Si tienes cierta edad y/o has acabado el colegio, seguramente nunca te hayas parado a pensar en las connotaciones que hay detrás del hombre prehistórico. Habrás estudiado las edades de la la prehistoria, la evolución de los homínidos. Habrás oído hablar de australopitecus, neandertales y homo sapiens. Y habrás asumido que los hombres eran cazadores y las mujeres recolectoras y criadoras. Sin preguntarte, quizá, nada más. Sin cuestionarte nada de lo que te contaban. Porque el relato de la prehistoria ha sido, como tantos otros, un relato patriarcal.
Y todo esto lo has estudiado, lo has escuchado y, seguramente, no te hayas parado a pensar en su veracidad ni en si realmente los papeles dentro de las sociedades prehistóricas estaban así repartidos, porque la prehistoria que estudiamos en los colegios no es una ciencia demasiado antigua: el estudio de la prehistoria es una disciplina relativamente joven, surgida en Europa durante el siglo XIX. ¿Y quiénes comenzaron a investigar sobre la prehistoria? Arqueólogos, profesores, doctores e historiadores entre los que no se encontraba ninguna arqueóloga, profesora, doctora o historiadora. Hombres que proyectaron su mirada de hombre, jueces y parte de una sociedad patriarcal, en el estudio de la prehistoria. Hombres que proyectaron la realidad de su sociedad en las sociedades prehistóricas. Y que asumieron que las mujeres no ocupaban más cargos que los que estuvieran ligados a los cuidados y la crianza.
Afortunadamente, algunas mujeres comenzaron a cuestionarse, a raíz de sus investigaciones en el campo de la arqueología y la historia, el papel de las mujeres en las sociedades prehistóricas. Sobre todo, tras el hallazgo del enterramiento de una cazadora de 9.000 años en las montañas de los Andes de América del Sur acompañada de herramientas de caza mayor en el yacimiento de Wilamaya Patjxa, en los Andes Peruanos. Este hallazgo no fue una excepción y, en posteriores excavaciones, se encontraron evidencias del papel de la mujer como cazadora, labor tradicionalmente atribuida al hombre.
Ayer, la prestigiosa prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis (París, 1955) presentó su último libro El hombre prehistórico es también una mujer en Madrid, en un coloquio con la periodista especializada en economía, ciencia y tecnología Patricia Fernández de Lis. En esta charla, e insistiendo en todo momento en que ella no pretendía en ningún momento imponer ninguna ideología de género sino que pedía que la ciencia hablara por sí misma, tanto sobre las cosas que podía demostrar fehacientemente con sobre las que no, Marylène Patou-Mathis explicó que no hay pruebas de que la organización que típicamente hemos asumido sobre el reparto de tareas de mujeres y hombres en la prehistoria fuera como nos la han pintado: que existieron mujeres cazadoras, guerreras, chamanas y artistas. Y que, además, no eran pocas.
Especialista en el comportamiento de los neandertales, la investigadora habló sobre su estructura social: formaban clanes compuestos por 30/50 personas, eran nómadas y medían su estatus en términos muy distintos a los que hemos asumido hasta ahora: lo más valioso de los clanes eran las criaturas, y lo eran en el contexto de la tribu y no en el de la familia nuclear tradicional. Es por esto que es de esperar que el estatus de las mujeres dentro de estos clanes no fuera el que nos contaron: las mujeres eran las que parían a las criaturas y las criaturas eran la única garantía de futuro para perpetuar el clan. Desconocemos con datos científicos si las mujeres eran las encargadas de cocinar o criar a los niños porque estas acciones son inmateriales (sin embargo, la caza o la recolección sí son acciones materiales, para las que se emplean instrumentos, armas o herramientas que dan fe de estos trabajos). Lo que parece más seguro es pensar que las actividades estaban distribuidas por competencias y no por sexos. En unos tiempos en los que la existencia de la monogamia no estaba tan clara, el papel de las mujeres era más relevante del que, hasta ahora, nos han contado: “A través de los niños, la mujer tenía un estatus elevado distinto al que nos han mostrado hasta ahora. De hecho, en el arte paleolítico el 90 % de las representaciones humanas en cuevas o en forma de estatuilla corresponden a mujeres”.
Patou-Mathis, lejos de afianzarse en otra ideología de género, defiende que el discurso médico-antropológico antes vigente estaba lleno de cálculos falsos: “Llegaron a decir que las mujeres son histéricas, poco creativas y menos inteligentes que los hombres. Tendían a establecer diferencias entre supuestos seres o razas superiores e inferiores. Todo ese conocimiento lo transmitían a los estudiantes. No razonaban mucho más allá de unos esquemas en los que la mujer apenas sirve para reproducirse. Por desgracia, hay quienes lo siguen creyendo”.
Urge mirar al pasado y volver a preguntarse por una realidad sin sesgos. Urge preguntarse por el papel de las mujeres, por su borrado. Hasta ahora se ha impuesto una ideología, la patriarcal, que ha provocado grandes sesgos en las investigaciones científicas. Se siguen manteniendo estereotipos —el hombre cazador, el hombre proveedor, la mujer recolectora, la mujer ama de casa— que deben ser eliminados lo antes posible para que nosotras, como las antiguas neandertales, no seamos las responsables de forrar los libros, de apuntar a nuestros hijos a las extraescolares y comprarles calcetines cuando se les quedan pequeños. Porque nosotras, como las neandertales, no tenemos genes que potencien nuestra excelencia en esas tareas. Igual que los hombres no tienen genes extraordinarios para pintar, escribir, componer o tocar la gaita mejor que nosotras. Estos estereotipos y construcciones no responden a la genética, ni a nuestras capacidades: responden al peso del patriarcado.
Y es más necesario que nunca volver a hacerse las mismas preguntas, eliminando los sesgos, para no perdernos, una vez más, la versión y el papel del otro 50% de la población del mundo: el papel, la mirada y la versión de las mujeres. De las prehistóricas. Y de nosotras mismas.
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