Recuerdo con bastante nitidez la lectura de La elegancia del erizo, de la escritora Muriel Barbery (Casablanca, 1969). Eso no pasa con todos los libros. Recuerdo sus personajes, recuerdo las sensaciones que me provocó. Me gustó mucho y, una vez lo leí, se lo presté a mi madre, una gran lectora a la que debo, sin dudas el gusto por las letras. A ella le gustó tanto que no me lo devolvió y yo no solicité la devolución del ejemplar, que sigue habitando en el dormitorio de mi madre.
Mi madre falleció a finales del pasado mes de octubre, dejándome un legado de amor admirable. Entre otras cosas, me ha regalado la amistad de varias de sus mejores amigas, con las que compartía el gusto por la lectura. Parecían un club de lectura, de hecho: iban pasándose los libros o leyéndolos a la vez para luego comentarlos. Con una de ellas, desde que mi madre nos dejó, tengo contacto diario: sin pasar un día, nos saludamos y nos contamos cómo ha ido. A veces, cuando me puede la angustia por no poder hablar con mi madre para contarle lo que me pasa, cosa que ocurre con mucha frecuencia, la llamo a ella, a su amiga, para contárselo a ella, porque necesito que mi mensaje llegue a alguna parte, no puedo guardármelo dentro.
Hoy ha sido uno de esos días: esta mañana, le he escrito para decirle que tenía la suerte de participar en la rueda de prensa virtual en la que Muriel Barbery ha presentado su última novela, Una rosa sola, acompañada de varios medios de comunicación y agencias de noticias. Sé que a mi madre le hubiera hecho mucha ilusión saber que yo iba a escribir sobre Muriel y su nuevo libro: es una de esas cosas de las que, orgullosa, presumiría ante sus amigas. Sobre todo, sé que ella vivía a través de mis vivencias, sé que le hacía feliz lo que a mí me hacía feliz. Así que, para mí, la lectura de Una rosa sola significa mucho. Y poder charlar con su autora, significa mucho más: Muriel tiene la elegancia y la belleza de un cisne blanco, en sus palabras y en su persona.
Sigo buscando respuestas y, sobre todo, cobijos en los libros. Y este libro es uno de ellos: Rose, una francesa, botánica de profesión, debe trasladarse a Japón en un viaje iniciático para descubrir el legado de su padre, Haru, al que no conoció y que había fallecido recientemente. Todo en su viaje estaba previsto por Haru: dónde iría, con quién, en qué día. Aun así, lo imprevisible también jugó su papel en esta estancia. Seguro que a ti te pasa igual: cuando estás triste, te encierras en ti misma. Si eres infeliz durante un periodo prolongado de tiempo, es posible que comiences a tomar cierta distancia del mundo. Rose crece enfadada con la vida: a costa de sufrir, decidió no abrirse a la vida. Su viaje a Japón no es un viaje al uso, no es un mero traslado: también es un viaje interior a través del duelo. En palabras de Muriel: “Creo profundamente que las personas que han sufrido pueden conocer la paz, creo que la realidad de la vida es la transformación permanente del sufrimiento en luz. Es la capacidad que tenemos de extirparnos nuestro sufrimiento para ver un poco de luz”.
No es casualidad que Japón y, en especial, la ciudad de Kioto, se conviertan en un personaje más en esta novela: Muriel vivió allí durante dos años, entre 2008 y 2009: “Visité por primera vez Japón en 2006, gracias a un anticipo que me hicieron para La elegancia del erizo. Tras esa primera estancia, puesto que Japón siempre me interesó, tuve la suerte de contar con una residencia de artista en Kioto. Los dos años que pasé allí fueron realmente extraordinarios. Vuelvo a Japón siempre que puedo. Creo que es una experiencia que ha transformado mi vida profundamente. Para mí, Japón no ha sido un viaje sino una experiencia de transformación profunda. Me llevó tiempo comprender la realidad de este país. Quisiera subrayar que no tengo un gran conocimiento de Japón, no me siento experta para nada, apenas conozco rudimento básico del idioma. Por ese motivo he podido hablar de Japón a través de un personaje occidental que descubre Japón como yo lo hice hace más de diez años. Debo decir que yo empecé a escribir este libro cuando mi libro anterior se acababa de publicar. Es extraño, porque en general yo necesito mucho tiempo entre novela y novela. Me puse a escribir de una forma muy imprevisible e imprevista, con una facilidad que yo no había conocido desde hace muchísimo tiempo. Lo único que quería era hablar de Kioto, sentía que la experiencia de la ciudad, tras diez años, por fin se había metabolizado: era capaz de hablar de Kioto y tenía una intuición de la forma, una forma muy diferente a las novelas anteriores y que me parecía, por fin, susceptible de contar el asombro que había sentido en Japón, la sobriedad y, al mismo tiempo, una riqueza increíble de la naturaleza. Lo que tenía que ser un deambular por Kioto se convirtió en una historia de amor, sin más”.
Muriel reconoce que, si bien la literatura japonesa no ha influido en demasía en la construcción de este libro, lo que sí lo ha hecho es la ciudad de Kioto: “Kioto, al final, ha hecho como una infusión en mí y ha dado lugar a una forma que es una mezcla entre mi percepción francesa y algo que viene de allí: la profusión de flores, la construcción misma del relato, el hecho de mezclar pequeñas parábolas imaginarias antiguas… procede de una especie de sabiduría y de belleza de la ciudad misma que, finalmente, ha bañado mi propia escritura. Ha sido muy gozoso escribir el libro: he paseado por Kioto escogiendo lugares especiales que adoro, sin respetar necesariamente el palmarés de los monumentos más célebres de la ciudad, sino mi propio camino íntimo en Kioto. El hecho de revivir mediante la escritura lo que Haru pensó que sería para Rosa y lo que realmente me transformó de manera esencial”. De hecho, la autora no dudó en crear bellas parábolas tradicionales, basadas en el folclore asiático, que se entremezclan y anticipan los riesgos a los que se enfrenta la protagonista, Rose, durante el relato de este viaje: “Me sorprendió mucho cuando el libro se publicó en Francia, me encontré con lectores y lectoras que pensaron que yo había buscado en el folclore asiático estas pequeñas parábolas, que ponen en juego personajes del Japón y la China antiguos. En realidad, son todas inventadas. Sí hay alguna figura histórica que ya existía y pasa por el paisaje, pero las parábolas han surgido de mi imaginación. Me parecía interesante mostrar cómo la sabiduría antigua iban a permitir a Rose comprender, a través de ese deambular por la ciudad, una serie de transformaciones que iba a tener que experimentar. Inventar esas pequeñas parábolas, sin ser para nada una especialista del zen, ha sido sumamente fácil y agradable de hacer”.
Hay temas que se han convertido, quizá sin una intención previa, en recurrentes en la obra de Muriel: la soledad, la sensación de abandono, el desarraigo, el papel de la infancia, el duelo, la naturaleza… Quería saber cuánto había de ella en esta última obra y esta fue su respuesta: “Cada vez me siento maravillada, asombrada, de cómo hay muchas cosas íntimas que se transforman en la historia. Milan Kundera dice que el novelista deconstruye la casa de su vida y, con los ladrillos, construye otra vida que es la de la novela, en un orden completamente distinto, así que es muy difícil rastrear ese itinerario inverso. Me doy cuenta de que el tema de la soledad, del encuentro, de la amistad, del arte… son temas permanentes en mis libros. Evidentemente esto forma parte de mí, pero si yo no inventara un personaje ficticio que me permitiera ver esos aspectos de la vida de otra manera, no tendría ningún tipo de interés para mí. Me olvido a mí misma cuando escribo. Y eso es lo que, ahondando en mí, transforma lo que soy y así me permite a mí misma conocer y descubrir cosas que ni yo conozco. Todos los temas vuelven una y otra vez, supongo que con la voluntad de poner en evidencia lo que yo he vivido. Cuando escribí Una rosa sola, al principio no sabía que iba a ser una historia de amor filial y que iba a ver la figura de un padre tan extraordinaria y tan positiva: eso es una novedad en mis textos. Creo que me habría gustado ser Rose cuando descubre quién fue su padre”.
Hice otra pregunta a Muriel, aunque debo confesar que, de antemano y por mi desafortunada experiencia, ya conocía la respuesta. Le pregunté si siempre hay hueco para la belleza, incluso en el duelo. Su respuesta fue magistral: “Rose necesita toda una novela para descubrir cómo transformar el duelo en algo más apacible y bello. Le doy la vuelta a tu pregunta: lo que a mí siempre me ha ayudado a superar el duelo, los duelos, es la belleza, la certidumbre de que la belleza permite apaciguar el tormento del alma. La belleza es un camino del alma y es la andadura a seguir. Pero después me pregunto si una de las mayores tareas de nuestra vida no es aprender a vivir con nuestros muertos, ver cómo podemos transformar el dolor de la pérdida en una relación apaciguada con los que ya no están, de tal manera que, a través nuestro, ellos continúan viviendo pero sin el sufrimiento. Ese es un tema que aparece una y otra vez, como en filigrana, en la mayoría de mis novelas. Cómo vivir con nuestros muertos, sabiendo que la vida de los muertos pasa por nuestra propia vida, nos acompañan. Los artistas que más admiro son potencias de transformación del dolor en belleza. Creo que es la función misma del arte: permitir transformar todo aquello que es difícil y doloroso en la vida en algo distinto, en algo muchísimo más luminoso. Se puede hacer con optimismo, con pesimismo, escribiendo obras muy oscuras o muy luminosas… en todos los casos, el paso por el prisma artístico y literario consigue esta transformación de lo peor en lo mejor”.
Tristemente, desde hace un año y medio, convivo con mis muertos. He leído mucho, he preguntado mucho sobre cómo se hace esto. Creo que las voces y las letras de otros me han ayudado a encontrar un sentido a algo que nunca llegaré a comprender por completo: para mí, el nacimiento y la muerte son los grandes misterios de la vida. Y, aunque salvajes y atravesados por el dolor, también esconden la belleza. Y es una suerte tener la capacidad de apreciarla, aun en las horas más bajas. Este es el legado más valioso que he recibido de ellos, los que ya no están.
¿Por qué te recomendamos este libro?
El motivo principal es irresistible: Por la belleza. Por la maestría de Muriel Barbery en coser esta historia de soledad y pérdida con retales de la belleza más pura: la de la naturaleza. Donde hay peonías, magnolias, cerezos, camelias, helechos o bambúes, hay hermosura, hay esperanza, hay consuelo. Por la belleza, también, del viaje interior de Rose. Por el amor que descubre sin apenas imaginarlo. Por la preciosa introducción a la cultura japonesa en forma de descripciones de jardines, templos y parábolas imaginadas. Por la metáfora.
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