Las brujas de Monte Verità (Lumen, 2023) de la escritora argentina Paula Klein (Buenos Aires, 1986) es un libro difícil de leer de un tirón, pues sus páginas son como un árbol por cuyas ramas no puedes evitar perderte. Comienza su historia con la descripción de Hexentanz, el baile de brujas de la bailarina y coreógrafa Mary Wigman con el que debutó en Múnich en 1914. Un año antes, Wigman había acudido a la escuela de verano de expresión corporal de Rudolf von Laban en Ascona, a los pies del monte Verità y a orillas del lago Mayor. Hasta 1919, no solo fue su alumna: también su asistente. Mientras lees es casi imposible no hacer uso del móvil para buscar esta danza de brujas de Wigman y, tras verla, es bastante probable que desees tirar de todos esos hilos y quieras saber más sobre los orígenes de la danza expresionista, los primeros movimientos ecologistas y esas primeras comunidades que intentaban poner en marcha un estilo de vida soñado y basado en el nudismo, los baños de sol, el amor libre, la ecología y la libertad. Pero intenta aguantar la curiosidad y sigue leyendo: Paula Klein te lo irá contando a lo largo de esta novela suya, a medio camino entre el ensayo y la ficción.
Este capítulo introductorio da paso a la noche de Verónica, una somnolienta profesora y madre reciente cuya vida social, profesional y sentimental se tambalea durante los primeros compases postpandémicos, en esos momentos en los que la gente de ciudad comenzó a soñar con una vida en el campo.
Hace poco leyó sobre una especie de lagartija que, al ser capturada por la cola, es capaz de desprenderse de ella para sobrevivir. La evolución la llevó a transformar el desgarro forzado en una renuncia voluntaria. El pedazo de cola que queda bajo las garras del depredador se pierde, pero da lugar a una regeneración celular asombrosamente rápida. Al cabo de algunas semanas, la lagartija engendra una nueva cola completamente distinta en color, largo y textura de la original. ¿Será algo así lo que la gente entiende por «reinventarse»?
En Verónica, protagonista de esta historia, se intuyen rasgos de la vida de su creadora literaria, Paula Klein. Bonaerense y doctora en Literatura Comparada, reside desde hace 12 años en París y trabaja en la Universidad. Hasta hace relativamente poco tiempo, encandenó puestos precarios, pero hace un año consiguió vivir de su pasión al conseguir un puesto fijo como profesora de Literatura Latinoamericana. Madre de dos hijos de 3 años y 15 meses, publicó su primera novela, La luz de una estrella muerta, en 2021. Verónica, inmersa en esa muy común crisis vital en la que nos sumergimos cuando vemos que la vida no nos alcanza, comienza a investigar sobre aquellas mujeres que la antecedieron en la labor de imaginar una manera distinta de crear y de vivir. Es entonces cuando se topa con una de las primeras comunidades hippies, la surgida en 1900 en ese monte Verità donde bailó Mary Wigman. Esta comunidad mixta fue relatada por los hombres, pero no tanto por las mujeres que la formaron y que soñaron con un mundo más justo para ellas —spoiler: no lo consiguieron—.
Verónica, junto a dos amigas, decide investigar y encontrar las voces y relatos de estas mujeres —Ida y Jenny Hoffman, y Lotte Hattemer—. Para ello, además de documentarse, decide viajar a Ascona en un viaje tanto físico como metafórico, en un intento de descubrir si, realmente, las utopías pueden convertirse en realidad. En un intento de descubrir si todas las expectativas y mandatos que pesan sobre una mujer —en el amor, en el trabajo, en la maternidad— se pueden cortar como la cola de la lagartija.
Uno de los lemas del grupo le vuelve ahora a la memoria como la estrofa de un poema olvidado: «Si eres una mujer y te atreves a mirar dentro de ti, eres una bruja». Verónica piensa con algo de pena que, aunque lo intenta, no logra ver dentro de sí misma. Sus deseos y miedos siguen resultándole resistentes y opacos. Se propone aguzar el oído, estar atenta a las voces de los monteveritanos. Tal vez así pueda encontrar un sentido allí donde los otros solo escuchan graznidos.
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Y después? ¿Sufrió cambios significativos?
La maternidad cambia todo. Tengo la sensación de que tengo menos tiempo y menos libertad. La maternidad me obligó a reconfigurar mi rutina de trabajo para conseguir hacer más en menos horas. Para mí fue difícil, pero siempre tuve claro que no quería abandonar mi trabajo ni dejar de escribir. Personalmente, la llegada de mis hijos me ayudó a organizarme mejor: saqué todo lo superfluo de mi vida y ordené mis prioridades. La pandemia también nos ayudó a desprendernos de lo secundario. Se resintió mi vida social, pero no tanto mi vida laboral ni la construcción de mi familia.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la maternidad?
Lo mejor es esta felicidad absoluta que me va a acompañar cada día solo por saber que mis hijos están sanos y bien, son endorfinas garantizadas. Y lo peor es la pérdida de libertad en el sentido de que ahora todo lo tengo que negociar, todo es un compromiso mutuo, una discusión. Me lo tomo de manera optimista: no quiero decir que porque no sufras esa pérdida de libertad no puedas encontrar otras vías. Si no, te encerrás en querer ser “la madre del siglo”, que no es mi ideal. Te encerrás en mandatos que te da la sociedad y que pueden hacerte mal.
No querer ser “la madre del siglo” es una postura tan personal como política. Ese no querer cargar con todos los mandatos está muy presente, también, en la protagonista de tu libro. Verónica, en un momento dado, renuncia a ser esa madre sin mácula.
Y es difícil también. Para mí fue más fácil porque la sociedad francesa, con la maternidad, tiene otro punto de vista que no es el español ni el argentino. Las mujeres dejan de trabajar muy poco tiempo, se toma la maternidad como algo que va a formar parte de tu vida, pero que no la va a afectar en lo fundacional. Es muy duro, porque tenéis muy poca licencia de maternidad —creo que son dos o tres meses— y las mujeres no suelen tomarse más. Pero también hay guarderías públicas y más ayudas del Estado. Aquí se concibe que la mujer no tiene que renunciar, no hay un shaming con eso como sí yo sentí en Argentina. Mis amigas allí dejaban sus trabajos uno o dos años. Son diferencias culturales, ideológicas, idiosincrásicas de cada país.
Verónica está confrontada un poco a eso: cómo a hacer si quiere tener una carrera, si quiere ocuparse de su hijo. Su pareja comienza a tambalearse y está buscando vías para ese no saber qué hacer. Una fuente de investigación es el pasado: reflexiona sobre por qué las mujeres que hicieron grandes obras no tuvieron hijos o procedían de clases muy adineradas que les permitía contar con niñeras que asumieran la crianza. Ella no quiere resignarse ni ponerse en pausa al tener un hijo, pero también le cuesta tomar esa decisión. Cuando comienza su viaje para investigar sobre Monte Verità ella busca aire y un espacio de reflexión sobre su relación con su hijo, que no la tiene tan clara. Al principio, Verónica habla de querer escapar, no quiere estar ahí, quiere desaparecer, y me parece que es algo que, cuando tuviste un hijo, puede suceder: el amor está ahí, pero estás deseando a veces que se duerma. Y, cuando se duerme, no puedes dejar de mirarlo. Es una psicosis continua: es amor y también el deseo de no estar, de querer ser libre, de sentir culpa… y volver a empezar.
Verónica es un personaje que puede hablar a mucha gente de nuestra generación porque hay algo antiutilitarista en ella: piensa que tiene que plantarse, que tiene que hacer un elogio de la vagancia, de la pereza. Lo dice riéndose, pero también en serio en el sentido de que todo tiene que ser útil, que tiene que producir un valor. Puede haber valor, pero por otras vías que no sean las convencionales.
Verónica se plantea un viaje no solo físico, sino también metafórico. Va a investigar sobre las mujeres de esta comunidad del Monte Veritá. Se va con dos amigas y con varias dosis de LSD. Me da la sensación de que tiene la necesidad de desubicarse para, más tarde, saber si más tarde puede ubicarse de nuevo y de qué manera. ¿Cuál fue tu primer acercamiento a esta comuna?
No era una comuna muy conocida, podría decirse que la conoce, sobre todo, quien haya hecho alguna formación sobre artes o danzas experimentales. Yo estudiaba Literatura, pero seguía muchos cursos optativos. En uno de ellos, que era de Estética, nos hablaron de los inicios de la danza moderna y nos contaron esta historia. Quedó guardado en algún lugar de la memoria. Pasaron varios años y post pandemia, se volvió a hablar de estas comunidades utópicas, de vuelta a la naturaleza. En Francia, mucha gente quiso irse al campo. Pero esto no es solamente irse al campo a hornear pan y cultivar —como está en la mente de Verónica—, sino que se hace necesario inscribirlo en una tradición de gente que soñó con eso y cómo esos proyectos utópicos comienzan a resquebrajarse por algunas fallas o cosas que no funcionan. Y ahí volví: mientras en la pandemia se hablaba de eso, conecté de nuevo y lo vi muy claro. Y fue así porque lo vi reflejado en mis amigas. El personaje de Verónica está basado en cosas que me pasaron y también en la experiencia de una amiga cuya pareja le propuso, de la nada, irse a un ecopueblo en Ariege, en los Pirineos. Ella fue a investigar y me contaba todo desde un punto de vista dubitativo: le parecía algo muy extremo, una experiencia radical, cero petróleo. Miraron otras comunidades alternativas, menos radicales y ahí sentí que lo de Monte Verità me estaba hablando de lo que me estaba contando mi amiga y que no era tan loco. La gente quizá no quiere ir a una ecoaldea, pero sí irse a un pueblo pequeño, tener un huerto… sentí que se abría un puente entre el presente y el pasado. Pensé que tenía que escribir esta novela desde el presente e ir hacia el pasado.
Las mujeres fundadoras de esta comunidad que apoyan la libertad, el nudismo, la expresión artística, la experimentación con sustancias, el poliamor, de repente, se topan con la maternidad. Creo que muchas mujeres tenemos o hemos tenido el sueño de crear a nuestros hijos en comunidad con nuestras amigas: vivir juntas, criar juntas a nuestros hijos, fuera del modelo típico de familia heterosexual y nuclear.
Ahí aparece el personaje de Lucía, que es el alter ego de Verónica: ella abandona a su marido, quiere tener un hijo, pero sin pareja. Lucía, finalmente, vuelve a su país natal. El sentimiento de desarraigo también es un tema que aparece en la novela. Me parece que toda mujer que tuvo hijos pensó, en algún momento, que sería más fácil vivir y criar entre mujeres. Pero la vida se complica y, cuando vas a las cosas prácticas, no se ve tan claro.
Este viaje podría haber sido un viaje de Verónica sola, pero pensé que necesitaba que se abriese un diálogo con otras mujeres que le planteasen otras cosas. Hablan de modelos de crianza daneses, de crianzas colectivas, en contacto con la naturaleza… pero todo ha pasado en una sociedad que es mucho más socialista, colectiva. Esta novela plantea muchas preguntas y abre muchas perspectivas que dan que pensar.
¿Cómo fue tu investigación para escribir esta novela?
La hice desde París porque tuve acceso a los archivos de Monte Verità: escritos autobiográficos de Ida, prensa de la época, textos que no pude leer en un principio que estaban en alemán antiguo y que luego los padres de una amiga alemana me ayudaron a traducir… Leí mucho y traté de mirar todas las películas y documentales que hablaban de Monte Verità. Quería ir a Monte Verità, no podía escribir sin tener la experiencia corporal de las montañas. Ellos hablaban todo el rato de esa experiencia corporal. Pude estar en los archivos, en la Fundación…
Otro tema del libro es la fantasía del abandono: tener una vida montada en los estándares que la sociedad establece —una pareja, una criatura, un trabajo…—, pero, de repente, encuentras una rendija por la que colarte, desde donde ver si lo que estás construyendo es lo que quieres, y fantaseas con dejarlo todo.
Me fascinan los personajes femeninos y las historias de mujeres que desaparecen porque desean desaparecer. ¿Quién, con un bebé chiquito, no fantaseó con irse y que nunca más la encuentren? No se habla, pero estoy segura de que casi todas las mujeres en un momento de tensión han tenido esa fantasía. Esa tentación es fuerte y literariamente me interesaba exprimir ese tema. Eso de querer ser otra a Verónica le viene bien, porque le permite jugar a ser las otras.
En el viaje a Ascona para investigar sobre la comunidad de Monte Veritá, Verónica conoce a Ignazio, con quien podría tener una aventura, pero se frena. Dispone de dosis de LSD para una fiesta con sus amigas, pero decide no tomar.
Sí hay un freno. Me parecía importante que la novela no diera a pensar que tener sexo con un desconocido iba a hacer mejor la vida de la protagonista. Podría haberlo tenido o no, pero lo importante no era eso, sino que ella quería ser otra por un momento. Ella fantaseaba con desaparecer. En ese sentido, el LSD era una vía para irse a otro lado. Creía más interesante que lo consumieran sus amigas y que la experiencia viniera por ahí, que su propia experiencia pasara por otro lado. Estas dos cosas podrían haber pasado, pero no hubieran cambiado su vida. A ella le pasan cosas más del orden sobrenatural. Si, además, le pasaba algo más con el LSD, quizá habría sido demasiada experiencia para ella.