Cuando caminamos la vida con la muerte, al fin somos realmente libres.
ALEJANDRA MONTES
Mi hija Xilu nació en casa el 10 de septiembre del 2023 a las nueve y cuarto de la noche, acompañada con toda la maestría posible de Sara y Paca, matrona y doula del equipo de Ancara Perinatal. También estaba allí, aunque vive en Florida, mi querida partera y filósofa Alejandra Montes, dándome la mano desde la distancia.
Parir en casa es una decisión personal y, por tanto, no puede ser más política. Implica priorizar el hogar frente al hospital, la cama deshecha donde duermes con tus otras criaturas o haces el amor frente a las sábanas pulcras saturadas de lejía, los gérmenes de tu familia. Frente a la hiperhigienización, la presencia de la sangre, la orina y las heces. Frente a las paredes blancas y sin voz, estar espalda con espalda con la muerte. Frente a asfixiarla entre el hilo musical y los neones, rendirte en lugar de resistir, buscar la transformación en lo incómodo, construir el espacio vacío, una nueva vida dispuesta desde lo salvaje.
Contar un parto no es narrar una anécdota, no es desahogarse ni hacer terapia, no es cosa de madres, ni de mujeres. Es dejar un legado imprescindible, necesario: es puro conocimiento, en el sentido más noble de la palabra; aquello que se transmite de forma oral y planta una semilla de preguntas en cada una de nosotras, una labor de valor incalculable. No puedo utilizar los tiempos ordinarios y lineales para relatar un parto. Al igual que el embarazo y la lactancia, el parto tiene un tiempo lunar, espiral. El espacio, por tanto, también se modifica, se amplían zonas minúsculas y se obvia lo evidente. La cronología no atiende a antes y después: todo sucede en simultáneo. El discurso es sensorial, las imágenes tienen piel y dientes; es un cuento narrado con los ojos en la espalda y el corazón en la boca.
Decidí parir en casa, sin ningún tipo de medicación, no solo como defensa ante un sistema médico hiperintervencionista que convierte un acto fisiológico y sexual como es parir en algo patológico y peligroso, sino porque no quería perder la oportunidad de un viaje sin garantías, de una travesía donde se baila con los miedos, donde vas a buscar agua al pozo embrujado y comida al árbol del bien y del mal. Un viaje en el que tienes que deshacerte de cada disculpa, cada excusa, cada disfraz, cada barandilla en la que te agarraste hasta ahora. Una peregrinación a corazón abierto, donde cada paso se da en aguas movedizas. Estaba dispuesta a ver mis resistencias, mis corazas, mis discursos manidos. Dispuesta a caer por el precipicio hasta quedarme en cueros delante del público y asumirme sin personaje alguno, sin drama alguno, sin culpa alguna, sin mérito alguno y con los brazos abiertos. Una mujer atestiguando, como lo hacen muchas cada día, que es posible vivir de otra manera. Es posible dejar de anhelar desde la carencia, venir al mundo con los deseos a todo volumen, pedir sin vergüenza, coger sin culpa, dar sin miedo. Venimos de la mano de la muerte a gozar sin necesidad de sufrir primero, el placer no es un premio: es un derecho innato de cada una de nosotras. Parir en goce y libertad es el acto político más radical que conozco, es la base de cualquier economía, el primer ladrillo de cualquier estructura social.
Con cada contracción se borraba un poco más la Sara de antes, se difuminaban las creencias sobre las que me levantaba cada día, los lugares seguros, los recuerdos salvavidas, las suposiciones que me mantenían a flote; con cada contracción decía adiós a mi Sara imprescindible, siempre alerta, siempre dispuesta, y me diluía en un cuerpo peligrosamente blando. Un cuerpo mucho más válido para la vida de ahora, preparado para tormentas y huracanes porque ante ellos se pliega en lugar de endurecerse, se abre en lugar de apretar los dientes, se deja penetrar. Mientras mi hija entraba al mundo, mientras se abría paso en mi vagina, mientras encontraba la única forma posible de atravesar ese túnel ella sola, con su absoluta sabiduría, yo me dejaba morir en los cuerpos de esas dos mujeres inmensas que respiraban conmigo como si el aire entrara por mis fosas nasales e hinchara sus pulmones y viceversa, como si estuvieran muriendo conmigo también.
Para nacer, parir y morir hay que dejarse en el otro, con la confianza plena de que somos lo mismo. En la oscuridad de un cuarto de baño se dio la misa y la comunión, nació la primera mujer como nace en cada parto. Mi hija era Eva y yo Lilith o viceversa, infinitas veces. Mi hijo Mün, Minke, mi pareja y mi gran amiga Eva esperaron pacientes encerrados en la cocina porque la leona que hay en mí gritó inesperadamente «que no entre nadie, que nadie haga ruido, solo quiero oscuridad». Y por primera vez entendí con las entrañas, los ritos, las cuevas, el fuego, el temazcal. Nacemos y morimos a oscuras, tan a oscuras como sea necesario para que la luz cegadora del primer día ilumine el pesebre que es cualquier habitación, para que obre el milagro.
Esa mañana los árboles tenían el color de siempre y a la vez habían cambiado; con las pupilas dilatadas les hablaba en un rezo, sabía y no sabía que ese era el día. Las endorfinas entre una contracción y otra me proporcionaban una especie de embriaguez, ya desde primera hora y cuanto más fuertes fueron a lo largo del día, más potente era el descanso, un estado semejante a cuando tomé hongos a los veinte años, una comunión con cada piedra del parque del Retiro, cada árbol, cada flor. Por la tarde fueron cada vez más intensas, yo sabía y no sabía que ese era el día, vino mi madre de visita. Estar dilatando mientras hablaba con la madre que me parió, en el salón de mi casa, me pareció lo más cercano a amarla sin dificultad. Cuando llamé a Sara y Paca, aún sabía y no sabía que ese era el día. Vinieron y se fueron, había que esperar, y a la media hora no hubo duda: volvieron para quedarse esta vez. Entré en un trance que duró una hora y media hasta que después de mi hija salió la sagrada placenta. Nunca he visto algo tan noble y vertiginoso como ese órgano-ser-hermana-abuela que nos dejó a todas en silencio, rodeadas de todos mis muertos, bendecidas por las mujeres que me precedieron. La habitación era también un velatorio, porque para parir hay que mirar a la muerte cara a cara y preguntarle sus planes. Ahora sí: mi hijo, su padre y mi amiga Eva rodearon la cama, que bien podía haber sido un lecho de paja; la sangre y la leche se abrieron paso, sujeté a mi hija y ella me sujetó, estábamos al fin en este lado del mundo. Incrédulas, reconociéndonos con el olfato, que es la única forma fiable de saberse, le hubiera lamido las entrañas. Sentía aún que mi alma sobrevolaba el cuerpo, que miraba la escena y la rompía con una gran carcajada en mil pedazos. Tal era el estado de éxtasis: Santa Teresa estaba allí, y también María Zambrano y Simone Weil, apretadas en la cama.

Esa primera noche postparto se fueron despidiendo los muertos, cuando se aseguraron de que todo iba bien. Se fueron también Sara y Paca, como dos reinas magas, después de dejar incienso y mirra en mi pesebre. Noche sin sueño, azul marino; mi hija encima de mí, mi nueva yo custodiando su cuerpo diminuto y sagrado entre las sábanas. La sexualidad en su esencia estallando en el cuarto, el inicio de cualquier Big Bang. Mi hijo Mün, de cuatro años, vio palpitar la placenta, abrazó a su hermana cubierta de vérnix y respiró en mi pecho tembloroso. Vio a su madre salir de un trance, salvaje y despeinada, a su madre más bruja, más rota, más sexual. Los tres desnudos fuimos uno y ese recuerdo lo tiene tatuado como una vacuna contra el machismo, la homofobia y el abuso, como una flor que podrá acariciar siempre que quiera.
El parto lo imaginas, lo sueñas, lo proyectas, pero aunque parieras mil veces la ola te daría un revolcón. Mil veces meterías los pies en el barro, mil veces pensarías que esta vez de verdad no puedes, mil veces sentirías un agradecimiento tal que te daría vergüenza ponerle palabras. Escribo desde las aguas profundas del puerperio. Ahora que aún dura la resaca, que mi útero está volviendo a su lugar, que los sueños son más relevantes que la vigilia, que me importa muy poco todo lo que no tenga que ver con un compromiso profundo por dejarme atravesar por este cotidiano que es el principio y el fin de cualquier gran lección, que es lo único que tenemos ya es bastísimo, inabarcable; desde aquí me comparto, inocente y terrible como lo somos todas, y doy gracias a cada mujer que se sabe sagrada y se teje con la vida desde ahí. Me abro paso entre las olas de este postparto para dejar constancia, para que no se pierda el recuerdo de esta venida al mundo. Escribo mientras doy teta, pegada a mí cría, escribo oxitocinica, libidinal, sin filtros; se me quitaron todos cuando vi la vi salir. Ella arrastró con su cuerpecito cada excusa, cada vergüenza absurda, cada pudor innecesario. Escribo de madrugada, las noches son mis nuevos días, noches eternas, flexibles, de ida y vuelta, donde se mezclan los deseos, las ideas, las visiones. Canciones de cuna para las dos, hechas del abismo que se me abre a cada paso.
Hija mía, mi deseo es que la vida me manche, aprender de la confianza plena de tu cuerpo en cada instante, de cómo te llenas con cada respiración, observar durante horas las gotas de leche diseminardas en tu rostro, sabernos tan únicas y a la vez, colectivo, urdimbre, trama. Avanzar desde el más puro deseo, y no desde la falta, quererlo todo y darnos enteras, sin reservas.
Este relato es un agradecimiento al maravilloso equipo de Ancara Perinatal, a Alejandra Montes por su acompañar desde el alma. A Susana Valencia, que nos nutrió en todos los sentidos en estación y postparto. A Vicky siempre por este espacio. A Eva, por su soberana presencia. A Minke por ser el mejor padre posible. A mi hijo Mün. A todas las mujeres que dan a luz cada día y renacen cada noche. Al linaje que me sostiene, pero sobre todo, a mi madre.