La primera imagen que tengo de la escritora Lara Moreno (Sevilla, 1978) es la de una mujer de espaldas. Es la imagen de una sombra. La recuerdo, o quiero recordarla, en el Libertad 8, templo madrileño de la canción de autor. La recuerdo en muchas conversaciones, en boca de muchas personas conocidas. Pero no me recuerdo frente a Lara. Sabía que escribía, que algunos de sus versos se colaban en las letras que escuchaba defender a algunos cantautores amigos, pero no sabía mucho más. Durante demasiados años Lara fue, para mí, un fantasma.
La primera vez que fui consciente de la voz de Lara fue escuchándola recitar sus propios versos. Es una experiencia tan potente, esa. Muy recomendable e inolvidable. La voz de Lara es fuerte, igual que su escritura. Entre un momento y otro habrán pasado casi 15 años y lo que pienso, ahora mismo, tras haberla escuchado, tras haberla leído y tras haber tenido la oportunidad, por fin, de charlar con ella frente a frente, es que me he perdido muchos años de una mujer excepcional. No solo en su escritura —ya me estoy poniendo al día con todos los pendientes—, sino en su persona. Lara y yo hemos pateado los mismos lugares, quizá hayamos llorado con las mismas canciones. Habremos estado sentadas la una al lado de la otra, o delante, o detrás, pero ese contacto consciente no se dio antes de la semana pasada. Hablando de los lugares comunes que habíamos transitado —los físicos y los emocionales—, Lara me contaba que ha vivido en 12 casas en su periplo madrileño —lo cuenta también en su libro Deshabitar: Un recorrido vital por las habitaciones de la crisis inmobiliaria—. Una de esas casas que habitó se sitúa en la Plaza de la Paja, una de mis plazas predilectas de Madrid. Justo en un edificio de esta plaza sitúa Lara a las tres mujeres que habitan La ciudad (Lumen, 2022), su última novela. La lectura de La ciudad me toca demasiado cerca y demasiado fuerte. Creo que a casi todas las mujeres, de hecho, que sufrimos violencias por el mero hecho de serlo, nos pegará igual. Aunque no nos sintamos identificadas con las protagonistas de estas tres historias entrecruzadas —Oliva, Damaris, Horía—. O aunque sí, que es lo que a mí me ha pasado. La ciudad es un título, es un escenario, pero la acción se repite en todas las ciudades: mujeres maltratadas sexualmente, emocionalmente, laboralmente, humanamente. Entre las que Lara cuenta están Oliva, española, que trabaja como freelance; Damaris, colombiana, que cuida de dos niños que no son suyos y Horía, limpiadora a su llegada a Madrid, tras ser temporera en los campos de fresas de Huelva. Todas son madres, pero no es la maternidad un tema esencial en esta novela, al igual que no lo es la Plaza de la Paja, donde está el edificio en el que transcurren la mayoría de sus horas, ni la ciudad que las ve dormir y despertarse. Lara las observa vivir desde el mismo lugar en el que ella vivió, pero con una distancia muy necesaria para el ritmo de la narración. No se conocen, no se relacionan entre sí aunque ocupen los mismos espacios y estén atravesadas por las violencias. Un poco como nosotras, la verdad.
El privilegio que supone tener a Lara delante y charlar sobre su libro es tremendo: es la oportunidad de mirar dentro de alguien que se rasga la piel para contar todo lo que Lara cuenta cada vez que escribe. Visceral, elegante en su ritmo y nada complaciente, su literatura arde y hace arder. La ciudad es una lectura imprescindible y escuchar a Lara solo aviva más el fuego. Hablamos con ella sobre maternidad —es madre de Vera, de 11 años— y violencias. Es este un libro con lugares comunes, con personas comunes, con experiencias comunes: “Cuando decidí escribir la historia de Oliva y Max, en realidad la intención última era que, de alguna forma, aprendiéramos a distinguir esta fina línea que separa el amor del maltrato. Porque en ninguna historia de maltrato hay amor. En un momento, Oliva pide ayuda a una terapeuta para salir de esta relación y ella le dice que las personas que viven relaciones de maltrato están totalmente aturulladas ya que reciben, constantemente, emociones contrarias: amor, daño, amor, daño… En mi experiencia personal y otras experiencias que he visto alrededor, en nuestra cultura pop, en nuestra cultura literaria, en nuestra cultura religiosa o familiar, el daño cabe dentro del amor. Eso de “quien bien te quiere te hará llorar”, por ejemplo, que sirve desde que tu padre te tortura porque es bueno para ti hasta en el cole, cuando un niño te está picando y te dicen que, en realidad, son cosas de niños y es la forma de decirte que le gustas. Estamos profundamente enfermos en nuestra educación sentimental, emocional y sexo-afectiva. Ese “los que se pelean se desean”… ¿qué mierda es esta? Cuesta muchísimo trabajo distinguir esto. En una historia de maltrato pasas muchísimo tiempo justificando el maltrato porque hay amor cuando, en realidad, la ecuación es muy simple: en el momento en el que hay maltrato, no hay amor. En el momento en el que hay un daño terrible, deja de haber amor. Y, además, deberían anularse, ahí, todas las potestades posibles la del padre, la del jefe, la de la pareja, la del amigo o la amiga… No es compatible el maltrato con el amor. Una cosa es que suframos en la vida; otra es que nos hagamos daño de forma involuntaria. El maltrato es diferente”.
¿Cómo era tu trabajo antes de ser madre? ¿Y después? ¿Ha afectado a tu manera de trabajar?
Mi maternidad, en realidad, solo ha influido en mi manera de aprovechar el tiempo en mi trabajo. Durante los primeros nueve años de mi hija era autónoma, así que podía organizar mi tiempo. Siempre he tenido la posibilidad de estar con ella si estaba enferma, de cuidarla si no podía ir al colegio… he podido ocuparme de su crianza durante los primeros años. Eso, que es bueno en su momento, está rodeado de una gran precariedad: la de ser freelance en el sector cultural. No tener tiempo de desconexión, que trabajes a la vez que haces la comida o juegas con tu hija es, de alguna forma, no estar al 100% en ninguna parte. Respecto a la escritura, tenía mucho miedo de perder mi “yo” literario cuando me quedé embarazada, pero resultó ser una fantasía total: mi vida literaria cambió a mejor cuando nació ella. El problema no es, en ningún caso, nuestras hijas, sino el trabajo. La crianza llena de estrés porque no podemos compatibilizarla con una vida dedicada al trabajo.
¿Qué es, para ti, lo mejor y lo peor de ser madre?
Lo peor, el miedo. Lo mejor, ser madre.
Hablamos de La ciudad, que es una demostración fehaciente de que la violencia está insertada en la estructura social totalmente. ¿Cuántas mujeres a tu alrededor se han librado de esto?
Creo que, por suerte, muchas mujeres a mi alrededor se han librado de vivir una historia de maltrato en sus relaciones amorosas. Que se hayan librado de un maltrato laboral, de un jefe, de un padre, de un amante puntual o de la violencia de género que se ejecuta en nuestra sociedad, sobre nuestros cuerpos, en la invisibilización de nuestros problemas… casi ninguna. El maltrato al que todas estamos abocadas sin remedio es el físico —entendido como lo estético— y el no poder envejecer, que es un maltrato descomunal.
¿Tiene Oliva alguna ventaja frente a esa violencia sistemática de, por ejemplo, Oliva frente a Damaris y Horía? ¿La violencia afecta más a las mujeres pobres o sin estudios?
La realidad es otra. Ninguna mujer está a salvo de vivir una relación de maltrato. Sí que es cierto que, si tienes más recursos, es más fácil salir de ella, aunque no sea fácil salir de ella en ninguno de los casos. De hecho, esa es la gran trampa: se nos presupone, cuando estamos en una situación socioeconómica salvable, toda la voluntad para salir de ahí. Y te dicen que si no sales es porque no quieres. Pero si no sales es porque no puedes. Hay grandísimas historias de maltrato en las altas esferas. Pensaba que si Horía o Damaris estuvieran viviendo la historia que Oliva vive en el libro, habrían acabado asesinadas por sus parejas.
Oliva puede ser la más cercana a tu experiencia, quizá. ¿Cómo has encontrado a Damaris y a Horía?
En realidad, cuando pensé en escribir sobre la ciudad porque, en realidad, el germen de este libro no es la violencia sino la ciudad, lo que pasó es que no podía hablar de la ciudad sin hablar de la violencia y, en ningún caso, podía hablar de la ciudad sin hablar de inmigración. Nunca me había enfrentado al tema migratorio en mis libros. Para hablar de Madrid, no podía no hablar de estas otras mujeres que habitan nuestra ciudad. Escribí la novela desde el centro de la ciudad, desde un edificio en la Plaza de la Paja. Ahí, en realidad, se hacía el corte con las dos otras mujeres que podían habitar la ciudad. Por ejemplo, una mujer colombiana dedicada a los cuidados. El papel de Damaris es el de cuidar a nuestros niños o a nuestros mayores. Su cotidianidad transcurre en una casa ajena, en un país que la trae para que le sirva. Horía, igual: las mujeres marroquíes en el centro de Madrid son realmente invisibles. La historia de Horía es una historia de invisibilidad total: quería que uno de los personajes fuera una mujer marroquí por el reto, también, de acercarme a la cultura de nuestro país vecino. Decidí contar la historia de Horía, temporera, que recoge las fresas que nos comemos mientras vive en un sistema de casi esclavitud.
¿Cómo ha sido el trabajo previo a esta novela? ¿Cuánto hay de documentación y cuánto de experiencia personal?
Es complejo, porque no puedo decir que sea la novela que más trabajo me ha costado escribir —creo que la primera me costó más trabajo—, pero es una cuestión de técnica y de género. Lo que me costó en la primera novela fue enfrentarme a la novela como género, a la técnica narrativa que tienes que desplegar para construir una historia. En esta novela ya he podido hacer esa parte de forma natural, parece que no cuesta tanto y es verdad. El proceso psicológico que he tenido que afrontar desde la piel de Oliva para bucear hasta lo más profundo en una historia de maltrato desde el punto de vista de la mujer ha sido terrible. Pero es cierto que, conforme iba avanzando, cada vez me situaba en un lugar más frío, más analítico. En ocasiones, ha sido más cansado que desagradable. Ha sido la primera vez que he tenido que estudiar, con Damaris y Horía, para abordar un personaje. Oliva se lleva la mitad de la novela; esto también dice mucho de cómo está estructura la ciudad y de que yo, evidentemente, estoy escribiendo desde el privilegio. Damaris y Horía se llevan, cada una, un 25%. En ese 25%, aparte del sesgo inevitable, hay muchísimo pudor, muchísimo miedo a la hora de enfrentarme a ellas. Necesitaba saber muchas cosas para poder mirar al personaje, tenía la sensación de meterme donde no me llamaban. No he tenido que estudiar tanto a Damaris: el trabajo que ella tiene, de servidumbre, me es bastante más cercano. He visto a mujeres servir toda la vida: desde mi abuela servir a mi abuelo y a todos sus hijos, es algo que hemos visto siempre. En ese sentido, es más cercano. Profundicé en Colombia, en sus raíces, en por qué se vino. Decidí que viniera por el terremoto de Armenia de 1999. Todo esto es un trabajo curioso, pero el más difícil de construir ha sido el personaje de Horía. De hecho, Horía se lleva el final de la novela. Es la que entra más tarde y la que sale la última.
Hay gente que ha nacido en Madrid y ha vivido siempre en Madrid. Creo que hay un Madrid distinto, que es el que vivimos las personas que no somos de aquí.
En realidad, la gente que ha nacido aquí tiene unas redes que las personas que llegamos de fuera no tenemos. Pero parece que nosotras, que nacimos en otra ciudad, vivimos esta ciudad como si fuera un parque de atracciones, desplegado para que nos ocurran cosas. Y es verdad que todas esas cosas ocurren cuando pueden ocurrir: hay muchas “Damaris” y “Horías” que, evidentemente, no ven ese parque de atracciones, sino un escenario de terror. Esta es una ciudad muy compleja, que te da mucho de lo bueno si tienes suerte, pero también mucho de lo malo, como todas las grandes ciudades.
En la novela, en los informes de la terapeuta de Oliva, por ejemplo, no aparece la palabra “maltrato”.
Nadie se mete en la intimidad ajena a la hora de la verdad. De repente, estamos completamente desvalidas en un lugar donde nos enseñan a distinguir al ladrón, el peligro en la carretera, a no hablar con desconocidos… ¡Enséñame a hablar con los conocidos! Enséñame a tratar a la gente y a saber cómo me tienen que tratar a mí. Y esto, desde lo más profundo de la familia. Sabemos un montón de cosas, estamos preparadas para un montón de cosas, pero no sabemos distinguir el amor del maltrato, cuando esas dos palabras no pueden ir juntas en ningún caso. Si supiéramos esto, como sociedad y como personas, desde el principio, si se actuase en consecuencia desde las instituciones, desde la educación, sería más fácil. A la primera, saldríamos corriendo.
En un edificio del barrio de La Latina, en el centro de Madrid, confluyen las vidas de tres mujeres. El pequeño piso interior de la cuarta planta es la casa de Oliva. Está atrapada en una peligrosa relación que ha transformado la pasión del inicio en una jaula. En el tercer piso, luminoso y exterior, pasa Damaris los días cuidando a los hijos de sus patrones. Cada noche regresa a su casa cruzando el río que divide social y económicamente la ciudad. Vino a España buscando un futuro mejor cuando un terremoto en Colombia truncó su vida. El mismo futuro que buscaba Horía, la mujer marroquí que llegó a Huelva para trabajar como temporera en los campos de fresas y ahora vive en la minúscula casa de la portería y limpia, en la sombra, las escaleras y el patio.
Esta novela cuenta la vida de las tres mujeres, su pasado y el cerco de su presente. Con una voz hermosa y afilada, solo la prosa de Lara Moreno podía cartografiar así un territorio y a quienes lo habitan, componiendo un retrato invisible, herido y valiente de la ciudad.
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