© Patricia J. Garcinuño

UNA CONVERSACIÓN CON SERGIO DEL MOLINO

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Sergio de Molino (Madrid, 1979) es una de las plumas más reconocidas de nuestros medios. Columnista del diario El País y colaborador de Onda Cero, destacó como autor del ensayo La España vacía (2016; Alfaguara, 2022, con el que ganó el premio al mejor ensayo del Gremio de Libreros y el Premio Cálamo)y Contra la España vacía (Alfaguara, 2021). No fueron sus primeros galardones: con anterioridad obtuvo los premios Ojo Crítico y Tigre Juan con La hora violeta (2013). Precisamente ahora, diez años más tarde de la primera fecha de publicación de este último, Alfaguara reedita este precioso y sentido texto, ampliado con un epílogo actual y una dedicatoria a  Daniel, su segundo hijo, que tiene once años.

No es fácil tomar la decisión de abrir las páginas de La hora violeta, un relato que narra un año en la vida de Pablo, el primer hijo de Sergio y su mujer, Cristina, desde que fue diagnosticado de una leucemia hasta que finalmente falleció cerca de cumplir los dos años de edad. Hay experiencias que no nos atrevemos a afrontar, sobre todo cuando tienen que ver con la infancia. Porque en qué cabeza cabe que una criatura nazca para sufrir y para morir, es impensable, queremos que no exista y, que si existe, no se vea. Pero es un hecho. Sergio, por cuya sangre no solo fluyen los glóbulos sino también las palabras, pudo digerir este estado al escribir parte de la breve historia de Pablo. Como bien reza el inicio de La hora violeta: «Este libro es un diccionario de una sola entrada, la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre».

No es fácil, tampoco, ponerse delante de una persona que ha sufrido una pérdida así y comenzar a hacer preguntas. Cuando te sientas delante de un autor para hacer una entrevista, de repente, durante media hora, se abre una ventana de intimidad, un momento en el que te está permitido preguntar a alguien a quien nunca antes has saludado siquiera por sus motivaciones, por sus experiencias y, en ocasiones como esta, por su vida y su dolor. Durante toda la entrevista no dejé de tener escalofríos provocados por la emoción, y cierto nerviosismo y miedo a no meter la pata. Esa misma emoción fue la que sentí en el acto —también íntimo— que es la lectura de La hora violeta, un libro duro, pero de una belleza y una luz cálidas y reconfortantes. Un relato que dignifica la vida y también la muerte y que, quizá sin pretenderlo, ofrece consuelo y refugio. Una lectura que no puedo dejar de recomendar porque es un relato bello, sincero, magistralmente escrito y que, además, ha tenido un papel relevante en la lucha por el desarrollo de los tan necesarios cuidados paliativos pediátricos.

Después de leer La hora violeta, he recomendado a varias amigas su lectura. Pero me cuentan que no pueden ahora enfrentarse con esta historia. ¿Cómo se hace para vencer ese rechazo?

No solo soy mal vendedor, sino que soy contrario a convencer a la gente de que se lea un libro. Una de las grandezas de la literatura es que está ahí para cuando tú quieras. La literatura convence sola a través del propio texto: si eres capaz de pasar de la primera página y dar la oportunidad al libro, seguro que terminas metiéndote. Pero cada cual tiene su momento y su camino. Precisamente, lo que me ha sorprendido es que este libro haya encontrado lectores, porque entiendo que la sociedad rechaza estos temas. Contra ese estado de ánimo, contra ese Zeitgeist, es perfectamente razonable que la gente se aleje como se aleja de los hospitales y de la gente como yo: no dejamos de ser ciertamente apestados en muchos sentidos.

Aunque podríamos etiquetar este libro dentro de la literatura de duelo, opino que esto es más un libro de amor profundo. ¿Buscamos en los libros lo que hemos perdido? Yo lo hago, definitivamente.

Lo que buscas es uno de los grandes poderes de la literatura: la capacidad de encontrarte en las historias ajenas, en la vida de los demás.

¿Cómo era tu trabajo antes de ser padre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?

Ser padre me hizo dejar de ser nocturno, me cambió radicalmente. Me hice autónomo y empecé a trabajar en casa. A mi mujer y a mí nos cambió la vida: descubrimos tarde, igual un poco por idiotez, que uno de los dos tenía que estar en casa. Por mucho apoyo social, por mucha red que tengas, abuelos, buena disposición o crianza colectiva que tengas, uno de los dos tiene que estar en casa. Nuestros trabajos de periodista eran muy trasnochadores, teníamos horarios infames y yo estaba más harto de la redacción que Cristina, estaba más dispuesto a quedarme en casa y a buscarme las castañas desde allí.

Condicionamos nuestras vidas a partir del hecho de la paternidad/maternidad. Cuando se dice que la paternidad no tiene que cambiarte la vida, alucino: ¿entonces, para qué eres padre? Pues claro que te la cambia: de arriba abajo. Y tampoco pasa nada. La vida es cambio. Hay gente que está deseando ser como era a los quince años durante toda su vida. A mí esa gente me parece aburridísima.

¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de ser padre?

¡Lo mejor son muchas cosas:! Esa relación tan íntima y amorosa, indescriptible tantas veces, con una persona que tú has creado, que existe porque tú has querido que existiera, es impresionante. Lo peor también son muchas cosas, pero tampoco me parecen para tanto: la pérdida de autonomía, el dejar atrás la adolescencia… A mucha gente esto le parece traumático: a mí, hasta cierto punto. Sí, es un poco latoso, pero nada grave. Hay cosas muy duras y días difíciles, pero no he visto nada tan dramático como para irme a por tabaco y no volver, como hacían los padres antiguos —risas—.

Hace diez años que se publicó por primera vez La hora violeta. ¿Cómo vuelves a este libro años después? 

En realidad nunca he dejado de hablar del libro: se ha estado reeditando, ha aparecido en varios países, así que, si no hablaba del libro en España, era en otro sitio. Siempre he atendido las llamadas, nunca he dejado de hablar del libro a pesar de lo cuesta arriba que se me hacía. He aprendido a hablar del libro, que no es poco.

Hubo un momento, hace cinco o seis años, en los que pensé en dejar de hablar del libro porque me dejaba hecho polvo: terminaba la charla, me encerraba en el hotel y no tenía ganas de nada. Cris, mi mujer, me dijo que lo dejase, que no tenía por qué volver a hablar del libro, pero yo siempre me he sentido obligado a acompañarlo. Creo que este libro me acompaña a mí, preserva el recuerdo de Pablo y me siento obligado a darle calor, a mantenerlo. Es una obligación que siento yo solo, que no siente nadie más. Nadie me obliga ni he firmado ningún pacto con nadie. Ahora, con la reedición, siento aún más esta obligación. He aprendido a hablar de él con naturalidad, a incorporarlo y a que no me pese. He aprendido, en fin, a que esta noche, tras todas las entrevistas que dé, podré ir a cenar con unos amigos y reír con ellos, no a encerrarme en la habitación de un hotel. Este aprendizaje me ha costado años.

Una de las cosas que me preguntaba, a lo largo de la lectura del libro, era cuál fue ese momento en el que este relato comenzó a tomar entidad como libro. Imagino que no has escrito como terapia, sino porque no te quedaba más remedio que escribir. Poniéndome en tu piel, pensé que era inevitable esta escritura.

Para mí es muy natural enfrentarme a la vida desde la escritura. Para quien no lo sea, pensará que ha sido algo forzado. Doloroso no es escribirlo: doloroso es vivirlo, es enfrentarte a la muerte de tu hijo. Escribir es mi forma natural de vivir. Es un proceso natural e inconsciente, de la misma forma en que me levanto y me hago un zumo de naranja y un café. Por eso me cuesta encontrar razones para responder a la pregunta de por qué lo he escrito: es que no lo sé.

Muchas veces escribimos con un objetivo o un motivo, pero me da la impresión de que, en este caso, la escritura era una manera de vivir, de enfrentarte a la vida, no a la muerte.

No sé si esto es algo que yo imagino o que me he inventado después para poder contar algo, pero sospecho que es así: también fue una forma de poder vivir mi duelo en paz. Recuerdo que me sentía muy presionado, en general, por la sociedad, por el patriarcado o por lo que sea ese leviatán al que echamos la culpa de todo, para que lo superase. Para que me levantase de la cama, porque esto era patológico y si seguía así muchos días, debería empezar a medicarme. A mí me parecía que no estaba viviendo nada anormal: acababa de morir mi hijo, por supuesto que estaba destrozado, que me costaba ponerme en pie. Quería que me dejasen en paz, no entretener, poner buena cara o inspirar a nadie. Pedimos algo muy cruel: que los enfermos o los que pasamos por duelos seamos ejemplares. Se valora cuando alguien está muy entero… ¿Eso es lo que queréis? ¿Que, encima, os entretenga? Respetad mi dolor. Creo que me aproveché del prestigio que tiene la literatura en la sociedad: de la misma forma que es natural en mí escribir, podría haberlo sido amorrarme a la botella de whisky. Pero como la literatura —que para mí tiene mucho de patológico, de comportamiento compulsivo y adictivo— no es una tragaperras o una droga ilegal —pues las legales sí se recomiendan—, me respetaron. Si estás escribiendo, te dejan en paz porque estás creando.

Es un libro conmovedor y emotivo, pero desde la narración, no desde la expresión de tus sentimientos. No es un texto melodramático, es cero artificioso. Me parece que aparece ahí, también, el oficio de periodista.

Cuando los periodistas cuentan historias que les afectan, generalmente escriben unos libros melodramáticos. No sé si es por mi condición de periodista o tiene otro componente que tiene más que ver con mi concepción de la literatura y de la vida. Me parecería una traición haber escrito un melodrama. Narrar el dolor requiere, paradójicamente, de frialdad y distancia para poder ser fiel a ese dolor, porque en el momento en el que te dejas llevar lo conviertes, efectivamente, en un melodrama y entonces lo estás vulgarizando, conviertes el dolor en una mercancía barata y eso es lo último que quería. Leila Guerriero, que fue una lectora temprana del libro —lo presentó en Buenos Aires y, desde entonces, somos amigos—, incorporó a sus clases de la universidad este libro como ejemplo de crónica íntima, como un ejercicio de cronismo. Lo han visto en más universidades, cosa que a mí me cuesta mucho, pues creo que la crónica es para afuera, no parar adentro, no es pasearte por tus intimidades: es irte a una ciudad que no conoces y contar cosas de gente que no conoces. Igual mi visión sobre la crónica es demasiado reduccionista.

La música también es protagonista del libro. Creo que serías también un gran crítico musical.

Todos mis libros tienen una playlist. La música forma parte de mi paisaje normal: vivo rodeado de música y siempre ha sido muy importante en mi vida como fondo. De la misma forma en que puedes describir un bosque o un paisaje urbano, las canciones también forman parte de eso, describen emotividad y estados de ánimo.

El capítulo final de La hora violeta es perfecto: no hace falta contarlo todo. Es un final sumamente elegante, la cuadratura del círculo de la dignidad.

Es una cosa muy debatida, la elipsis de la muerte de Pablo. Incluso me han llegado a reprochar que haya eludido narrarlo. Para mí solo había dos opciones: o narrarlo a fondo o eludirlo. No había una forma elegante de hacerlo. Si lo narraba, estropeaba el libro porque no hay una forma no melodramática de contarlo. Hubiera traicionado el espíritu del libro de arriba a abajo y no era necesario, además. Cada vez estoy más convencido de que tomé la decisión correcta.

Antes de llamarse La hora violeta, este libro tenía otro título, que era La noche de Saskatoon. ¿Qué sucedió para que finalmente cambiases su nombre?

Se iba a llamar así por una de las canciones, uno de los leitmotivs que aparecen en el libro, pero unos meses después de la muerte de Pablo estábamos en navidad, en Londres, viajando mucho por no encontrarnos con gente. Queríamos estar en sitios extraños, donde nadie nos conociese y nos fuera a decir que nos animásemos o a susurrar «esos son los del niño muerto». Compré un ejemplar muy bonito de La tierra baldía de Elliot en inglés y, hojeándolo, caí en la estrofa que es el epígrafe del libro en La hora violeta, que habla del crepúsculo, de ese momento del día como limbo, un lugar de transición, un espacio que no se narra, que aparece siempre en elipsis. En las películas vemos a alguien salir del trabajo y luego en la cena, pero no se narra el itinerario, ese momento de transición. Y, sin embargo, yo sentía que estaba ahí, en ese momento invisible que no tenemos en cuenta, en el que todo el mundo pasa alrededor sin verte. Y así lo contaba Elliot: «En la hora violeta, cuando los ojos y las espaldas se levantan del escritorio, cuando el motor humano espera como un taxi parado en marcha». En esa invisibilidad me sentía yo. Entonces, supe que este libro tenía que llamarse La hora violeta. Había leído el libro de Montserrat Roig y sabía de su importancia, pero había pasado el tiempo suficiente como para que pudiese haber otra “hora violeta” en la literatura sin colisionar y sin molestar. Además, ambas obras se deben a Elliot.

 

sergio del molino

«Este libro es un diccionario de una sola entrada, la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a los padres que han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá jamás a una chica, que no irá a la universidad y no se marchará de casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca tendremos que abroncar. Un hijo que jamás leerá los libros que le dedicamos. Que nadie haya inventado una palabra para nombrarnos nos condena a vivir siempre en una hora violeta. Nuestros relojes no están parados, pero marcan la misma hora una y otra vez. Yo la evoco por escrito. Recuerdo este año de mi vida con la esperanza de fijar su relato y no convertirlo nunca en un lugar común».

Con estas palabras comienza este emocionante relato en el que Sergio del Molino narra un año de la vida de su hijo Pablo, desde que fue diagnosticado de un raro y grave tipo de leucemia hasta las primeras semanas tras su muerte. Hoy, cuando se cumple el décimo aniversario de su primera publicación, llega a Alfaguara la edición revisada por el autor, que cuenta además con un epílogo en el que Del Molino revisita su tiempo de escritura y los sentimientos que lo acompañaron entonces, y el orgullo personal de ver cómo lo que fue creado como un testimonio secreto acabó inspirando cambios sociales importantes.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.
Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.

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