© Oswaldo Ruiz

EMILIANO MONGE: CONTAR LA HISTORIA DEL MUNDO A TRAVÉS DE UNA MADRE

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Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) es imponente como un rascacielos. Esa es la primera impresión que tengo, al verlo llegar a nuestra cita para hablar de su último libro. Se titula Justo antes del final (Random House, 2022) y en él, con una maestría digna de un bailador de tangos, Monge relata la historia de una mujer que es su madre y, a la vez, unida a ella, la historia del mundo en el que ella vive. “Ningún comienzo es sencillo, te dirá tu madre” es el inicio de esta historia trenzada con autobiografía, música, hechos históricos y tiempos verbales que marcan los pasos de este baile que comienza en 1947 y acaba en 2016. Una vida entera.

Llego a la entrevista sin mi agenda, en la que tengo apuntadas las preguntas que quiero hacerle. Se lo digo y él me quita el miedo: “no te preocupes, ya nos enredamos y desenredamos como queramos”. Mientras me disculpo, leo las letras tatuadas en su antebrazo. Son un verso de Vallejo: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”. Las preguntas que escribí las olvidé, pero las nuevas fluyeron en una conversación tremendamente amigable e interesante: “Decido escribir un libro que parte de lo biográfico. La protagonista está basada en mi madre, el padre de la protagonista está basado en mi abuelo y el narrador tiene cosas de mí. Solo he escrito dos libros que tienen que ver con cosas biográficas, son como dos extraños en el resto de mis libros. Siempre supe que eran dos, que no eran uno ni tres. Quería contar el lado de las violencias del machismo, del abandono y de la carga paterna y, de manera independiente, quería contar todo lo que se opone a ese mundo, que es como la carga materna. Un poco fue así mi vida, siempre estuvo escindida entre esos dos mundos. En aquel libro había tres protagonistas: abuelo, padre e hijo. En este, decidí que la protagonista fuera solo ella, la madre. Quería que hubiera un contraste, algo que estuviera delante. Asumimos que el mundo marca la vida de las personas y no que la vida de una persona pueda marcar el mundo. Quería contar un juego de opuestos: violencia y cuidado, caos y orden, locura y sanidad… desde la hebra más finita que hay, la intimidad de una persona, hasta la más gruesa, que es la compartida. Hay también algo generacional, ya que el narrador tiene, más o menos, la edad que tengo yo”.

Historias como esta, que miran hacia la madre, provocan en mí mucha emoción. Escribir a una madre, ser capaz de escribirla, es muy excitante.

Ayer entendí una cosa, y es que este es un libro del que me ha costado mucho trabajo hablar, me ha costado entrar en él tras haberlo terminado. Siempre me he relacionado igual con la escritura: intento que cada libro sea completamente distinto al anterior, que la escritura de cada libro sea un ejercicio de reaprendizaje. En ese sentido, fue igual. Lo que lo hace diferente es que, al terminarlo, el proceso que ha venido después ha sido muy distinto porque yo estaba acostumbrado a hablar única y exclusivamente desde la racionalidad. En buena medida, escribí mucho desde ahí aunque también con la entraña, obviamente. Uno no escribe para descubrir cosas, pero las va descubriendo mientras escribe. De algún modo, entendí apenas que este libro que va, en buena medida, sobre el cuidado que esta mujer da al mundo, a la gente que tiene cerca y que tuvo que darse a sí misma en mitad de la nada. Lo que yo quería era devolverle ese cuidado a ella. Este libro está escrito desde ese punto. Lo que me genera es dificultad al hablarlo porque también soy producto —aunque siento que soy mucho más un resultado de mi carga materna— de esa carga paterna que es el machismo en México. Lo que me cuesta es hablar desde el lado de los sentimientos, empezar a conectar el mundo emocional con la palabra. El machismo corta de tajo esos vasos comunicantes. Lo he ido encontrando durante la escritura del libro y, ahora, empiezo a hablar y siento que estoy a punto de ser cursi, de ser ridículo. Luego pienso que igual no está mal ser cursi o ridículo. Pero sigo sintiendo cómo el cuerpo me detiene. Eso también es parte de lo que yo buscaba con este libro: encontrar el lenguaje que heredé de esta mujer. Es un lenguaje completamente distinto al que creía que era mi lenguaje. Y no hablo del narrador, sino de mí. Es algo que he estado reflexionando justo estos últimos días.

En esta novela hay tres hijos, no hay hijas. Ella, aparte de cuidar a sus hijos, siente un irrefrenable deseo o la misión de cuidar a las mujeres que la rodean.

Ahí también hay una frustración de ella, la solo haber tenido hijos hombres. Ella anhelaba tener una hija. Lo va haciendo real a partir de sus sobrinas, de las hijas de sus amigas… Cuando hay un libro que parte de lo autobiográfico siempre nos preguntan qué tanto es real. Obviamente, muchísimo. Pero, en este caso, te diría que fue mucho más real, incluso, que lo que se alcanza a ver en la novela. Ella quería agarrarlas y tratar de enseñarles herramientas que ella había aprendido sola. Tenía la necesidad de ayudarles a encontrar cierto orden en sus caos. En una novela que no es autobiográfica, lo que tienes que hacer es añadir. Si piensas en escultura, en la escultura o se añade o se quita material. En la ficción se añade material, pero cuando partes de la autobiografía tienes que quitar, quitar y quitar. Porque hay casos en los que si no quitas, la historia no se sostiene. Tuve que quitar muchísimo para que no fuera demasiado.

Abundan mucho las referencias musicales en Justo antes del final. ¿Cuáles son tus favoritas?

La música cubana, desde Celia Cruz hasta cosas muy actuales, por ejemplo. Los Beatles y su época, también. Hablo más de lo que marcó la banda sonora de la protagonista en su relación con el narrador. Y también el fado, la música portuguesa, que es la otra cara, el otro estado anímico de la relación.

En el capítulo dedicado al año 1978, tu año de nacimiento, “se apagaron cuatro de las estrellas más importantes de la galaxia de tu madre: la escritora Anaïs Nin, la soprano María Callas, la pedagoga Rosa Clotilde Sabatini y el psicoanalista Donald Winnicott”. De repente, se rodea el nacimiento de un bebé de estas figuras…

Yo crecí, por suerte, en una casa con muchísimos libros. En mi casa había una zona de la biblioteca dedicada al ensayo, a la psiquiatría. Lo normal sería que a esa edad en la que uno se vuelve lector, en la adolescencia, me hubieran interesado poco. Pero llamaban mucho mi atención los subrayados de mi madre con fluorescentes: los libros son hojas y hojas amarillas. Me llamaba mucho la atención la relación que había existido entre esos libros y ella, igual que me llamaba la atención la relación de mi padre con otros libros. Me volví lector de algo que, a lo mejor, no era para mi edad, pero que me apasionó. No solo la literatura, sino también estos autores que van para otro lugar, como Winnicott. Él habla tanto de la relación con la madre, del lugar de la madre, del hijo, del padre… Hasta ahora pienso que también sembró algo para este libro.

He llegado a ti, por primera vez, con este libro. Y es un gusto, porque me apetece mucho ir hacia atrás y descubrir tus anteriores libros. En otras entrevistas he leído sobre tu relación con las oraciones subordinadas. Aquí, en este libro, hay un párrafo muy largo que acaba diciendo: “La miré con atención. No parecía tonta. Parecía como si tuviera una idea bastante aproximada del hijo de puta que tenía por hijo. Pero nunca se sabe —con las madres, quiero decir—. Está todas un poco locas”. ¿Hay que estar un poco loca para traer hijos a este mundo?

Y te voy a decir una cosa: es una cuestión de locura progresiva. Nuestras madres tenían que estar un pelín menos locas que nosotros. Es un poco el juego entre la intimidad y la colectividad. ¿Cómo puede ser que un ser humano que puede ser como es esta mujer, forme también parte de un colectivo que le está haciendo el contrario exacto de lo que está queriendo hacer en la intimidad? Que el dar vida pueda ser paralelo a la destrucción absoluta. Hay que estar locos para traer vida y hay que estar absolutamente locos para estar destruyéndola sin darnos cuenta. Tengo un hijo de 17 años y me peleo mucho con amigos y amigas que tienen hijos con el pleito constante con que los niños no estén tanto en las pantallas. Creo que si el mundo va hacia donde va y uno no les deja estar delante de las pantallas, les está dando una discapacidad a futuro porque si toda su generación va a saber usar mejor las pantallas que él, si su mundo va a ser las pantallas, lo estamos jodiendo. Lo más duro es que, si yo tuviera su edad, quizá tampoco quitaría los ojos de la pantalla. El mundo que les estamos dejando está mucho peor que el que tienen en las pantallas. Ellos están generando un mundo en las pantallas en el que pueden salir sin peligro. Les estamos dejando un mundo hecho polvo, y eso no lo vemos. Deberíamos estar en un duelo colectivo importante que parece que obviamos, que evitamos ver. Ellos, aunque no lo verbalicen, lo están viviendo, lo están sintiendo.

Justo también pensaba que, cuando escribes un libro que es sobre el padre o la madre, en algún momento siempre te preguntan si va a haber algo más autobiográfico. Yo pienso que el padre y la madre han estado siempre ahí, siendo parte de la literatura. Podemos fácilmente pensar novelas sobre el padre, sobre la madre. Pero no tanto sobre los hijos. Hay muy pocas, sobre la enfermedad, sobre el sufrimiento de un hijo. Pero alguien que haga un juicio o a fondo sobre la idea de un hijo no hay. No es un tema literario, es muy difícil.

No se puede poner una distancia, quizá.

Y tampoco hay ganas. No conozco a ningún escritor que tenga el ánimo de meterse ahí. Al principio tú decías que mirabas hacia tu madre: esa mirada permite construir una novela. Muchos escritores han escrito bellísimamente sobre el sufrimiento de sus hijos.

Estaba pensando en Isabel Allende, en Paula.

O Sergio del Molino, Joan Didion… pero todos lo hacen desde la pérdida o la enfermedad. No hay alguien que vaya a meterse a desentrañar un carácter de un hijo, es paradójico. Hay una mirada que va hacia un lado y hacia el otro, no.

 

 

Ésta es la historia de una mujer que se enfrentó a su tiempo y a su mundo, pero es también la historia de ese tiempo y de ese mundo: la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del siglo en el que estamos.

En Justo antes del final la vida de la protagonista, una vida marcada por la invisibilidad, la enfermedad, la locura y las violencias, pero también por la resiliencia, la voluntad, los afectos y el cuidado de sí y de los otros, entra en tensión con algunos de los grandes acontecimientos de la vida pública: la llegada de la píldora anticonceptiva, la invención de la cámara instantánea, el desarrollo de tratamientos para las enfermedades mentales, la carrera espacial y la carrera por la prótesis auditiva perfecta, el descubrimiento de la antimateria, el diagnóstico del espectro Asperger, las investigaciones para alargar la vida, el protocolo de Kioto…

De vuelta al territorio autobiográfico, Emiliano Monge ha conseguido algo que parecía imposible: una novela que es un retrato a la vez que un mural. El retrato de una madre y el mural del mundo en que vivimos.

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VICTORIA GABALDÓN

Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.
Madre de Julieta y Darío, periodista y escritora. Creadora de MaMagazine, orgullosamente apoyada por una tribu de comadres poetas, escritoras, fotógrafas, creativas, ilustradoras, psicólogas, docentes y periodistas especializadas en maternidad.

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