, nos apretamos el cinturón para mandaros a un colegio decente. Vosotros sois nuestra apuesta. A ver si no os torcéis”. ¿Por qué nuestros padres pensaron que lo concertado era mejor que lo público, que nos iba a otorgar un plus? ¿Por qué, siendo tan clase media, pusieron en valor lo concertado frente a lo público?
Yo hacía media hora de autobús para llegar a mi colegio concertado, teniendo a tres manzanas un colegio público. Es una pregunta muy difícil de responder y que creo que la novela no responde, pero te invita a hacerte la pregunta. ¿Qué significa ser decente? ¿qué esperas de ese tipo de educación? ¿qué es ser una buena persona? Este tipo de preguntas aparecen al final de la novela y creo que lo que ha pasado con la educación concertada es un gran espejismo, que tiene una parte de realidad y otra parte de fabulación. La parte de realidad es que en un colegio concertado mantienes a tus hijos en contacto con la clase media o, incluso con un poco de suerte, con alguien de más postín. Se puede decir de otra manera: alejas a tus hijos de, entre muchas comillas, “indeseables”. Incluso de forma inconsciente o tragándote un poco esa rueda de molino.
Alguien a quien quiero mucho y es una persona muy liberal en muchos aspectos, con dos niños pequeños, estaba poniendo en la balanza la educación pública y la privada. Terminó diciendo: “al final vamos a llevar a nuestros hijos a un concertado, porque el público estaba lleno de gitanos”. Es muy fuerte oírlo. Por supuesto, no todos los estudiantes eran gitanos. Lo que quiere decir eso es que hemos llegado a un punto en el que a muchos padres les da miedo llevar a sus hijos a un colegio público porque presenta una problemática particular de integración, de clases muy heterogéneas, multiculturales y multiétnicas y, en otros casos, porque por la propia dejadez de la Administración hay menos colegios públicos en determinadas zonas que colegios concertados. La parte de fabulación de la enseñanza concertada es que se aprende mejor y se saca mejores notas. El Informe PISA 2018 demostró que no era así o que, si era así, era un efecto aparente del capital cultural que tenían los niños de esa clase media acudiendo a un colegio concertado. Si haces abstracción de ello, la educación en los públicos es incluso mejor porque, incluso a gente que está muy desprovista de herramientas intelectuales —saber leer o tener referentes culturales en casa, libros, hábitos de lectura…— se le saca adelante en los centros públicos.
La educación financiada con dinero público no puede servir para fomentar burbujas epistémicas, de gente con la misma clase social, con una visión parecida del mundo y que, en cambio, eso se relegue a colegios más precarizados, para personas que son, quizá, las que más necesitarían ese contexto de convivencia y de aceptación.
Otra frase reveladora de la novela es: “Los niños odian las cosas pueriles porque son hombres de verdad”. ¿Qué hay alrededor de ella?
La frase es de Sartre, aunque no se dice en el libro. Procede de Las palabras de Sartre, una especie de autobiografía de sus primeros años. Lo que hay ahí es algo que encapsula muy bien muchos de los reflejos que mis amigos y yo teníamos con 13-14 años: tenemos que ser hombres y tenemos que serlo arriesgando nuestra integridad física, despreciando a las chicas —en un colegio masculino, las chicas eran una cosa de otro planeta—… muy explícitamente, entre clases o en charlas se rodeaban de una serie de características muy estereotipadas y muy conservadoras. Esa frase no está exactamente al principio de la novela, pero sí está en el principio de la imaginación de la novela, igual que algunos de los cuentos de Juan Marsé en los que también había niños haciendo de detectives tipo Raymond Chandler, que fuman, se pegan, que tienen esa idea muy violenta y un poco brutal de lo que significa ser hombre: imponerse a los demás, dominar como un rasgo de masculinidad que hay que demostrar desde la infancia.
Cuando uno sale de una educación en la que las mujeres que hay alrededor son sus madres, sus tías, sus abuelas, sus hermanas, pero no hay una relación fuera de lo familiar antes de salir al mundo, ¿cómo es ese salto cuando descubres que hay muchas mujeres alrededor?
El salto va mucho más allá de las mujeres: es descubrir, básicamente, que el discurso sobre la realidad que han construido en tu colegio solamente funciona dentro de cierta clase social, de ciertos contextos. Pero si pasas de un colegio concertado a una universidad pública, vas a poner a prueba inmediatamente muchos de esos prejuicios, de esos estereotipos en lo que concierne a las mujeres y en muchas otras cosas. Por ejemplo, la idea de que solamente es buena la gente que actúa conforme a una moral inspirada en la religión. Ese tipo de cosas las meto en esa misma caída del caballo, esa imagen bíblica. “En el colegio, un kilo de palabras pesaba más que un kilo de hechos”, se dice al final del libro. Ese discurso tenía un valor de realidad: “las mujeres son así porque lo hemos dicho nosotros”. Pero luego te das cuenta de que no es así.
Después de la edad de tiza, ¿qué edad viene?
La edad de tiza fue un título sobre el que discutimos mucho. Efectivamente, lo puedes ver de distintas maneras, a mí me gustan mucho sus connotaciones. Es un título que pescó mi editora, Pilar Álvarez, de una de las páginas y que centraba muy bien la novela en el aspecto de las aulas, la educación… Quizá también propiciaba una lectura un poco más generacional. Las tizas están siendo abandonadas y sustituidas por pantallas, por buenas ideas didácticas y por otras que no dejan de ser la última idea en pedagogía, lo que no significa que sean lo mejor. Hay muchas tendencias, entre ellas toda esta apuesta muy voluntarista por las nuevas tecnologías en las aulas, cuyas lecturas no parecen estar respaldadas por la ciencia: se están haciendo estudios en los que se comprueba, cada vez más, la correlación entre escribir a mano y un aprendizaje mucho más integrado, selectivo y sintético. No querría que la novela mitificase esa educación de los años 80 o 90. Para unos puede ser una cosa muy bonita, para otros no tanto. Para otros, en absoluto. Yo me sitúo entre los polos: recuerdo cosas buenas y cosas no tan buenas.
Después de la edad de tiza, está claro que ahora mismo estamos en la edad de la pantalla. Pero creo que la edad de tiza, en la acepción que más me gusta en particular, es esa fase que cada uno tiene, con independencia del año en que haya nacido, en la que debe superar una forma primitiva de ser, de reaccionar de forma instintiva y tener una visión del mundo muy supersticiosa y mágica. En ese sentido, todos tenemos una edad de tiza.