Pasa con la maternidad una cosa curiosa, si es que pensamos en nuestro cuerpo como territorio. Y es que, durante un buen puñado de años, dejamos de ser sus dueñas: nuestro territorio son las hijas, son los hijos. En este cuerpo se juegan mil batallas; unas son muy obvias y tienen que ver con la piel y con las vísceras. Otras amenazas son invisibles, impredecibles incluso. Una de las batallas más decisivas en la vida de la escritora y editora Mar García Puig (Barcelona, 1977) se comenzó a librar un día después de dar a luz a sus mellizos, un día del mes de diciembre de 2015. Ese día, además de convertirse en madre, se convirtió en diputada del Congreso. Y enloqueció.
El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí. Cerca de la medianoche, en una sala blanca del hospital barcelonés de Vall d’Hebron, una cabeza asomaba fuera de mi cuerpo como un fuego en medio de una zarza. Mientras empujaba, me pareció ver en las molduras del techo un dragón que, cuando el bebé estalló en un sonoro llanto ya en brazos ajenos, huía por la ventana y con su cola arrastraba las estrellas de esa noche clara para dejarlas caer con un golpe seco sobre el suelo.
Este es el inicio de La historia de los vertebrados (Random House, 2023), un desnudo literario integral, valiente y necesario. Además de la gallardía a la hora de narrar su experiencia personal, la autora hace un trabajo de antropología sobre la salud mental de las mujeres, visiblemente ninguneada y tímidamente rescatada en nuestros días. Todo este cóctel está aderezado con las alegrías y los sinsabores de ocho años de trabajo en el Congreso de los Diputados, luchando desde el activismo feminista.
Los hombres expresan asombro por el dolor que soportamos las mujeres al dar a luz. Pero poco o nada se habla de ese camino que emprendemos y en cuyo final vemos la tierra sin retorno en la que nosotras y a lo que hemos dado vida seremos polvo. Porque, al engendrar la próxima generación, las madres confirmamos nuestra propia mortalidad, pero sobre todo asumimos un riesgo de pérdida del que jamás podremos desprendernos. En el momento en que el doctor puso por primera vez a mis hijos contra mi pecho, cuando lo que no era se tornó hueso, carne y sangre, lo supe: un día las tijeras de Átropos cortarían el hilo y la separación de mis hijos sería inapelable. y eso yo no era capaz de aceptarlo.
Lo primero que sentí cuando comencé a leer La historia de los vertebrados fue el de estar leyendo algo que no había leído nunca. Tuve la sensación de que, con este libro, se estaba haciendo algo que no se había hecho antes. Y sí que hay libros que tratan lo que Mar García Puig en este libro, pero no como lo ha hecho ella. Hay muchos libros en los que una madre cuenta su experiencia, relatos que hacen mucha falta. Pero el libro de Mar no habla solo de su vivencia, ya de por sí compleja: en La historia de los vertebrados, esta “madre loca” ha hilado con gran maestría su experiencia personal con el ensayo, la crítica social y política. Por eso no pude dejar pasar la oportunidad de conocerla y charlar con ella sobre maternidad, salud mental, feminismo y todas las cosas que nos interesan. Mar, amablemente, nos recibió a la fotógrafa Carol Renaux y a mí en su despacho del Congreso. Con ella paseamos por sus estancias más representativas en una conversación que habría podido durar horas, solo apagada por la proximidad de salida del tren que tenía que llevar a Mar de vuelta a Barcelona, al lado de sus hijos.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de la maternidad?
Lo peor es el miedo. Me gusta mucho el título del libro de Rachel Cusk Un trabajo para toda la vida, porque creo que la maternidad es un miedo para toda la vida. En el libro uso una cita de Joan Didion que dice que cuando se convirtió en madre ya nunca dejó de tener miedo. He aprendido que el miedo a que a mis hijos les pase algo o a que me pase algo a mí es algo con lo que tengo que convivir.
Aunque pueda sonar tópico, la maternidad me ha abierto la mirada. Me da mucha felicidad a pesar de que he querido contar también las partes más oscuras de mi experiencia, sus sombras. Me divierto mucho con mis hijos, muchísimo. Ahora tienen una edad en la que tenemos conversaciones que me enriquecen muchísimo. Me parece increíble ver la autonomía que cobran. Al ser mellizos, van tomando diferentes caminos entre ellos. Con casi ocho años ya me muestran otras formas de vivir, de entender, de sentir.
«El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí» es uno de los inicios de libro más potentes que he leído en mucho tiempo. ¿Cómo ha sido el proceso de creación de este libro?
Cuando después de dar a luz sufrí esta crisis de ansiedad tan aguda, comencé una terapia farmacológica y psicológica y surgió en mí la necesidad de investigar. Ahora que hablamos más de salud mental, quizá lo hacemos demasiado desde la perspectiva médica, que está ahí y es importante y en el tema del puerperio es innegable. Pero también existe una perspectiva humana, una serie de cosas que te pasan cuando te conviertes el madre —el miedo, la culpa, una serie de sentimientos que afloran— y, también, una parte histórica. Ya que procedo del mundo del libro, busco ayuda en ellos. No en los libros de autoayuda, sino en los testimonios literarios. Comencé a mirar historiales médicos y a recoger una serie de testimonios de una actualidad pasmosa. Mirando hacia las mujeres de la época victoriana, haciendo esta especie de arqueología sobre mujeres que tuvieron peor suerte que la mía y acabaron en manicomios, muchas veces sin poder ver a sus hijos, fui encontrando muchos paralelismos. Con ese material que encontré y que me pareció valiosísimo pensé en hacer algo. Concerté una entrevista con la psiquiatra del Hospital Vall d’Hebron —el hospital donde di a luz— y le pedí mi historial médico. Al leerlo me vi como un personaje, muy cercana a esas mujeres a las que había estudiado. Sentí que debía hablar de mí, pues eso me permitiría hilar un relato histórico, filosófico y médico sin la carga de un ensayo al uso. Hallé cosas como que la primera mujer que fue sometida a una lobotomía transorbital fue una madre que llegó a la consulta del médico porque estaba muy cansada y quise aunarlos en un libro. Quería juntar a esa especie de “hermandad de madres locas” que iba encontrando.
¿Por qué crees que la maternidad es un tema a priori tan poco interesante? ¿Por qué parece que lo materno solo atañe a las madres? ¿Por qué celebramos y nos sorprende tanto que a un escritor como Juan José Millás le haya encantado tu libro?
Porque es una forma de mantenernos en un reducto doméstico, privado, individual. Una de las razones por las que todo el mundo debería interesarse por la maternidad es porque el miedo materno ha dado forma a la sociedad. Una de las cosas que se ha usado para mantener a la mujer en un entorno determinado y en unas tareas determinadas es “ojo con lo que pueda pasar a tus hijos si sales de ahí”. A las mujeres nos han inculcado el miedo diciéndonos que debemos ser madres. Al serlo, nos cuenta que debemos mantener nuestra maternidad dentro del cauce de lo doméstico. Para el patriarcado y para el mundo tal y como está concebido es fundamental la opresión de la mujer.
Por otro lado, no entiendo por qué, durante tanto tiempo, el feminismo ha dado la espalda a lo materno. Bueno, sí que lo entiendo porque ha habido un miedo: precisamente por el hecho de encasillarnos como madres, el feminismo ha decidido no hablar. Pero es que en ese encasillamiento está todo. Seguir considerando el tema materno como un nicho le quita ese aspecto heroico que tiene. En el libro cito a Medea, que dice “prefiero mil veces ir a la guerra que el desgarro de mi vientre” entendido no solo como el momento del parto, sino todo lo que supone criar. Sin embargo, nos han vendido que la guerra es lo heroico, la historia en mayúsculas, y la maternidad es lo pequeño, cosas de las que las mujeres hablan dentro de una habitación. Es una forma de mantener un orden social determinado y poner en manos de los hombres —y mujeres— que entienden el mundo de una forma muy determinada.
El rostro de una madre es el rostro del mundo. Ese es el sólido castillo que ha construido sobre pilares aparentemente científicos la psicología desde mediados del siglo XX. Cuando David y Sara me miran no ven mi cara alargada, hoy demacrada. Mi cara es la faz del universo, y aquí se desencadena el pánico: «Si el lactante no vislumbra la mirada materna dirigida hacia él, sino que la capta como algo rígido, muerto, frío, ausente, el mundo se le aparecerá también cerrado, impenetrable y distante».
España tiene uno de los índices de natalidad más bajos de la UE. El segundo más bajo, de hecho, después de Italia. El desplome de la natalidad nos hace avanzar hacia una sociedad envejecida. ¿Nos vamos a acordar de Santa Bárbara ahora que llueve o tampoco esta cuestión, aunque no sea la experiencial que es la que nos debería interesar, elevará la maternidad a otro tipo de discursos en lo político?
Creo, y ojalá me equivoque, que habrá una especie de sacralización y retorno a lo tradicional en lugar de reclamar derechos y una sociedad donde se pueda ejercer la maternidad de una forma digna, con libertad y una serie de garantías. En lugar de eso, volveremos a esta definición de la identidad femenina en correspondencia con la maternidad. Ojalá las medidas de fomento de la natalidad fueran por otro lado, pero me da miedo que caminemos hacia una regresión.
Como además nos encontramos en un mercado laboral tan duro, al no existir la conciliación quizá hasta acabes pensando que a lo mejor era verdad: que, para ser madre, deberías quedarte en casa. Que por supuesto está genial que puedas quedarte en casa, pero si te quedas, que sea por tu elección. Hay gente que dice que, en el libro, no me mojo con modelos de crianza. Y no: yo no voy a decir a nadie cómo tiene que criar, ¡si casi no sé cómo hacerlo yo! Al final, hago lo que puedo y como puedo, como todas. Nunca diré a alguien cómo tiene que criar: lo que pediré es que esa persona tenga libertad para elegir cuál es su camino, cómo se siente bien y cómo cree que lo hace mejor para su entorno y sus criaturas. El mercado está lleno de manuales de crianza que, en ocasiones, pueden crearte más ansiedad todavía ante la crianza. Cuando hice el curso de preparación al parto, me regalaron una suscripción a una revista de crianza. Yo no podía ver esa revista: me daba la sensación de que todo lo estaba haciendo mal.
Las madres pasamos gran parte de nuestro tiempo dedicadas a los detalles de los cuerpos de nuestros vástagos. Descubrimos las tonalidades de su piel, sus rarezas, cicatrices, manchas. Aceptamos que no hay ni cuerpo uniforme ni cuerpo igual. Hay una omnipresencia corporal que me obliga a aceptar que, por mucho que me esfuerce en negarlo, tanto ellos como yo vivimos en y a través de nuestros cuerpos.
Esta frase me recuerda mucho a esa cosa de las abuelas, de contar los dedos a los recién nacidos, para saber si los tenían todos. También me hace reflexionar sobre la figura de los padres, sobre los hombres que ejercen sus paternidades con mayor implicación que antes.
Hay un cambio, es cierto, pero estamos inventando nombres para cosas que siguen igual. Como madre separada y con custodia compartida, soporto una carga mental que seguimos soportando, mayoritariamente, las madres: médicos, colegios, higiene… Puedo contar una anécdota que, para mí, lo resume todo: En la primera legislatura corta, había un compañero que tenía un niño pequeño. Durante esos primeros seis meses de legislatura, se separó. Llegó a un acuerdo con su expareja para compartir la custodia. En las siguientes elecciones no se presentó porque, de hacerlo, no le hubieran concedido la custodia compartida. Salió hasta en los periódicos que un padre renunciaba a ser diputado para cuidar de su hijo. ¿Cuántas madres hacen y no salen en los periódicos? Ejercer de padre se sigue considerando un acto casi heroico. Si yo te contase la cantidad de madres que han abandonado la carrera política porque no han podido conciliar… A mí la gente me dice que tengo mucha suerte con mi expareja, por cómo ejerce de padre, pero a él no le dicen lo mismo.
A una madre se la da por hecho siempre.
Sí. Yo tengo mucha suerte porque creo que es cierto que hemos avanzado, pero ¿es una suerte que un padre ejerza de padre? ¿No debería ser siempre así? Un padre que es corresponsable sigue levantando nuestra admiración y nuestra sorpresa.
Me hubiera gustado hablar con él y contarle que un día mi padre y yo vimos a la muerte. Y entonces, con toda la gallardía de la que un hombres es capaz, lejos de huir, me quedé ahí, al pie de esa cama de hospital, donde le di la comida, le limpié el culo y le conté historias en sus últimos días de vida. Igual que hizo Roland Barthes en el lecho de su madre moribunda.
En La historia de los vertebrados también hablas del honor que supone cuidar. Quienes hemos cuidado de nuestros padres y madres en sus enfermedades lo sabemos. También sabemos que generalmente, cuando se invierten los papeles y ellos dejan de cuidarnos para ser cuidados por nosotras, el suelo se resquebraja bajo nuestros pies.
Existen los grandes libros sobre guerras y sobre la Historia, cuando nada hay más heroico que cuidar. Este es un libro sobre la maternidad y la maternidad es sobre todo, eso: cuidar. Es algo universal. Nadie está exento, aunque no tenga criaturas, de cuidar a padres, madres, parejas, familiares, amistades… Pienso en la poeta Sharon Olds, que escribía sobre los cuidados a sus hijos. El director de una revista literaria, al recibir sus poemas, le contestó: «Esta es una revista de literatura. Si desea escribir sobre este tipo de tema, le sugerimos el Ladies Home Journal. Los verdaderos temas de la poesía son… temas masculinos, no sus hijos». Que laves los dientes a tus criaturas no es un tema menor: es la vida. Sharon Olds fue premio Pulitzer de poesía.
La poeta Silvia Mistral escribió después de parir a su hija: «He vuelto de la muerte y no he rezado a Dios». No soy una persona religiosa ni especialmente espiritual, pero creo que cuando das a luz a una persona, das a luz a un nuevo mundo porque el mundo, sin esa persona, no existía. La trascendencia de lo que estás haciendo es tremenda. Tú también eres una nueva persona. Y lo son, igualmente, el padre, quien se hace abuela o abuelo… Esa simple posibilidad de que el mundo tal y como lo conocías, de repente, cambie, abre la puerta a lo imprevisible. Lo que antes no estaba ahora está, y un día puede no estar. Lo que a mí me obsesiona, lo que me sigue torturando, es que, incluso en la mejor de las situaciones, de una vida espléndida, de salud para todos, esto que nos une ahora, algún día se romperá. Esto es algo con lo que a mí me cuesta convivir. Aun habiendo perdido a mi padre, no tenía la muerte demasiado presente. Pero nunca la he tenido tan presente como cuando me convertí en madre. De repente, se convirtió en una realidad rotunda que sigue torturándome.
¿Cómo te encuentras ahora?
Ahora estoy mejor: la fase aguda de mi crisis la superé, pero sé que el miedo está ahí. Mis hijos dicen que yo me preocupo mucho y tienen razón. Intento disimular, que no se me note, pero es verdad que, en mi caso, me condiciona que sean niños prematuros, que siguen arrastrando problemas de salud —respiratorios, por ejemplo— que se ha convertido en rutina; que, a veces, estén ingresados. He asumido que la ansiedad es mi compañera de vida.
Me niego a pensar que exista la inmunidad respecto a una preocupación, a la ansiedad… Vivimos en un mundo hostil para la vida y esto es algo que la maternidad te echa a la cara claramente.
Muchas veces nos negamos el derecho a estar mal para que no nos tilden de locas o histéricas. Si una mujer loca causa estupor, una madre loca ya es tremenda. Al final hay que aprender a convivir con la ansiedad. Sé que soy una madre que se preocupa en exceso —y no me gusta decirlo—, pero tengo que ser consciente para poder convivir con ello de la mejor manera posible. Decimos que nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte: también a los malestares. Mi libro ha salido en un momento que está empezando a abrirse y a reconocer los problemas de salud mental. Pensé que me iban a machacar y, sorprendentemente, no ha sido así.
Es fácil empatizar con tu experiencia.
Exacto. Ahora que estamos aquí en el Congreso te puedo contar que ha venido a mí mucha gente, de grupos parlamentarios diversos, a decirme “cómo te entiendo”. También muchas personas me han confesado que no se habían dado cuenta de nada. En otro momento, quizá, la gente hubiera salido a degüello frente a una diputada loca. Ahora sí detecto cierta sensibilidad con el tema.
Las madres somos poderosas. Somos el molde de los valientes, que decía Napoleón. Pero qué impotente se vuelve este molde frente a unos poderes que arrasan sin piedad todo lo que vamos cultivando.
El cuerpo de mujer es un campo de batalla, un lugar abierto a la crítica y a la opinión de todo el mundo.
Sucede que hemos negado nuestros cuerpos. Siempre he estado en el plano intelectual y, de hecho, al tener hijos te das cuenta de la materialidad de las cosas, de lo importante que es cuidar los cuerpos, cortar unas uñas, peinar, dar de comer… esas cosas “pequeñas” que, muchas veces, desde el feminismo, no se han visto. Efectivamente, nuestro cuerpo ha sido un campo de batalla, igual que la maternidad. La cantidad de discursos, de manuales de crianza, de “cómo tenemos que hacer las cosas”. Hagamos lo que hagamos, lo hacemos mal: siempre nos ponen el “demasiado”: demasiado presente/demasiado ausente. Demasiado consentidora/demasiado negligente. Sobre nuestros comportamientos como mujeres y como madres siempre hay un juicio. Por eso para mí era importante decir que no aspiro a dar respuestas ni normas sobre cómo maternar, porque no quiero sumarme a esa serie de presiones sobre nuestro cuerpo.
Tu libro pone encima de la mesa multitud de temas espinosos. Entre ellos, la fertilidad.
Es un temazo con el que el feminismo también ha tenido muchos problemas. Soy una feminista crítica con el feminismo. Como mujer con problemas de fertilidad me sentí muy sola porque es un tema que abre una serie de asuntos que nos tocan muy de cerca —si es imprescindible ser madre, si la maternidad es un derecho o un deseo—. Son asuntos que sobre el papel tenemos muy claros, pero cuando has crecido en una sociedad en la que se te ha inculcado que el objetivo último de la feminidad es la maternidad y de repente ten dice que es posible no puedas ser madre, te sientes muy sola. Sentí que no tenía herramientas para afrontar esto. Tuve la suerte de poder hacer una FIV con toda la oscuridad que tiene el sistema de la industria reproductiva en este país —tema que he intentado abrir varias veces en el Congreso y que es muy difícil abrir, mucho—. Fui madre a la primera, con mis óvulos; quiero decir que fue un proceso simple y que me generó menos contradicciones éticas, pero a pesar de eso fue un camino muy solitario. Lo primero que te dan cuando vas a la clínica son los honorarios —cuando yo lo hice, la pública tenía menos medios y elegí una clínica privada— y la tarjeta de un psicólogo especializado en estos temas. Me hubiera gustado tener el acompañamiento de madres que han podido serlo y también de mujeres que no lo han conseguido. En este proceso en algún momento te tienes que enfrentar a la posibilidad del duelo por no poder ser madre y creo que ahí nos acompañamos poco. Hay una especie de miedo y tabú a abrir estos temas con toda la complejidad que tienen, porque eso implicaría abordar por qué nos sentimos tan perdidas al ser madres, si hay libertad en nuestras elecciones o hasta qué punto la hay. Yo creo que no: soy una persona con una formación y vinculada al feminismo y creo que fui muy libre en mi elección de ser madre, pero tampoco sé hasta qué punto.
La maternidad te hace ser consciente de que traer criaturas al mundo no solo no es un acto individual, sino de que hay una responsabilidad colectiva de la sociedad y de los poderes políticos para con lo materno.
He hablado del miedo y también debería hablar de la soledad, porque aunque estemos luchando contra ello, es una experiencia que muchas veces se vive en soledad. Parece mentira, porque no para de venir gente a visitarte, pero ese sentimiento está ahí. A eso contribuyen los poderes públicos: cuesta mucho, en el ámbito político, abrir debates fundamentales de la maternidad más allá de temas regulatorios que nos dirijan. No se considera algo político. He querido hablar de activismo materno alejándome de una idea naïve y esencialista de creer que las madres somos mejores por serlo. Pero es verdad que, cuando las madres nos unimos, las reclamaciones que hacemos son reclamaciones que redundan en toda la sociedad. Hemos tenido que hacerlo por esa soledad con la que se entiende la maternidad, como esa cosa doméstica que pasa en cuatro paredes cuando, en realidad, es algo muy colectivo y deberíamos cobrar conciencia de ello.
¿Crees que aquí, en el Congreso, veremos alguna mejora?
Hay que perder el miedo a hablar de maternidad. Parece que nos encasillemos: claro, orgullosamente, igual que me encasillo en los derechos humanos o en el feminismo. Parece que es un subtema del subtema de un subtema, cuando es algo esencial en la vida. Creo que sí, que poco a poco el feminismo también está perdiendo el miedo a hablar de las madres y que cada vez esto es más visible. Con el tema de los vientres de alquiler tan candente, te das cuenta de que la maternidad y los derechos de las madres, que también son los derechos de las criaturas, son profundamente políticos. Cuando entras aquí, en el Congreso, parece que una mujer política debe sacrificarlo todo como una mujer privilegiada que ha elegido meterse en política. Pero insisto en que no hablo de mis derechos como madre, sino de los derechos de mis hijos: en el momento en que no puedo compartir tiempo con mis hijos, les estoy quitando derechos. No hay nada más universal que hablar de maternidad porque es hablar de los seres humanos que vienen a este mundo y que son el futuro.
Cuentas, en tu libro, un pasaje terrible en el que estuviste obligada a venir a votar cuando tu hija estaba en la UCI.
Tenemos un reglamento que está pensado por y para señores que no ejercían su paternidad de forma corresponsable. Te puedes ausentar por enfermedad propia, pero no por la enfermedad de tu hijo. Me decían que yo ya sabía lo que asumía: ¿mi hija tiene que asumir que su madre no puede estar con ella cuando está en la UCI? Aparte, no es un tema solo por mí o por mi hija: es un tema que, en teoría, representa a la sociedad. Yo estoy aquí como representante de una serie de personas y el poder representativo de esto, el mensaje que estamos enviando es que, a cambio de producir —producir política, producir en una fábrica o en una empresa— se puede renunciar a todo. Mandar ese mensaje en el sitio donde se hacen las leyes es peligroso.
¿Dónde encontraste la fuerza para seguir en un momento tan crítico?
El Congreso se ha abierto a las mujeres y a las madres, pero ¿a qué mujeres y a qué madres? Yo tuve la suerte de tener una red familiar que me permitió venir aquí. Este lugar sigue estando cerrado a muchas mujeres y a muchas madres. Hemos estado batallando por la paridad. Ahora, hablemos de qué paridad queremos.
¿Qué lecturas te han acompañado en todo este proceso, cuáles han sido cómplices de tu escritura?
Rachel Cusk y Un trabajo para toda la vida, por ejemplo. Lo leí en inglés hace años y me chocó mucho saber que, cuando lo publicó, hubo gente que pensaba que tenían que retirarle la custodia. Sharon Olds es una poeta de la que todavía no se ha traducido todo. Ella ilumina, como pocas, qué significa ser madre, cuidar. Joan Didion, que fue madre por adopción, me sirvió para desafiar esas ideas de que madre es solo la biológica y cómo la maternidad se puede adquirir más allá de la biológico. Es muy bonito cómo explica que se convierte en madre de la noche al día de una niña adoptiva y, sin embargo, lleva aparejados también todos esos miedos de los que hablábamos antes. Redescubrí a dos poetas “locas” como Anne Sexto y Sylvia Plath; se me habían pasado muchas cosas sobre su maternidad por alto. No nos enseñan a fijarnos en ciertas cosas y, sobre todo, en el caso de Plath, encontraba ecos de muchas cosas que me estaban sucediendo a mí. Hay un libro maravilloso, Madréporas, de Silvia Mistral, que descubrí después de ser madre y me cambió la vida. De hecho, Madréporas habla de la porosidad de lo materno, de cómo es algo colectivo y que te transforma.
«El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí. […] Ese mismo día, España votaba en las primeras elecciones en las que participaba un nuevo partido […], y la esperanza del cambio planeaba sobre la jornada. Al anochecer, cuando yo contaba contracciones en la sala de dilataciones, el país contaba escaños. Y ambas cuentas confluyeron en una nueva vida para mí, porque uno de esos escaños iba a ser mío. El mismo día del nacimiento de mis hijos, me convertí en diputada del Congreso».
El que debería haber sido el día más feliz en la vida de la narradora de esta novela se convierte en el inicio de una historia de locura. La ansiedad se apodera de ella y el peso del mundo cae sobre sus hombros por partida doble: debe cuidar a sus mellizos recién nacidos y dar voz a los que han confiado en ella.
Esta historia indaga en una herida personal para conectar con luchas universales, y es un viaje a través del arte, la literatura, la mitología y la historia de la medicina. Con maestría, Mar García Puig convierte la experiencia personal en un relato que nos habla de todas las mujeres que alguna vez han sentido que la cordura las abandonaba y de todos los hombres que las han silenciado amparados por siglos de ciencia, mitos y política.