De cuando era niña recuerdo pocas cosas: el sendero verde y húmedo, el lodo hasta los tobillos y aquellos árboles larguísimos hablando una lengua extranjera. Aves pequeñas subiendo y bajando y otras más robustas y antiguas observando el movimiento de nuestros cuerpos apartando las zarzas de las piernas. Recuerdo a mis padres hacer girar las ruedas de sus bicis rápido —rapidísimo— y sus voces morenas y enérgicas. También la sensación de incendio en mis manos chiquitas, rojas por la lluvia fría y la lengua intentando desencallar la bicicleta púrpura de las moreras. Recuerdo la tirantez que nacía en la mandíbula, pasaba por el cuello y llegaba a los dedos entumecidos que forcejeaban con la intención: conseguir sacarla de la maleza con un suspiro de desprendimiento. Después, el traqueteo del coche hasta llegar a un plato semitransparente, amarillo y humeante de domingo, revolcar mi lengua en sal y masticar el silencio, porque era noviembre y hacía frío y el cuerpo solo respondía a estar, a ser cuerpo. Después de comer, mis padres se sentaban conmigo en un sofá clarito y floreado, ponían las manos sobre mis gemelos y los pliegues de sus dedos comenzaban a desprender primero calor, después quemazón y, por fin, el arrullo suave que hacía que toda la tensión marcharse como si todo hubiese sido un sueño. De cuando era niña recuerdo pocas cosas, pero sí la sensación de que todo duraba una eternidad: la ruta, la comida, el silencio, los cuidados.
Ahora han pasado veinte años y, aunque el paisaje sigue siendo verde, apenas llueve y las moras están secas. Camino y las piernas de mis padres se siguen moviendo desmesuradamente rápido, como intentando acariciar con el ritmo la juventud que se les escapa. Es noviembre y hace sol y mi padre se protege con una gorra porque su piel es amarilla finísima y las células se deshacen mientras el reloj hace tic-tac y nosotros observamos la inercia. Mi madre toma la rebeldía como refugio y deja sus manchas al aire porque quiere seguir cultivando los frutos del tiempo aunque sepa que ya solo marchitan. Camino con mis padres y mi hijo que juegan y avanzan hasta que mi mirada no les encuentra más. Mientras, yo me quedo pasmada mirando una hojita amarilla, muy amarilla, casi naranja quemada, no sé si por el otoño o por esta calentura tardía. Hay algo que me provoca placer en quedarme atrás, detenerme y observar el movimiento desde las bambalinas. Ellos caminan y el juego hace que sus extremidades se abran y aleteen al entrar en contacto con el entorno, tomando más y más masa. Cada uno desde su lugar vive esta etapa así: la infancia es llegada reciente y expansión constante. La vejez permite abrazar las segundas oportunidades, hacer de nuevo aquello que cuando recién lo conociste era desbordante, inabarcable. Es eso precisamente lo que más extraño yo ahora: derramarme. Deshacerme en líquido, recuperar la capacidad de que los fluidos tomen las bifurcaciones que necesiten, jugar al desprendimiento. Desde que soy madre a menudo me encuentro dura y contenida. Es así, contraída y ensimismada mirando el bosque y el movimiento de ellos, cuando me doy cuenta de que estoy a medio camino entre semilla y fruto, que eso me convierte en adulta y que encarar esa categoría cambia un alfabeto entero ¿cómo puedo entender lo que supone si no hablo su lenguaje?
No sé cuánto rato llevo mirando a los árboles, que ya no me parecen tan largos como en mi infancia. Los pájaros chiquitos de mi recuerdo aún suben y bajan —¿qué estarán haciendo?—. Pongo un poco más de atención y entonces me doy cuenta de que recogen palitos y juncos, recolectan la fruta que ha caído temprana, extraen la pulpa aún carnosa y alean los elementos para convertirlos en barro para el nido. No somos tan distintos, al fin y al cabo, los humanos y las aves. Nosotros también hemos subido y bajado de una pajarera chiquita durante horas y horas para que estuviese bien tibia y poder recibir una especie de ave nueva. Hemos puesto todas las ramitas posibles hasta que el nido ha estado verde y caliente y el mochuelo ha podido deslizarse por los alrededores y de las plantas salen algunas flores y vemos el mar más allá del olivar. Me pregunto si las aves también viven esta ambivalencia cuando en el nido del que provienen se resquebrajan las vigas: ¿Cómo se calientan dos espacios en dos hemisferios opuestos? ¿Tienen las aves sentimiento de pertenencia o son hijas del aire una vez echan el vuelo?
Pertenencia es una palabra densa, pero que incluso con todo ese peso se deshila y al pronunciarla gira y gira hasta colarse por el lavadero. Y desaparece entre cascadas y cloacas y a mí me inunda el miedo porque, de golpe, las leyes de la gravedad y el agua que eran cosas que hasta ese momento podía llamar certezas ya no: las olas, después de kilómetros de viaje, no llegan a las playas, mueren allí. Da igual que esté cerca o más lejos: mi nueva disciplina es buscar un ratito cada día que me permita recorrer en detalle esa piel que está cambiando rápido —rapidísimo!—. Mi padre me ve rastrear la geología de su rostro y me devuelve la sonrisa porque le conmueve verme así, con mi mirada de mirlo exhausto de sostener con una mano la vida y con otra la enfermedad distante. Me pregunto cuánta agua le quedará en ese pozo después de haber estado toda una vida regando la tierra contigua. Y es que yo, que recién comienzo este vuelo de ave cuidadora, muchas veces busco el tejido del clan cuando extraño mi cuerpo horizonte y todas esas otras cosas que no son ni familia ni padre ni hijo. Y es entonces cuando la culpa se me posa sobre el cuerpo y zas, me pica —¡ay!—, hasta llenarme las piernas de puntos oscuros como una noche de noviembre, dejando rastro de todas esas horas que no estuve, que sigo sin estar y que es posible que no esté cuando él me necesite y no me lo diga. Y me pica —¡ay!— porque sigo sin entender cómo es posible que él haya subido y bajado tantas veces —tantísimas!— a cuidar del nido y los mochuelos, y aún le quedan fuerzas para caminar kilómetros de fauna salvaje. Y así, observando su cuerpo que es mi orografía más próxima, me pregunto por qué las cosas no pueden volver a durar una eternidad, tener más tiempo para poder aprender a curar sus piernas que se van quedando flaquitas.
Las vigas de mi cuerpo se ensanchan cuando entramos en la casa. Este hogar ya no es mío porque dejo las comisuras de la vajilla sin relamer y en el salón ya no está el sofá de flores. Después de comer mi padre me dice “Íta relaja las piernas” y yo ya no soy una niña y no las tengo cansadas, pero es igual, me dejo ir. La cadera se desprende de las vértebras —¡chas!— y recupero de golpe la sensación de domingo. Esta imagen de nosotros dos, cuerpos adultos heridos por el sol, me hace mirar su cuerpo enfermo como nunca antes a otro humano: más allá de los vértices de su nombre, materia vulnerable escandalosamente parecida al que yo acaricio y sustento. No sé cómo pasa, pero pasa, que en nidos y hogares donde hay padres y hay hijos el pozo se convierte en portal, los cuerpos son memoria y son translúcidos y las escenas permiten ver por la mirilla de las capas que preceden, las sensaciones en su forma primigenia. Este hogar ya no es el mío, pero es el lugar donde puedo embadurnar mi saliva de palabras nuevas, cubrirme de vérnix.
Salgo de mí y veo cómo mi padre se relaja y deja caer el peso de las alas porque, aunque no se lo explique, él ha visto en mí el gesto: muchas veces las certezas se encuentran en el quiebre. De cuando era niña recuerdo pocas cosas, pero hoy accedo un poco más al germen, acuno a la palabra-cimiento hija, me pregunto si podré ayudar a reconstruir el nido caliente de mis padres sin ser ya ave nueva. De cuando era niña recuerdo pocas cosas y por eso, ahora que ya soy grande, escribo para no olvidarme y releer cuando sea viejita —quién sabe si también abuela—, recordar cómo era aquello de navegar el túnel de la palabra-membrana mamá.
Este artículo de Andrea Montelio fue originalmente publicado en Va de nosotras, Volumen IV de MaMagazine en papel.