Morir antes de tiempo, proyectos e iniciativas para el duelo. Serie de entrevistas firmadas por Saioa Baleztena.
Aunque nos cueste aceptar, en ocasiones la vida y la muerte se cruzan en un espacio efímero y silenciado. Se calcula que uno de cada 4 embarazos acaba en pérdida gestacional y, según el Instituto Nacional de Estadística, 4,03 de cada mil criaturas fallecieron en 2021 en España entre las 28 semanas de gestación y los primeros días de vida. La muerte sigue siendo un tabú en nuestra sociedad. Más, si cabe, cuando la muerte llega de forma prematura, en la infancia. Ante la pérdida de nuestras criaturas, la sociedad tiende a restar importancia a la realidad que transitan tantas familias. En cambio, para transitar el duelo es imprescindible darle espacio a la tristeza, al dolor desgarrador. En los últimos años, ante las carencias de un sistema que abandona la muerte de nuestras criaturas, diversas mujeres han hecho un esfuerzo incansable para visibilizar y acompañar esta realidad silenciada. Si la muerte gestacional y perinatal está invisibilizada, el fallecimiento de las criaturas que no son bebés lo está también. Reyes Navas (Madrid, 1964) es abogada y escritora. En De tres a cinco minutos (Barbarie editorial, 2023), su segunda novela, relata una historia basada en la pérdida de su primer hijo tras treinta días en muerte cerebral después de caer a una piscina.
¿Hasta qué punto sigue siendo tabú la muerte de nuestras criaturas?
La muerte, en general, que tenemos aceptada socialmente como fin natural al ciclo vital, al irrumpir en un tiempo inesperado lo trastoca todo. En el caso de un adulto lo hace, pero más en el de un niño o niña de corta edad. Nadie está preparado para ver morir a un hijo, ni siquiera al ajeno, porque eso supone visualizar un peligro que nadie quiere cerca. Es más: aunque la muerte sea algo anunciado desde que nacemos, a muchas personas les da un miedo terrible acercarse a ese abismo. Y si da miedo visualizarlo para uno mismo, qué no dará pensarlo para una criatura que sentimos desvalida. Es algo que se vive como un hecho contra natura. El ser humano es racional y como ser racional no acepta con naturalidad lo que se escapa a toda razón.
Tu hijo Hugo falleció tras un accidente con 20 meses. ¿Te sentiste acompañada por la sociedad y la atención sanitaria? ¿Se acompaña suficiente el duelo de nuestras criaturas en el sistema en el que vivimos?
La verdad es que fue el momento de mi vida en que más sola me he sentido. Los que te rodean te dan el pésame y se van, siguen con sus vidas después de haber contemplado como en un escaparate el dolor ajeno. Con eso creen que cumplen con el rito social que de ellos se espera, lo mismo que nosotros hacemos con las muertes ajenas. La muerte, la pérdida es algo muy de uno, algo en lo que los demás participan “socialmente” como parte de un ritual establecido en el que por esos minutos en que duran los actos del duelo se comparte un espacio vital, hasta un dolor sincero, pero del que se sale huyendo tan pronto como se puede. Mis circunstancias eran, de todas formas, muy particulares. Mis padres no estuvieron presentes más que esporádicamente y tampoco lo estuvo mi familia cercana o amigos. Fue un momento de aislamiento brutal en el que sentía que en parte la muerte de mi hijo era el castigo a la osadía con la que había decidido llevar mi vida. Había decidido vivir al margen de las convenciones sociales y la sociedad me lo hizo pagar.
¿Cómo fue la atención sanitaria?
En los hospitales americano y español fueron muy duros, cada uno a su manera. En Estados Unidos, como cuento en la novela, lo primero que hicieron cuando llegué, después de que a mi hijo lo hubiera llevado una ambulancia en la que no me permitieron subir, fue preguntarme cómo iba a pagar la cuenta. Y en España, las enfermeras cuchicheaban sobre nosotros porque entendían que no queríamos a nuestro hijo, dado que nos resistimos a aspirarle las flemas que lo ahogaban por temor a lastimarlo. Nos daba absoluto terror manejar esa máquina succionadora sobre su garganta, absoluto terror tener que pasar solos la noche con él por no saber atenderlo, pero en los hospitales españoles las cosas son así nos decían. Y las enfermeras lo interpretaban como desapego hacia nuestro hijo.
Mi hijo no murió en el hospital: en el hospital lo desahuciaron y nos mandaron a casa con él y con unos cuantos aparatos con los que se suponía que debíamos asistirlo por si se ahogaba, esos mismos aparatos con los que no queríamos lidiar en el hospital. Nos los proporcionó nuestro seguro. Del hospital no volvimos a saber nada. De esto hace treinta y un años. No sé si ahora las cosas se harán mejor. Espero sinceramente que sí.
Como consecuencia del accidente, convivisteis con el estado vegetativo de tu hijo y finalmente practicasteis la eutanasia. ¿Sientes que esta es una realidad doblemente invisibilizada?
En mi caso sí, pero también puede ser, repito, por mis circunstancias personales y las de la época. En Estados Unidos se nos ofreció la desconexión de la máquina respiratoria pensando que ello precipitaría el final del niño, pero no sucedió así. A partir de ahí, ellos entendieron que su labor había acabado. No nos ofrecieron más ayuda ni más opciones, era un problema nuestro. En España fue algo similar, aunque desde otro punto de partida. Intentaron, a partir de diferentes pruebas, determinar si su cerebro era, en realidad, irrecuperable, tal como habían determinado los americanos, pero al convencerse de que sí lo era, nos mandaron a casa con un “nos equivocamos, no hay nada que hacer”. Incluso las máquinas de apoyo las hubimos de gestionar nosotros con el seguro privado. Fue una redoblada soledad, la del desamparo institucional, médico, social y personal. A nadie parecía importarle nuestra situación. Tuvimos que recurrir a un médico amigo para que certificara la muerte y no tener problemas con la justicia. Como criminales.
¿Cuándo decidiste narrar tu vivencia en esta novela?
La pérdida de mi hijo era un tema del que no hablaba con nadie ni siquiera con mi marido o mis amigos. Por alguna razón, él y yo habíamos decidido no hablar más de ello, supongo que porque dolía demasiado o por miedo a hacernos reproches como habíamos visto que sucedía con otras parejas hasta quebrarlas. Hasta el momento en que escribí la novela no fui capaz de analizar todo lo ocurrido en su justa dimensión. Fue reabrir una llaga cerrada en falso, ir descubriendo todos sus recovecos y aplicándoles alcohol. Con lo que el alcohol duele en la carne expuesta…
2016 fue un momento de inflexión. Divorciada hacía tiempo y con una necesidad asfixiante de hacer algo distinto con mi vida, decidí dedicarme a la escritura. Al principio no aparecía Hugo en las historias que narraba. Sentía cierto pudor en contar, pero tampoco sabía como hacerlo. Mis historias preferidas eran sobre la niñez, la mía, un espacio en el que me sentía a salvo, quizás porque sucedió temporalmente antes de todo eso que revolvió todo para siempre. Hasta que un día, trabajando en la preparación del proyecto del segundo año del máster de narrativa, en una clase de técnica de desbloqueo, surgió el personaje de María, sin que siquiera hubiera pensado en él o tuviera diseñada esa historia, y después todo fue como un vómito.
¿Cómo valoras la acogida de la novela?
La novela ha sido tremendamente bien acogida. Me ha sorprendido muy gratamente porque, cuando das un paso así, siempre está el temor de que alguien te juzgue con dureza o interprete tus intenciones de manera equivocada. No ha sido así, todo lo contrario. Aparte de en lo literario, en donde he recibido críticas impresionantes, en lo personal todo han sido mensajes de aliento y de reconocimiento de mi valentía, no solo por afrontar un hecho tan doloroso de esta manera, sino por darle visibilidad, con lo que servirá de ayuda para personas que se puedan llegar a encontrar en la misma situación o similares.
Por último, ¿Cómo valoras la narrativa del duelo de las criaturas?, ¿Por qué es importante visibilizarla?
Me parece un acto de valentía. El dolor es algo muy íntimo, muy personal. Exponer tu interior desnudo y dolorido al mundo es algo muy difícil que tiene que ver con el proceso de sanación, pero también de exposición. Convertir una historia de pérdida en una novela es como poner a rodar una piedra que hasta entonces te oprime cada órgano del cuerpo hasta hacerlo sangrar y que esa piedra la vea todo el mundo rodar llena de tu sangre. Crear un personaje de ficción, sin embargo, te ayuda a desdoblarte y pensar que hay otro que sufre en esas páginas, que ya no eres más tú. Los seres humanos nos construimos a base de ficciones que nos ayudan a superar la existencia. Hacer de esto una historia ayuda a otros a leerse en ella, a reconocerse y también a sanar. Porque las novelas no son leídas de igual forma por todos. A cada cual le resuenan de manera diferente y al hacerlo ayudan a mirarse en el espejo de otro, aprendiendo a encarar los problemas de una forma diferente, encontrando la solución que quizás buscabas y que hasta el momento no habías encontrado.
Una noche Hugo, el hijo de veinte meses de María y Rafael, aparece flotando en la piscina de la casa de Miami. Al haber estado sin oxígeno entre tres y cinco minutos en aguas tan cálidas, queda en muerte cerebral irreversible y, aunque los médicos lo desahucian, el pequeño se aferra a la vida en estado vegetativo. Rafael propone entonces matar al niño, él lo matará.
Lejos de su país y de la guía de su familia, con una segunda hija recién nacida y superada por tanta exigencia, María no ve posible más respuesta que el silencio. Una postura que sabe que la hace cómplice, pero que es la que rige desde un inicio la relación con este hombre treinta años mayor que ella, posesivo y desconcertante, y al que, sin embargo, idolatra.