La primera vez que supe de Leticia Martin (Buenos Aires, 1975) fue durante el fallo del I Premio Lumen de novela, galardón que acababa de conquistar con su novela, Vladimir. Bendecida por un jurado del que formaban parte las escritoras Ángeles González Sinde, Luna Miguel y Clara Obligado, la directora de la librería Rafael Alberti (Madrid), Lola Larumbe, y la directora literaria de Lumen, María Fasce. Narradora, poeta y crítica cultural, Martin está Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y tiene un Posgrado Internacional en Gestión Cultural y Políticas de Comunicación (FLACSO). Con anterioridad, publicó el libro de ensayos Feminismos (2017), y las novelas El gusto (2012), Estrógenos (2016), con edición española (2019), Topadoras oxidadas (2019) y Un ruido nuevo (2020), con ediciones en Uruguay (2021) y en España (2022). También es autora de una serie extensa de libros de poesía. El volumen de cuentos titulado Todo lo que no es boca en mi cuerpo grita aparecerá próximamente en Argentina.
En un guiño a la Lolita de Nabokov, Vladimir cuenta la historia de Guinea, una profesora que aterriza en Buenos Aires tras ser expulsada de una universidad estadounidense al descubrirse que mantenía una relación íntima con uno de sus alumnos. Cuando consigue bajar del avión, encuentra una ciudad poco operativa, alarmada por un apagón eléctrico que hace que nada a su alrededor funcione con normalidad. Sin manera de comunicarse, Guinea no puede alquilar un Uber ni es capaz de llegar a su destino. Intentando alcanzar la ciudad, sube al coche de un desconocido que la invita a alojarse en su casa, con sus perros y su hijo adolescente —Vladimir— hasta que la situación se normalice. El paso de los días convierte a la ciudad en un escenario de guerra, donde todos luchan por hacerse con los alimentos. Dentro, en la casa, el deseo de Guinea y la complicidad de su relación con el adolescente revuelven todavía más las cosas. Con una prosa frenética y turbia, llena de imágenes y desesperación, la acción avanza hacia el caos dentro y fuera de las cuatro paredes que los resguardan. En Vladimir, Martin aborda temas que, hasta hace bien poco, eran tabú en la literatura y también en la conversación trivial: el deseo femenino, la frontera entre abuso y amor o la violencia en el ámbito familiar.
¿Cuál es el germen de Vladimir? ¿Cómo comenzaste a imaginar esta historia?
No soy de inspirarme. No porque no me pase que alguna vez algo “inspirador” me dé una idea o la pasión necesaria para dejar todo de lado y ponerme a escribir, sino porque no creo en las musas, los musos, o el trabajo que se construye sobre magias o casualidades. Más bien pienso en rutinas y disciplinamiento en el sentido más griego del término, es decir, como ejercicio del hábito —o del habitus—. Sentarse cada día un rato, un ratito, organizar las tareas según lo que la atención —o no— que haya disponible nos lo permita, y hacer, hacer, hacer. Profeso esa fe, la del que elige llamarse a silencio y usar creativamente la falta, el error, las respuestas de mierda de la gente, el rollo, las pasiones débiles y las propias miserias. De ese hostal sale mi materia prima. Sobre todo de las cosas que asumo no van a cambiar y así como son, no me gustan. Escribir es para mí dar por perdida cierta batalla. Sobre esos escombros edifico, en esa ciénaga que se mueve encuentro la belleza de poder expresar mis ideas.
¿Cuándo leíste Lolita y qué te sugirió su lectura? ¿Ha cambiado tu visión de la novela de Nabokov con el paso del tiempo?
Siempre que leemos somos alguien nuevo que lee y, a su vez, el libro leído es un nuevo objeto presto a la interpretación. Como dice Alberto Giordano: las interpretaciones batallan entre ellas y unas se imponen sobre las otras para después establecerse. Los libros no quedan fuera de esta lógica. Por eso es tan lindo escuchar lecturas nuevas, toparse con gente que ha podido pensar conexiones que antes no habían hecho otros… Respecto de mi experiencia con Lolita de Nabokov te diría que no queda mucho de la chica que fui en los primeros años de academia, cuando llegué a ese libro. En reiteradas oportunidades volví a leerlo, calculo que buscando nuevas ideas. En los últimos años, atrapada por las riñas de ciertos sectores que lograron cancelar algunas obras literarias o teatrales en nombre del punitivismo “protector” pensé una vez más en esa novela. Puede ser que de ese interés haya nacido buena parte de la idea central.
En España estamos en un momento en el que se están comenzando a visualizar los límites de los abusos de poder, de la violencia que generan, sobre todo, para las mujeres. ¿Cómo es la situación en Argentina?
La misma. Lo que antes se silenciaba, hoy busca la luz. Como una especie de catarata o efecto contagio, tanto los diversos modos de las violencias como de los abusos, encuentran eco o comienzan a circular entre los discursos sociales. A todos los medios, instituciones e iglesias les da por hablar de estas cosas, tomar posición, denunciar, evidenciar casos y penarlos. Es un gran momento también para pensar los límites de esas conquistas, de pensar en el término medio y de no pasarnos al punitivismo absoluto o el revisionismo extremista del pasado. Como suelo decir: “que el micromachismo no nos tape las batallas importantes que resta dar”.
Algo de su actitud infantil me erotizaba. Parecía un nene perdido en el parque en pleno acto de buscar a sus padres. Los ojos alterados, la respiración agitada. No podía sacarle los ojos de encima.
En tu novela tocas varios temas que antes eran tabúes al 100%: ahora se van desdibujando. Hablo del deseo femenino, del deseo hacia los menores, de los abusos a menores… La verdad es que la mayoría de los abusos a la infancia se producen en el ámbito familiar y son perpetrados por hombres. ¿Cuál es tu visión a este respecto?
Respondí bastante sobre esto en la semana. La literatura no trabaja sobre la encuesta, como otros discursos de la mercadotecnia. Al escritor no le importa si son muchos o pocos los casos de su objeto a escribir. Al contrario, muchas veces lo que reviste interés es el caso extraño, inusual, novedoso. Lo mismo importan cuestiones que a veces para otros son laterales, o marginales, como la vida de la gente común, los problemas ordinarios o los héroes cotidianos. Quizá también por eso escribí esta novela que, en un principio, quiso hacer eco del relato de un joven que superó una situación de abuso (sin violación), pero abuso al fin.
Vladimir habla de un apagón generalizado, una especie de fin del mundo. ¿Imaginas así el fin del mundo? ¿Estamos tan lejos o tan cerca?
Imposible saberlo. Y tampoco me gustaría ser ese pájaro de mal agüero. Con mi pareja siempre decimos —o mejor dicho: “él dice”— que la naturaleza se las ha arreglado siempre para reinventarse y que ese destino no va a caducar porque es infinito. Quizá en el futuro no seamos tan protagonistas los hombres y mujeres del mundo, sobre todo si seguimos maltratando al resto de los ecosistemas del planeta —lo que nos lleve a la extinción—, pero lo de verdad seguro es que el universo es más sabio y poderoso que nosotros. De eso no me caben dudas y de ese poder no hay dudar.
Parecemos civilizados porque hablamos y argumentamos, y nos movemos erguidos, sabemos lenguas, estudiamos ciencias, leyes, pero en verdad sólo estamos intentando no matarnos, como estos animales de la ciudad y las bestias salvajes. Somos idénticos a esos perros de fuerzas desiguales a la hora de asegurarnos la subsistencia y la comida.
Decía Elvira Lindo en vuestra presentación en Madrid que las mujeres también tenemos “derecho a la maldad”. ¿Pesa más la maldad en la mujer que en el hombre?
Se ha intentado comparar a hombres y mujeres de todos los modos posibles, y más. Se han pesado los cerebros de ambos para demostrar que la mujer es menos inteligente y así pasar ese argumento a términos jurídicos e impedir que vote. El tiempo ha corrido a nuestro favor últimamente, pero aún quedan batallas importantes por dar. Un día serán naturales las diferencias entre las personas más allá de su condición de género. Seguro no estaré viva para verlo, pero algo habré aportado a la causa de un mundo menos competitivo y más compinche —como decimos en Argentina—. La complicidad y el acuerdo convincente sobre ciertos puntos básicos que se vienen reclamando nos van a llevar más lejos que la confrontación.
Guinea ve truncada su carrera como profesora en una universidad de Estados Unidos tras salir a la luz su relación con un alumno mucho más joven que ella. Huyendo del escándalo y en busca de una nueva vida llega al aeropuerto de Buenos Aires, donde descubre que se ha producido un apagón general. Con el teléfono sin red, es incapaz de localizar su destino. Un hombre inquietantemente amable la conduce por la ciudad y le propone alojarse con él y con su hijo adolescente, Vladimir, mientras continúe la situación. Sin combustible ni alimentos, la calle se vuelve un escenario peligroso: todos contra todos. Sin embargo, la mayor violencia late invisible dentro de la casa donde los tres conviven junto a dos perros. Guinea y Vladimir sienten pronto una complicidad que los enfrenta al padre. Otra vez un deseo turbio que ordena y produce el caos, un deseo más fuerte que la sangre y el amor.
Vladimir es una novela profundamente perturbadora, un thriller emocional y erótico en el contexto de un mundo que se apaga.