Recuerdo perfectamente la primera vez que escuché el nombre de Ibone Olza (Lovaina, 1970). Bueno, para ser más exacta, la primera vez que vi su nombre en la portada de un libro. Era mi cumpleaños y estábamos celebrándolo tomando unas cañas en una taberna del centro de Madrid. Es curioso lo que pasa con mis cumpleaños: pareciera que todos mis allegados acuerdan los regalos de cada festejo. Un año, casi todos los regalos son ropa. Al siguiente, casi todos los regalos son libros. En este caso, debieron haber detectado en mis conversaciones que sentía la necesidad de leer sobre feminismos, y todos los regalos fueron por ese palo. Mi amiga Marta Giménez-Dasí, en un momento dado de la celebración, se puso enfrente mío con un regalo delante de su pecho. Me dijo “prepárate” y me soltó, de su abrazo al mío, un ejemplar de Parir, el libro de Ibone cuya lectura trastocó mi estructura y pensamientos acerca de la maternidad. La lectura de Parir me hizo poner nombre a muchas de las cosas que me pasaban, de las que no había hablado y no sabía cómo nombrar. Hizo que, por fin, tras dos partos, pudiese reconocerme como víctima de violencia obstétrica. ¡Tras dos partos y varios años de frustraciones y discusiones! No quiero decir que consuele haber pasado por lo que hemos pasado muchas mujeres en nuestros partos, pero sí ayuda saber cómo se llaman las cosas, de dónde vienen y cómo encontrar defensa y consuelo.
Ibone me interpela desde sus libros —”veo esto como el eslabón de la cadena. Lo que pones en tu amiga o en mi libro, yo lo pongo en otras mujeres que me ayudaron. Vamos corriendo la voz, pasando el mensaje de que puede y tiene que ser distinto. Que te resuene mucho es porque es muy colectivo, nos reconocemos muchas en muchas cosas de otras—, me motiva desde su activismo —forma parte de la plataforma El parto es nuestro— y me acompaña desde sus palabras. Por eso, entre pregunta y pregunta, verás intercaladas frases subrayadas durante la lectura de Palabra de madre (Vergara, 2022), su último libro, en el que aboga por reconocer la maternidad como la fuerza poderosa que es. Y lo hace a través de su experiencia personal como madre —madre de tres tras tres cesáreas, dato nada irrelevante— y como profesional en los campos de la Medicina, la Psiquiatría, la docencia y el activismo.
Ibone estudió Medicina y Cirugía en la Universidad de Navarra y pasó su MIR y primeros años de carrera como psiquiatra infanto-juvenil y perinatal en Zaragoza. Terminó abandonando su trabajo en Zaragoza porque no soportaba cierta deshumanización en el trato hacia los pacientes —en todos los hospitales hay gente preciosa, trabajando súper bien, y gente que no. Para mí, una cosa muy importante es poner el acento en el sistema, no tanto en las personas. Esa manera de trabajar es muy dañina—. Se decantó por el activismo y la docencia y ahora es técnico externa del Defensor del Pueblo español, dirige el Instituto Europeo de Salud Mental Perinatal y es consultora de la Organización Mundial de la Salud.
Hemos charlado con Ibone para saber cómo su maternidad ha ejercido una influencia determinante en el ejercicio de su profesión, tomando como referencia esas frases marcadas en este Palabra de madre, otra lectura para quedarse dentro, para recordar y reflexionar sobre feminismos, patriarcados y, sobre todo, respetos.
“Las madres necesitamos una sociedad que nos reconozca, que honre nuestra impagable función social, soñamos con ella”.
La maternidad es un hecho que sucede a diario. Es algo tan colectivo y tan común como que todos nacemos de una mujer. ¿Por qué crees que sigue resultando tan difícil de entender que no solo los recién nacidos, sino también sus madres, necesitan cuidados?
Es el ninguneo a la madre. Un bebé sano necesita una madre sana y separar al bebé de su madre es un artefacto. Y ahí está el patriarcado: en invisibilizar a las madres. Este ninguneo se traduce en mucho sufrimiento, en mucha soledad, en que cada una carguemos con una culpa que pensamos que es nuestra, particular, y para nada es así. Negar a una madre es el origen del patriarcado.
“La culpa que sentimos las madres no es justa. Verlo en otras me ayuda a decírmelo a mí misma”.
¿Existe alguna posibilidad de que las madres nos liberemos de la culpa? Las mujeres estamos haciendo un trabajo de deconstrucción particular, de vuelta a cimentar. Las que vamos a terapia somos nosotras, las que nos estamos revisando todo el rato somos nosotras.. Y seguimos teniendo encima la culpa.
Nos estamos quitando la culpa poco a poco las unas a las otras. Lo que pasa con la culpa es que nos resulta muy fácil ver lo injusta que es cuando la vemos en otras. Yo veo todo lo que hacen otras mujeres y veo que es enorme y está muy bien hecho. Pero, aunque en ellas lo vea muy claro, en mí misma me cuesta mucho aplicarme el cuento. Mi idea con este libro, con este análisis colectivo, era un poco esto: decir lo que vemos en las otras nos ayuda a ir quitándonos la culpa. Pero, efectivamente, creo que estamos haciendo todo el trabajo nosotras y, a veces, es agotador. Es otro carro del que tenemos que tirar y es lo que nos toca.
“Si algo fallaba en un ser humano, había que indagar siempre en qué habría fallado la madre. Las conductas más abyectas, las enfermedades más terribles, las calamidades, todo podría ser culpa nuestra, de las madres”.
¿Cómo cambió tu forma de trabajar tras ser madre por primera vez?
Me empezó a molestar muchísimo cómo se referían a las madres los psiquiatras. Parecía que todas las madres eran unas histéricas. Había una conversación constante en la que siempre se echaba la culpa a las madres de un montón de enfermedades mentales de sus hijos. Por ejemplo, el paciente adicto a drogas muy complicado. Parecía que la culpa la tenía la madre, cuando ella era, muchas veces, la única que estaba ahí al pie del cañón. Empecé a ser muy consciente de cómo se hablaba de mal de las madres y, sin embargo, cuando un padre aparecía en psiquiatría infantil —casi no les veíamos el pelo—, era un héroe. Esa falta de reconocimiento, esa especie de desprecio y de falta de escucha hacia las madres me molestó enormemente.
Recuerdo la primera vez que di, en una planta de psiquiatría, un abrazo a una paciente, a escondidas. Permitirte la ternura, darte cuenta de que el consuelo y la empatía son herramientas terapéuticas fue un proceso progresivo para mí. Si a mis hijos les hacía bien que yo les consolara, que a veces era lo único que podía hacer, a mis pacientes también. Pero en Medicina nos hablan de la distancia terapéutica y yo me di cuenta de que era al revés: a veces, yo necesitaba terapia por la distancia que me habían obligado a poner con mis pacientes. Los valores de la maternidad, la presencia, la disponibilidad y en consuelo están a juicio, cuando habría que llevarlos a todos los ámbitos de nuestra sociedad. El mundo necesita maternaje. Ahí comenzó en mí una transformación progresiva. Cuando me estaba pasando, yo no era tan consciente: he necesitado años para poner todo esto en palabras.
“Empecé a ser consciente (…) de cómo los sistemas de salud han ignorado a las madres y han negado sus experiencias y conocimientos, y de cómo la ausencia de ese conocimiento maternal ha dado lugar a una ciencia sesgada y en muchos casos dañina”.
Otra de las cosas de las que hablas en el libro es de lo necesaria que sería una “ciencia de las madres”. ¿Crees que es posible? Nos falta hasta una “ciencia de la salud de las mujeres”, el cuerpo de la mujer es el gran desconocido.
Hay que darle la vuelta y empezar por ahí: lo primero que tendríamos que estudiar en Medicina es la reproducción humana, la concepción, la gestación, el parto, la crianza… ahí están los cimientos de la salud. Los últimos años he impartido psicología médica en la Universidad de Alcalá, en primero de Medicina me parecía muy importante hablar de dónde se concibe la salud. Creo que, poco a poco, iremos dándole la vuelta a todo esto, tenemos mucha tarea para varias generaciones.
“El monstruo con piel de cordero nos decía a las madres y padres cómo teníamos que domesticar a nuestros bebés y criar a nuestros hijos dejándolos llorar, castigándolos. Pero los mismos mecanismos se aplicaban a casi todo. El patriarcado rompe los vínculos y en su lugar construye jerarquías entre seres humanos”.
Estamos tan dirigidas en la maternidad y en la crianza, engañadas pensando que tomamos decisiones libres, pero tremendamente vinculadas al relato que haya en cada momento. Hablo de la leche de fórmula, de dejar a los niños llorar para que duerman… ¿es posible explicar la diferencia entre tener un hijo y respetarlo y domesticarlo? ¿Cómo rompe el patriarcado esos vínculos humanos? ¿Cómo liberarnos de lo fácil que es intentar domesticar a las criaturas?
Creo que se confunden muchas cosas ahí. La gente piensa que la crianza con más apego o respeto significa que los niños hagan lo que les de la gana y no eso para nada: eso es otra forma de abandono. Criar con respeto no significa no poner límites. Los límites hay que enseñarlos, no hay que ponerlos: están ahí. Si tu hija o hijo hace algo que hace daño a otra persona o a sí misma, ahí hay un límite. Pero no es que tú se lo tengas que poner: es que se lo tienes que enseñar. También debemos tener en cuenta las edades: cada edad tiene su ritmo y creo que eso tampoco se entiende. El ritmo es lento: no hay nada más que observar a la especie humana. Respetar esos ritmos y entender que el ser humano es muy dependiente los dos primeros años de su vida. Cuando camina y habla se puede independizar un poquito. Pero, para tener adultos independientes, hay que cubrir esas necesidades de dependencia cuando más pequeños son. Y, sin embargo, durante mucho tiempo se ha pensado que hay que acostumbrarlos a ser independientes desde demasiado pequeños. Eso provoca carencias que se van arrastrando, dependencias de por vida. Para explicar todo esto hace falta espacios, tiempo, conversaciones… Tenemos que escucharnos y pensar colectivamente. Creo que esos espacios en los que poder hablar y debatir con tranquilidad se han perdido con el ritmo tan acelerado de vida que llevamos.
“Me gustaría proponer un significado añadido a comadre: «madre amiga con la que se comparten vivencias y reflexiones sobre la maternidad». Algo así. O, tal vez, «madres que se reconocen desde la solidaridad de la tarea conjunta que supone maternar». Otra palabra que no está en el diccionario: «maternar»”.
Hay un capítulo al principio de libro que se llama Comadres. Muchas mujeres sentimos que tenemos una familia extendida y elegida, en el que el papel de esas madres-amigas es realmente importante. Esas comadres, muchas veces, nos acompañan más que nuestras familias nucleares. Este “comadreo” es una de las más gratas sorpresas de la maternidad.
Muchas criamos lejos de nuestras casas familiares y a muchas nos pasa eso. Yo soy de Pamplona y fui madre durante mi estancia en Zaragoza. Allí descubrí una red de apoyo en una asociación, la Vía Láctea. Estas mujeres de la asociación, literalmente me salvaron la vida. Fueron mi apoyo, me cuidaron, sabían cómo estaba yo y estaban muy pendientes. Mi familia estaba pendiente también, pero estaban en Pamplona.
El comadreo no es nuevo: estas redes han estado visibles durante mucho tiempo y, de repente, las perdimos de vista. Pienso en las mujeres en los pueblos, en las vecinas. ¿Por qué ocultar a las comadres?
Recuerdo que, cuando veía y me iban pasando cosas, percibía tantas anécdotas de tanta generosidad y tan bonitas que pensé que eran demasiado preciosas para quedarse escondidas. Y creo que también, por eso, he acabado escribiendo este libro. Hay una tarea enorme en grupos de apoyo de todo tipo: al duelo, a la lactancia, a la crianza… esas redes están ahí y creo que siempre han estado, pero de estas redes no se habla. Hay que darles mucho valor y visibilizarlas.
“Las tetas valían para publicitar casi cualquier cosa, salvo la leche de madre”.
Y… ¿qué hacemos con las tetas?
Estoy contenta con la canción de Rigoberta Bandini… ha sido todo un himno. Tenemos una erotización y una comercialización del pecho que me sigue pareciendo un tema tremendo. La lactancia está mal vista, incluso en algunos círculos feministas, porque hay muchas mujeres que han tenido experiencias muy traumáticas o se han sentido presionadas para amamantar. Y nadie queremos eso. Pero eso no significa que no visibilicemos lo bonita, placentera y confortable que puede ser la lactancia. La lactancia es un súper poder que tenemos las mujeres.
¿Cuál es tu opinión respecto a cómo el movimiento feminista apoya o no apoya a la maternidad?
Creo que falta mucho todavía. El feminismo todavía, hay muchos feminismos, tampoco me gusta generalizar, pero creo que una buena parte del feminismo ve la maternidad como una renuncia y como una carga, en vez de algo precioso, entrañable y un bien social que hay que cuidar. Creo que hay mucho miedo a que la maternidad sea impuesta y nos encierre en casa. Ha habido muchas que han renunciado a la maternidad, que la han pospuesto, que han renunciado a la lactancia… el feminismo tiene un tema pendiente con la maternidad.
Yo, personalmente, me siento ecofeminista y, a la vez, veo que las personas que lideran el ecofeminismo en nuestro país no hablan de lactancia o de parto respetado. Parece como si el ecofeminismo no tuviera nada que ver con la lactancia, cuando para mí la lactancia, entre otras muchas cosas, es lo más ecológico que hay. Me siento ahí un poco desamparada. Me reconozco mucho en los planteamientos de la Plataforma Petra: que maternar es político y urge, como sociedad, pensar qué estamos haciendo con las madres.
¿Cuál es tu implicación actual en El parto es nuestro?
Lo fundamos 21 personas en el 2003, tras dos años de foro. Y yo ahí sigo. Creo, de corazón, que no hay una organización que haga tanto con tan pocos recursos. Somos muy pocas y damos respuesta a montañas de peticiones a diario a mujeres embarazadas, a madres que necesitan ayuda… esta asociación está haciendo una enorme labor social y siento que está muy poco reconocida. Yo me siento en casa y creo que esto también nos cuesta: nos cuesta celebrar todo lo que hemos conseguido. Vemos todavía tantas violencias, tantas separaciones madre-bebé, tanto dolor… que se nos olvida que hemos tenido un impacto positivo, que hay cosas que han mejorado un montón. A las activistas se nos olvida celebrar nuestros logros, algo que también es importante.
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